Oda al viejo detective de siempre

 

“Las veinticuatro horas del día alguien huye mientras otro intenta atraparlo. Afuera, en la noche de los mil crímenes, la gente moría, quedaba lisiada, cortadas por trozos de vidrio que volaban, o aplastada contra un volante o bajo los pesados neumáticos de los coches. A la gente le daban palizas, la robaban, la estrangulaban, la violaban y la asesinaban. La gente tenía hambre, estaba enferma, hastiada, desesperada por la soledad, el remordimiento o el miedo; rabiosa, cruel, enfebrecida y sollozante. Una ciudad no peor que otras; una ciudad rica, vigorosa y rebosante de orgullo; una ciudad perdida, apaleada y llena de vacío” (Raymond Chandler, El largo adiós)

 

Pareciera que la ciudad le cae sobre los hombros al detective de siempre, y que esta noche en particular no habrá licor que logre tranquilizar su alma. Una cara golpeada por enfrentamientos vanos, casos que fue activando y uniendo como un puente colgante a punto de venirse abajo. Y por ahí pasan todos los lectores, esperando que ese camino no se detenga nunca. Pero ya lo sabemos muy bien, nadie escapa del THE END, y luego fundido a negro y andá a preguntarle al Papa. Otra cosa que deberíamos recordar muy bien, tenerlo siempre presente: Ese viejo perro detective privado de todo – salvo su honestidad – ya se despidió en su debido momento. ¿Cómo, cuándo, dónde…….por qué? La última de las cuestiones es siempre la más vidriosa, la menos certera, la que da pie a las distintas hipótesis y por lo que se seguirán produciendo nuevos crímenes a la serie. El detective lo sabe como nadie. Con su vaso de licor en la mano, tiene esa única certeza: él es solo un eslabón más de una cadena bien podrida. Todas las manzanas del cajón vienen así, porque ya no son tiempos de nobles ciudadanos. Deberíamos confesarle, “old sport”, que el dinero ganó la batalla. Si es que alguna vez hubo tal cosa. Pero con diferencias según el barrio. Mientras que en los policiales de Chandler la plata viene de la mano del crimen, es solidez pura y es capaz de comprarlo y venderlo todo, menos la integridad del viejo detective; en el barrio Rivadavia la plata es algo tan líquido como las gotas del primer rocío  del año (((me tomo la licencia acá, utilizo el símil para dejarme llevar por el género, y para romperle las pelotas a la memoria de Raymond Chandler, que de seguro se reiría con la lectura antes de hacer pedazos esta hoja virtual))). Tal vez, en estos tiempos el viejo detective estaría remarcando el precio por el que lleva a cabo su trabajo. Veinticinco dólares al día, ni un centavo más, ni un centavo menos. ¿Pero y si el valor está “flotando entre bandas”? de seguro se cagaría de risa. Vamos a hacer eso, exactamente: el detective de siempre se caga de risa, en el momento exacto en el que se entera por la televisión pública, que su paga del día fue fluctuando mientras él salía a la pesca, era pescado, golpeado, escupido y devuelto a su mismo y roñoso despacho. Un despacho que debe abandonar a mitad de año, porque el contrato se le va a más del doble del alquiler actual. Además, el Oldsmobile está matado, porque para tratar de llegar a fin de mes le mete horas Uber. Horas detective, horas Uber, horas Pedidos Ya ¡Estaba politrabajando! Maldijo a su ex amigo que le había recomendado una tranquila jubilación en Mar del Plata: “¿Y dónde se supone que queda eso? ¿Argentina? ¿No es donde escaparon los nazis cuando terminó la guerra? Podría ser, pero ten cuidado amigo, los tienen también autóctonos” Desde la tele pública un analista insiste, recomienda que la gente invierta los dólares comprando pesos, en plazo fijo, para luego sacarlos y volver a comprar dólares que se habrán multiplicado por arte mágico/milagrosa del Carry Trade. Porque “Claro, Marlowe, hoy en día lo que vale es desplazar plata que no existe físicamente, como si se tratara de una utopía. Muy lamentable, una utopía bastante idiota. No lo dude, amigo”. Los diálogos del día se iban completando en su cabeza, que estaba a punto de estallar. Por suerte el vaso de licor le aliviaba tanto ruido. Pensó en tomar el teléfono y llamar a Linda. Pero ya no existían los teléfonos. Sintió nostalgia, se vio muy viejo, más de lo que le reflejaba el espejo que tenía en su baño, uno muy chiquito que venía adherido a una foto del cuadro de Edvard Munch, El asesino. Nadie es inocente del todo, pensó. También se lamentó la falta de bares que preparasen un gimlet como la gente, a la inglesa, con una ruda cortesía. “Ya no los hacen así ni en las afueras de Londres, amigo. Ya, entendí, el tiempo es una mierda y yo ya venía camino abajo”.  ¿Para qué habrá venido al culo del mundo? No quiso torturarse más. La verdad es que lo había hecho y punto. Por su cabeza pasó la idea de hacerse matar por la policía defendiendo jubilados muertos de hambre, que por entonces era lo que el gobierno de turno decidía sacrificar. No tanto por convicción o lástima, sino porque seguía odiando a la policía como siempre, y le pareció que de haber un verdugo en su vida, ese era el cuerpo con la corrupción adecuada para destruirlo. Justo a él, la peor persona del mundo, excepto en una sola cuestión: su honradez. Todo un género literario creado en base al honor del héroe, siempre lanzándose sobre un mundo corrompido, en franca decadencia. Ya estaba cansado, se le cerraban los ojos. No tuvo ganas de ponerse a preparar café, solo como él sabía hacer. Miró hacia el puente roído por el tiempo, lamentó la situación de los lectores que seguían pasando por allí sin advertir el peligro inminente. Supongo que miró hacia la cámara, pero – otra vez – no se quiso despedir:

-         No voy a decir adiós. Ya te lo dije cuando significaba algo. Te lo dije cuando era triste, solitario y final.


******Y de fondo suena el poema de Eliot, que Chandler nos sugiere:


*********************************humildemente, Juan**********************el invierno pasa, y después ya no***********y ahí empieza otro problema***espero tener siempre a mano una novela de Chandler**

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