Es lindo
pensar siempre en que lo mejor está por venir. Un engaño necesario para no
volverse un pesimista infumable, de esos que sobran en los pasillos del barrio
Rivadavia. Y hablar de ese lugar, y no de otro, puede ser el principal objetivo
de estas líneas otoñoinvernales, con un caño roto de fondo en la cocina de un
monoambiente que no da más de frío. Las lluvias catastróficas, el cambio
climático para mal, porque podría tratarse de una variación piola. No estaría
siendo el caso, aunque pensemos ¡por favor! Que lo mejor está por venir…el
pasillo es ese espacio más largo que ancho, más angosto que corto, por el que
indefectiblemente las personas se cruzan. Pero no solamente eso, lo característico
y peculiar de ese cruce es que viene acompañado de un contacto involuntario,
las más de las veces un roce. No suele haber suficiente espacio para pasar dos
(y ni hablar más) personas sin tomar contacto, y el drama del contacto hoy es
un párrafo aparte. La cruel realidad escritural de este espacio impide la
existencia de párrafos ¿A que no se habían dado cuenta? Las palabras se van
apilando en oraciones, pero nunca aparece el corte aparte, ese punto que
permite respirar a un ritmo mucho más hondo, un tiempo determinado por maestras
de escuela para poder diferenciarlo del resto de los signos de puntuación. Me
acuerdo a la distancia cada vez más sideral: “la coma es apenas un descanso en
la lectura, como si se tuviera los pulmones de un gato” “el punto seguido es
una pausa más larga, pero no más allá de dos segundos, porque el tema se
continúa, no hay un salto hacia otra cosa” “ahora, el punto aparte es el salto al
vacío, comprende un cambio de cosas, de tema, de personajes” Y ahí comienza el capítulo
traumático en mi vida…Acostumbrado a vivir en casa tipo PH con pasillo largo y
angosto, con vecinos que pasaban y rozaban y saludaban y puteaban, la noción
del punto aparte siempre me resultó ajena. Para mí, la escritura debe ser un
largo y estrecho pasillo, porque sigo siendo yo ahí mismo, queriendo rozar a
los lectores, las lectoras. No me interesa apartar estas palabras, no me da el
corazón, hace frío, y quiero que las cosas se queden todas juntas, para generar
un calor de tipo ¿ortográfico?...ponele, y suponete que ese va a ser el título
de este artículo, uno que debería ayudar a que los monoambientes de toda la
ciudad entren en calor ¿con palabras? Con palabras, muchas palabras seguidas,
apiladas, empatadas, para que el ritmo caliente las neuronas y aligere la visión,
una suerte de gimnasio para la lectura ¿existe tal cosa? Calculo que sí, porque
la lectura también es un ejercicio, como correr en la cinta o andar en una
bicicleta fija. Un músculo que por ahí nos olvidamos que llevamos a todas
partes, y que es muy fácil y genial poder ejercitar cada tanto, algo así como
unas cuantas veces por semana. Siempre recordar elongar la lectura al finalizar
un capítulo, una historia, un artículo como este, etcétera… Otra cosa con el
punto y aparte es el tema del salto al vacío. Cuando uno es pequeño y escucha
semejante cosa de un mayor, es obvio que va a entrar en pánico. El terror del
salto hacia la nada. Nada menos que mandar un texto a ese lugar inhóspito y
alejado del resto de lo que ya se venía escribiendo. Como empezar un nuevo
mundo, dejando lejos el anterior. El vacío invita al olvido, y eso es el terror
puro. Entonces la intención es que nada de eso le pase a mis textos, que deben
consolarse mutuamente en su propia totalidad semanal. Cada uno con sus palabras
juntadas y solo espaciadas por el amable y cálido punto seguido, el punto que
en verdad es más un conector que otra cosa. Y también la coma, que es como una
hermana, y los puntos suspensivos, que como son un montón se parecen a esos
primos que aunque hace tiempo que no se los ve, cuando aparecen pareciera que
hubiesen estado allí toda una vida. ¿Y el punto final? De ese desgraciado me
acuerdo poco y nada. Parte debidamente borrada de mis recuerdos. La razón es
obvia. Es la morada final del texto, es el fundido a negro seguido del silencio
de cementerio. Más allá del punto final hay un lector que queda huérfano, un
escritor aliviado por un segundo que luego comienza a sentir el renovado pánico
del regreso de la hoja en blanco. Esa incertidumbre de si mañana voy a poder
volver a escribir algo, si seré capaz de volver a juntar palabras para generar
el calor hermoso de una lectura otoñoinvernal, en un monoambiente con caño roto
de la cocina, en el barrio Rivadavia, al que precisamente uno accede a través
de un largo pero muy estrecho pasillo. Una circunstancia breve, seguro, pero cargada
de intensidad y concentración. Un obligarse a estar apretados, un esforzarse
por ponerse de acuerdo, ir todos y todas para el mismo lado, proteger ese
camino unívoco y tratar de que el obligatorio salto al vacío hacia la calle no
sea tan traumático. El pasillo como el lugar donde uno toma fuerzas, recarga
energías, siente que no está tan solo en el mundo. El texto como un pasillo,
sin puntos finales ni apartados hacia el vacío, con puntos seguidos que
conectan y ramifican, para poder seguir camino hacia otros destinos similares,
donde encontrar nuevos espacios que amplíen el sentido, eviten cortes abruptos,
sembrando vida. La vida de los textos pasillo, donde las palabras se suceden en
un fluir que ayuda a mejorar lo que algunos profesionales de la salud llaman “calidad
de vida”. Entonces dejo este texto, como una oda a los pasillos y a todos esos
signos de puntuación que unen las orillas, que acortan distancias, que no
tienen espacio para ningún tipo de odio o rencor, porque para eso está este
desgraciado, despiadado y maléfico punto final.
*****justo hoy escuchaba un disco que salió hace nada y que está muy genial para poner de fondo:
********************************humil-de-mente, Juan***********no te espero y es verdad************
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