Forma de
ficción parasitaria, la traducción es el gran modelo de la práctica borgeana. A
diferencia de la “escritura inmediata”, cuyo mecanismo suelen velar “el olvido”, “la vanidad” y “el prurito de
mantener intacta y central una reserva incalculable de sombra”, esta literatura
mediata no teme hacer visible las reglas de su propio funcionamiento. En
particular una, la más abstracta y, también, la más medular de la poética
borgeana: hacer ficción es deportar un material
ya existente de su contexto e injertarlo en un contexto nuevo. La
fórmula es simple, económica, de una elegancia casi ajedrecística. Lo incluye
prácticamente todo: la política del parasitismo, el elogio de la subordinación,
el goce de la lectura y la glosa, la desestabilización de las jerarquías, las
clasificaciones y las categorías, la relación entre lo Mismo y lo Otro, la
repetición y la diferencia, lo propio y lo ajeno; la idea-fuerza de una literatura
que sólo tiene sentido si se mueve, si se desarraiga, si pone en peligro su
propia integridad” (El factor Borges,
Alan Pauls)
Moverse es
ir de un lado para el otro, sin importar demasiado lo que suceda en el camino.
Un traslado, un corrimiento, pero con dos bases bien diferenciadas, bien
plantadas: el punto de partida, inevitable, y el centro de llegada, que tiene
la particularidad de ser más susceptible a las variaciones. Por ejemplo, puedo
arrancar este apartado contando la historia de cualquier persona, que amanece
casi todos sus días en la misma habitación del barrio de siempre. Punto de partida
esperable, me voy como siempre a comprar la birra al chino y me la clavo acá,
en la veredita primaveral de Francia y Castelli. Pero después comienza el
movimiento. Y no solo se trata de un traslado espacio temporal, sino que – el
tiempo tiene estas cosas – ese movimiento puede ser concretado en ese mismo
lugar, quieto. Es más, es este el movimiento planteado y que no para: la
escritura. Mientras escribo sobre yo sentado tomando cerveza en la esquina de
siempre, ya no estoy ahí, sino que estoy pasando en limpio un par de ideas que
se me subieron con las burbujas frescas. Más aún, ahora estoy leyendo y
corrigiendo, lo que plantea otro movimiento más, otros escenarios posibles. Ya
me estoy empezando a marear, tanto movimiento y tanta cerveza. Algo así sería
ese parasitismo del que habla Alan Pauls, al referirse a Borges y su escritura.
Pero no te pongas nervios@, esto no tiene nada que ver con cualquier planteo
demasiado complejo y conceptual, sino que se me vino la idea de poner en juego
ese movimiento sin acción, solo para ver qué pasaba. Parece que el mundo, el
universo, no habría detectado tanto sacudón. Sin embargo, la hora de lectura es
la hora de envejecer, de llegar al destino último, hasta que finalmente no hay
más allá. Sabemos, gracias a Roland Barthes, que hay un grado cero de la
escritura, pero nos resistimos a aceptar que hay un final para todo esto, una
imposibilidad de ir más allá del texto, el final de todo. Esa angustia me
recorre el cuerpo mientras devoro las páginas de la última novela que escribió
Juan José Saer, y que para más dolor, dejó inconclusa. El drama angustiante se
agrava al descubrir que lo único que le faltó de esa novela La grande, fue el último capítulo. Una
referencia temporal es el corte abrupto
de todo un universo literario. Sería lunes, obvio, el último día del mundo. Y
tenía que ser en otoño y con la llegada de la lluvia. Todo eso es la concreción
del concepto de final en una opaca y limitadísima oración. Pero no hay nada más
allá, hasta ahí Saer, hasta ahí su universo, hasta ahí la lectura. Todo lo que
venga después, los corrimientos, las interpretaciones, los parasitismos, los
plagios, los comentarios, las citas, los congresos, los ensayos, ya no son
parte de ese universo. Lo intentarán recrear, subrayar, exprimir, expandir.
Pero es el límite para la lectura de Saer. No hay más, no habrá más Saer para
leer. ¿Y qué carajos puedo hacer en un mundo sin otra novela se Saer, cómo
pasar los momentos de mi vida sin estar envuelto en alguna de sus historias que
parecen estarse quietas yendo y viniendo en el tiempo, con una naturalidad casi
fantástica? Siempre entre el río, un campo y el pueblo, pero con ese halo de
inmensidad atrapando a quien se digne a inmolarse en la lectura. Y llega la
certeza de que ya no queda más allá, que el más acá se terminó, y que el único
consuelo es volver al punto de origen, para arrancar el movimiento nuevamente,
y ser un poco el Pierre Menard autor del Quijote, intentando frenéticamente
volver a escribir un universo entero, palabra por palabra, resignificando y
trastocándolo todo sin tocarlo, provocando el cambio más gigantesco, sin mover
una coma del texto releído. El consuelo es la locura de un lector psicótico, única
creatura capaz de darse la cabeza contra la pared, hasta que salga algo jugoso
de allí: la pared filtrada sangrando o los sesos chorreando su gracia. Sigo
este camino, que ya no tiene vuelta atrás, recorro el punto de partida y me
pierdo por Colastiné, releyendo un final trunco desde el barrio Rivadavia, el
último suspiro de un santafesino que murió en París. Ese movimiento que me
rompe las pelotas, porque ese final trunco se escribe en Francia, ¡Mon Dieu! Movimiento, un movimiento más, hacia el
atardecer, rio abajo, con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño el tiempo
del vino. ¿Desde dónde habremos partido? ¿Hacia dónde habremos llegado? La
lectura es acción imparable. Todo lo destruye para volver a construir, para
volver a destruir, para volver a construir…
*Juro que estuve pensando todo el tiempo en este tema, mientras escribía:
***********************La foto está sacada del sitio: Río Colastiné, desbordado. En la boca del Ubajay /Santa Fe. Autor fotos: Pablo Cruz (colaboración especial para educ.ar). | Foto, Santa fe, Río (pinterest.com), pero toda retocada por mí, por lo que pido disculpas*******************************************Humildemente, Juan, del barrio Rivadavia, Mar del Plata-Batán********************************
Comentarios
Publicar un comentario