Mientras lo iba siguiendo por la calle, tuve
una impresión rarísima que nunca había tenido antes y que, no quiero mentirle,
me intranquilizó bastante. Me parecía que caminábamos por la misma calle, en el
mismo espacio, pero en tiempos diferentes. (“La grande”, Juan José Saer)
Las últimas
tardes en el barrio Rivadavia se pusieron calientes. El verano y su impaciencia
hicieron de las suyas y adelantaron los cambios de ropa, más precisamente, el
desprendimiento de camperas y pantalones holgados, y qué bien que todo se
condice con un futuro más respirable y agradable. Pero perdón que desconfíe. No
está en mi naturaleza ser tan entusiasta, y menos hoy que hace tanto calor y la
cerveza tiende a calentarse, perder gas muy rápido y volverse intolerable al
cuerpo. Porque si bien uno puede pasar distraídamente por cada esquina de Jara,
meterse por adentro a mirar las veredas, encontrar alguna plaza con algún
arreglo pedorro – gentileza de un intendente al que la gente vota sin que haga
casi nada -, el contexto es posapocalíptico. Y acá me voy a poner utópico y
esperanzador, porque estoy afirmando que la peor parte de la historia ya pasó.
Más que afirmar, es la expresión de un deseo compartido por tod@s. Sin embargo,
y acá me pongo tan oscuro como una sala de cine que está a punto de proyectar
una película poco estimulante, lo que queda de todo ese caos coronavirósico es
bastante lamentable. Hace poco leía sobre las proyecciones económicas, el
mejoramiento del ánimo de las poblaciones, la salida amigable de una crisis
mundial y profunda, y un largo etcétera de opiniones que auguraban un futuro de
humanismo buena onda y puro. La necesidad de esas personas por volcar sus
buenos deseos es más bien una necesidad de ficción, enfermedad de la que
padezco hace décadas. Entonces, me veo caminando por esos mismos lugares, ese
cruce de Castelli y Francia, esa vereda que hoy luce como si fuera el desierto
de Duna (y ese es el bodrio de
película al que me refería, y que me tocó padecer esta semana en la pantalla
grande con caramelos confitados, eso que sí agradezco poder volver a hacer), y
todo luce tan igual como desolador, pero con algo diferente. Como si las cosas
hubiesen envejecido cincuenta años, y siguieran estando ahí, a la espera, en el
mismo sitio. Calculo que para ellas yo me veré igual, el mismo tipo caminando
de la misma forma, con el mismo gesto, pero como si me hubiese caído el reloj
del Tiempo encima. Iguales, pero diferentes. Si me preguntan de la película,
debo decir que todo se resume a una cara, unos gestos, y el andar de un único actor:
Javier Bardem. El español más hollywoodense del momento, interpreta a un nacido
y criado en la tribu originaria de ese planeta desértico, que es el
protagonista de la película. Un planeta por el que nadie desearía pasar ni
cerca, porque es un solo y gran desierto irrespirable, habitado por una tribu
muy ortiva que vive debajo de la arena, aprovechado por unos gusanos gigantes
devoradores de cualquier cosa, castigado por monumentales tormentas de arena y
condenado a la guerra eterna por obra y gracia de una sustancia muy lucrativa,
tipo petróleo. Obvio que no importa el lugar ni el tiempo, la historia es
siempre la misma, los colonizadores llegan y arrasan con lo que sea para tomar
lo que les parece valioso. Más allá de eso, lo que quería destacar es el
resumen en el gesto del actor Bardem. Tanto su cara como sus movimientos son de
un tipo cansado, harto, desesperanzado, desengañado, que no se apasiona ni
cuando ve morir a un amigo. Todo parece darle lo mismo. Sin embargo, hay algo
en su mirada, como un destello que intenta demostrar que hubo algo mejor en
otros tiempos, y que la venida de un salvador –muuuuuuy en el fondo- es posible
y es la demostración de que hay esperanza. Incomprobable en la primera parte.
Para mí, incomprobable para siempre, porque toda la película es ese gesto de
Bardem, desganado, desanimado, dramático pero sin pasión. Me veo caminando
ayer, por esta misma esquina, a lo mejor no con este calor tan raro para esta
época. Me veo sentarme en esta misma vereda que nunca cambió, y me veo clavarme
un trago de cerveza mirando lo que queda de cielo y diciéndome: J, ¿qué carajos
irá a pasar mañana? Ahora me miro otra vez, hace calor, las cosas que pasaron
para qué te las voy a contar, si las sufrimos junt@s. Mejor me siento,
aprovecho la sombra de la medianera y me tomo un trago más de birra, y que
mañana se venga la segunda parte, o la tercera, de esta historia que vaya a
saber a quién se le ocurrió. Lo único que espero es que no haya tantos de esos
gusanos chupa todo, agazapados esperando a crecer a costa de la sangre de todo
un pueblo. Estaría bueno que tampoco soplen tantos vientos huracanados y que
nos quede algo de agua para la próxima generación. Pero, sobre todo, espero no
tener que encontrarme con esa cara de hartazgo y resignación, con ese gesto
desapasionado y ese ritmo cansino del personaje de Javier Bardem. Espero que
esa cara no haya sido la mía, que nunca más sea la mía. Otros tiempos pasaron
no exactamente como los esperábamos, otros tiempos se avecinan. Dejemos volar
los buenos deseos, pero, por las dudas, no nos entusiasmemos tanto
*****Para fondo de cualquier intento de nota medio desanimada:
*****************************************************************************************************Humildemente, Juan, desde el Rivadavia**************Cualquier similitud con la realidad, poco importa**************************************
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