Un día más
y ya no pasan como solían hacerlo en otros finales de primavera de la ciudad. Parece como si
la luz se hubiera degradado, junto con toda la población. Pero eso era una
imagen gastada, ¿quién no pensaba así de su propio lugar? Sin distancia es
imposible ser sinceros, con distancia es imposible escribir porque duele, como
cada palabra de poeta chino, como cada caso resuelto por el General Imperial
dentro de Ciudad Prohibida, con sus asesinos implacables siempre dejando un rastro.
Eso era la marca diferencial, la posibilidad de resolución, una suerte de
crueldad con compensación. Pero para que existiera algo así debía pensar en
otras realidades, no la suya, no la que tocaba en el papeleo a llenar en el
escritorio de la comisaría que te tocó en
desgracia. El único lugar utilizado para acumular información básica de
algún delito, antes de guardar todo en un archivador oxidado y lleno de
cucarachas, que se limpiaba cada tanto para no hacer más mugre. Un caso como
una mata de polvo en el rincón, como una araña asustada que nadie quiere volver
a mirar. Y ahí descansaban los asesinatos que no importaban, que eran la gran
mayoría, con su versión digital guardada en la frágil memoria de una Pentium
del siglo pasado. Gente sin recursos para nada, pobres diablos que nadie
reclamaría jamás, personas destinadas al olvido. Ser consciente todas las
mañanas del precio que hay que pagar para respirar dentro de este mundo, esa
poética despiadada que en algún momento de la historia se fijó para siempre
jamás y no hay nada que hacer. Un mate amargo, sacar esas carpetas manchadas, matar
un par de cucarachas, las fotos de un cadáver que ya comenzó a pudrirse en la
imagen, recordar algo, los ojos fulminantes de la madre del pendejo, ojos como
orificios abiertos y sangrantes del mismísimo cuerpo asesinado, ojos como los
de la Virgen de la sangre, ojos sedientos de su cabeza, una historia de terror
que termina con su entierro en soledad y una puteada al aire: “Este hijo de
puta nuca resolvió el asesinato más brutal de la historia del barrio” “Este
hijo de puta sabía todo y se lo llevó a la tumba”. La cobardía del pacto de
silencio que en verdad era incompetencia, pura incapacidad. Lloraba cada tanto
por el efecto de esa mirada teñida de sangre y dolor, la de la madre. Los demás
ojos puede que se vayan extinguiendo con el paso de las estaciones, como decían
esos detectives mexicanos, “Buey, te puedes olvidar del mismísimo infierno la
primera vez que lo viste, pero de los chingados ojos de una madre llorona no te
olvidas nunca, ni que te explote la cabeza”. Tampoco se podía olvidar de las
palabras que referían a eso. ¿No sería ese el mecanismo del poeta chino?
Sublimar con esos signos dibujados las palabras que no quería escuchar más, o
que se quedaban sonando en la cabeza hasta el día del perro que a cada quien le
llega. ¿Otra frase mexicana? “Todo perro encuentra su día, más temprano que
tarde, o en la noche de Jalisco a la salida del baile, cabeceando
involuntariamente un disparo al corazón del cielo estrellado que se quedó muy
bajo el cabrón”. O algo así.
La Llorona.
La imagen de una madre sufriente. La estatua de una leyenda siempre viva,
siempre resignificándose. Algunas veces, mártir sufriente de injustas muertes
de sus hijos, en manos de traidores que abusaron de su poder, que aniquilaron a
las madres faltando el respeto a la Madre de todas las madres, la madre propia,
La Virgen de la sangre, la vengadora al final de las historias, la que se come
con su ira el cuerpo de los asesinos, despellejando sus espaldas hasta que el
dolor es insoportable, y luego volver a empezar con el padecimiento, el
infierno de la repetición de tu situación más infame. Otras veces, asesina
impiadosa de sus propios hijos, madre Malinche que traiciona a los suyos
desoyendo el mandato popular materno, la loba que devora a los hermanos cuando
estos están más indefensos, la Virgen que apuñala a su hijo camino a la cruz,
la matadora que mira en los ojos pequeños su posibilidad de liberación,
catarsis de muerte, sangre cayendo a los lados, para después despertar del
lapsus y vivir en el arrepentimiento, llorando por el resto de la eternidad. La
Llorona persiguiendo como fantasma a su próxima víctima, escondida en los micro
basurales del Barrio Rivadavia, caminando por los terrenos baldíos, tomando
vino del piso, fumando las tucas que la gente descarta en los tachos de basura
de las plazas, devorando el alma de la tarde que se extingue por la ruta 226.
Las lágrimas que caen como rastro, como pista para un comisario siempre
dormido, mal alimentado, incapaz de saber cuándo va a ser el próximo golpe.
Ficción o mito. La persecución que en algún momento se presenta, las sirenas
sonando hasta que la batería del patrullero dice basta, continúa la secuencia a
pie, carrera contra el tiempo, las lágrimas y su camino que es el camino de la
perdición, el comisario que llega en soledad a la esquina de siempre, la
esquina que lo muestra muerto contra el paredón, alguien siempre traiciona en
el último momento, alguien sabía que iba a correr hasta ese punto, alguien
quiso protegerlo, alguien se puso a llorar por él porque el amor es dado de formas
que nadie más que el enamorado puede entender. La Llorona sale de su sombra
para abrazar al cadáver, como siempre lo hizo, matadora y plañidera, ahora
sonríe y toma por sorpresa los labios del comisario junto a los suyos, le toca
la verga y se la mete en la boca, y el comisario gime muerto y acaba para
siempre su sufrimiento, no hay tarde que sobreviva a la pasión desesperada de
los animales de la noche, los que buscan entender algo de lo que quedó colgando
de sus propios cuerpos, ahora trenzados, unidos, manchados de sangre y semen,
la única unión posible más allá de la muerte. Y el comisario despierta y piensa
en Ciudad Prohibida, en el asesinato del pendejo, en la Llorona. Tiene el
pantalón azul mojado, lo tendrá que lavar para quedar listo el próximo día.










