Creo que estabas sentada en el suelo y que tomábamos la última birra del mundo, y que me hablabas de las cosas que te jodían: primero, la cana y esa manía de andar matando pibes del barrio por portación de cara, y segundo de lo molestos que eran esos versos de mierda que escribía yo, empezar y seguir conectando eternamente ideas y sentimientos totalmente innecesarios, y me decías que entendías perfectamente eso de que es fundamental expresarse y demostrarle a los demás cosas que en verdad servían para satisfacer las necesidades de su propio creador, y que el mundo sería mucho mejor sin esos versos y ese excesivo uso de conectores… Y nos reíamos y seguíamos tomando de la botella, sentados en el piso de un depósito por Champagnat que hoy está abandonado, pero que no es muy distinto a lo que fue en aquel día, y pienso que nosotros debemos estar más o menos igual, un poco abandonados pero capaces de seguir cumpliendo la misma función,
Esto no es importante, pero sirve para llegar al final de lo que voy a escribir. En el último libro de Zizek, ese filósofo marxista lacaniano histriónico y superstar de Eslovenia, aparece una mención a un dirigente político de la última etapa de la Unión Soviética, la de Gorbachov, la previa a la caída del muro y el fin de la Historia, y –obvio- el comienzo de otra coyuntura que ahora vendría a ser de la pos-Historia. Como sea, la mención a ese dirigente está relacionada a una actitud que enfrentaba ante cada anuncio del gobierno, por más contradictorio que fuera con los valores clásicos de la Revolución soviética. Y era que ante cada una de las propuestas de un gobierno en franca decadencia, el tipo sacaba a relucir un increíble archivo de frases de Lenin, que guardaba celosamente en su despacho. Entonces, ante cada anuncio, seleccionaba una de esas máximas del líder revolucionario para lograr dar con el apoyo adecuado, una certeza de que el camino elegido tenía la bendición casi reli