-¡Tom! / Nadie respondía/ ¡Tom!/ La llamada quedó sin respuesta/ ¡Tom! Qué le sucederá a este chico/ Y el silencio continuaba (así comienzan Las aventuras de Tom Sawyer, del inmortal navegador de ríos de tinta, Mark Twain)
Dedicarse el resto de la vida a ser navegante en río, igual que Mark Twain. Dedicarse a escribir historias de personas extrañísimas, como si fuera una barca en medio del río, igual que Mark Twain. Salir en busca de una última aventura, a mitad de camino, en el medio de la vida, igual que Mark Twain. Todo eso quería, o nada más que eso quería, o nada menos que eso quería. El yo que dice Yo, parado en mitad del cruce de las calles de siempre, Francia y Garay, en horario en el que no pasa ningún auto por ahí, porque quién te dice y a lo mejor es el final del capítulo de una historia que todavía falta ser escrita. Porque muchas veces se empezaba por el final, con ese rapto de ansiedad que solamente produce el hecho de levantarse cualquier mañana, en cualquier punto del mismo mundo. Después el tiempo hace caer las cosas de a poco, porque para eso se usa el tiempo, para ir arruinando lo que parecía perfecto, muy despacito. Él no lo veía de esa manera, para él las cosas nacían caídas y de repente, y lo que el tiempo daba era una oportunidad para irse levantando, lo que casi nadie aprovechaba. Era un historia más de un tipo sólo en medio de cualquier calle, esta vez sin nada que tomar al costado, sin birra, sin compañía. Una especie de vagabundo de suburbio, una imagen tan vieja y constante como la pobreza misma, amparada por cualquier sistema económico, por cualquier teoría política. Y todas esas palabras que venían acompañando el progreso desde que se inventó como tal. Primero, las máquinas eran más sanguinarias, más cercanas a las articulaciones. Después, se fueron modernizando, se alejaron del cuerpo, se acercaron a la virtualidad y terminaron por instalarse en la mente. Y de ahí es más difícil salir del fondo. Otras teorías hubo que ir inventando, otras filosofías y otras maneras de acercarse al deseo. Otros discursos fueron aprobados en las Organizaciones Unidas de los Sentimientos (más o menos) Humanos. Unos discursos que hablaran de tolerancia y amor por uno mismo, como puntapie inicial para el final en la misma encrucijada: el cruce de dos calles que siguen siendo las mismas, y que nadie va a venir a arreglar, porque es día feriado para decir que algo se quiere con pasión. Y sí, pensaba El yo que dice Yo, a lo mejor sería ideal dejar de pensar en la muerte y no tener en cuenta tanto la vida, y sí profundizar en el movimiento del río. Tal como pensaba Mark Twain. O por ahí no pensaba tanto eso, sino más bien en cómo dilapidar lo que para la moral del Este era tan preciado, y seguir su instinto sureño implacable, cargado de ironía y desconfianza hacia unos valores que no lo representaban. Y que tampoco lo representarían, porque nada tenían que ver con el Mississippi y sus contracorrientes. Como un salmón, siempre andando para el lado que no era recomendable, pero siempre llegando a buen puerto. O, mucho mejor, a algún puerto, en donde esperaban esas historias de seres tan aventureros como descabellados, nunca del todo desprovistos de moraleja final. De eso se agarraba en ese día, en medio de una calle ya oscura del olvidado barrio Rivadavia. Olvidado en buena hora, porque por suerte nadie había podido concretar su crimen en la semana, aunque las ganas parecían estar presentes en algún recoveco de cada jardín de casa chorizo, de cada quiosquito, de cada empleado sin futuro, de cada alma en pena y con desgracia. Pero mejor ser Twain en el cruce de Francia y Garay, mejor emprender la aventura que siempre es la última, y que en su anverso esconde los mejor de algo que parece no tenerlo: su propio espíritu. Eso buscaba, y tal vez algún abrazo primaveral perdido, porque de lo otro que tanto criticaba Twain había de sobra. Y quién pudiera ser uno de sus personajes, y vivir casi todos los días como estudiante el día de la primavera, pero viajando en ese barco, al mando de esos dos brazos mágicos, los que habían escrito directamente los deseos más geniales de toda una generación. Claro que llega siempre el instante del desengaño, pero con cada uno de ellos hay una esperanza de nuevo camino, un cauce que llama a la aventura de buscar el Dorado una vez más. Imposible alcanzarlo, porque por más que se escriban esas cosas no existen. Pero el verdadero objetivo es estar en movimiento, desde el río hacia el río, y que cuando la muerte llegue, nos encuentre en medio de una búsqueda más, que jamás sospechamos que iba a ser la última, porque poco y nada importa. Capítulo final, se hace de noche en el barrio Rivadavia, un auto asoma a pocas cuadras, mejor guardarse por hoy, se dice El yo que dice Yo. Nadie va a venir, pero no importa. El río siempre espera a quien conserve las ganas de lanzarse contra su terrible y siempre atenta corriente.
*Y para andar a contramano, mejor rebelde:
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