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Todo de nada


La verdad de todo lo que estaba a punto de plantearse radicaba en esa idea de aquella novela de Kurt Vonnegut, que la pone en boca de uno de sus delirados personajes: tiene que haber de todo en este mundo. Y sabía muy bien que algunas cosas – varias, en realidad, casi todas – podría ser mejor que no estuvieran. Pero siguiendo el razonamiento que sugería ese personaje en esa novela, claro que la falta de algún ingrediente podía llegar a desequilibrar toda la preparación. Scardanelli se conformó con esa explicación, mientras el Yo que dice yo le pasaba la botella casi vacía de cerveza. El filósofo berreta siguió con su argumentación, ahora en voz alta, y dejó dos preguntas picando en el palito que indicaba el cruce de las calles, Francia y Garay:

1) ¿Existe de todo?

2) ¿No sería mejor que no existiera nada, por las dudas de cagarla?

La China lo miró, desde el cordón, y le quiso seguir el juego, lo invitó a reflexionar sobre aquel instante que compartían, y le devolvió la pregunta: ¿A vos te parece que esta mierda de tarde en el barrio es todo? Ella estaba segura de que lo que existía era un conglomerado de malas noticias pésimamente distribuidas, y que al Rivadavia – como todas las semanas – le tocaban las peores:  Asesinatos, robos, accidentes, fraudes, explotación, violencia. Desde su perspectiva, faltaba todo lo otro, que ni sabía lo que era porque no lo conocía. “Entonces me quedo con 2)”, dijo, para que Scardanelli se dejara de boludeces y pasara la gota que quedaba de cerveza. A continuación, el filósofo del barrio lo miró al Yo que dice yo, que rara vez hablaba mucho. Pero en esta ocasión, en tono pre-primaveral, quiso exponer sus ideales. Intentó por todos los medios convencer a sus amigos de que existía de todo en el mundo, pero que lo mejor era la parte del todo que estaba por venir, como una suerte de apuesta por el futuro y sus segmentos oscuros que todavía no se podían intuir. Y que la opción por la nada era esa que elegían los viejos chotos de Francia, de otra época, de otra tierra, y que ellos como argentinos más o menos jóvenes, más o menos viejos, debían semejarse más a los extraterrestres. Ni la China ni Scardanelli le entendieron un carajo, porque como debía ser común entre seres de otra galaxia, la comunicación resultaba…compleja, la palabra clave para cortar el razonamiento y no dar ningún tipo de explicación. El Yo que dice yo se quiso explicar, o por lo menos lo pensó:

…En una mañana, cualquiera sea su nombre, alguien de este barrio debe salir a buscar un pedazo de sol y algo de vida para llegar hasta el atardecer. Tarea ardua, difícil, no carente de discusiones, malas palabras y algún gesto de cierta bondad. Pero algo así debía pasar en cualquier parte del mundo. Lo que sospechaba era que un habitante del barrio Rivadavia sería capaz de infiltrarse en cualquier especie de la galaxia, y pasar medianamente desapercibido, adoptando como propios usos, costumbres y lenguaje de cualquier otra forma de vida. Era algo así como un apéndice especial de supervivencia y adaptabilidad que venía en el paquete barrio Rivadavia. Lo contrario era imposible, porque nadie que no fuera del barrio podía actuar tan convincentemente como si lo fuese de toda la vida, en algún momento ese falso ropaje se le caería y quedaría en claro que no era de allí, que era un ser de otra parte imposible de adoptar los ritmos y rituales de un pedazo de espacio que parecía circular de arriba abajo, de abajo a un costado, para perderse con la última tarde de otoño. ¿Especiales? Nada más alejado. Por el contrario, tan corrientes como las hormigas o las cucarachas, que podían hacer sus nidos y agacharse ante la reina sin equivocarse en nada, y eso en cualquier parte del cosmos. ¿Serían la nada, ellos tres? Poco importaba, porque la nada y el todo eran caras de una misma moneda filosofal que ya estaba fuera de circulación. En verdad las hormigas y las cucarachas se habían apoderado de todas las monedas y las habían acovachado en sus casas, porque no vaya a ser cosa que sucediera lo del fin del mundo, otra vez. Podía ser en forma de virus mortal, alimentos envenenados, ondas cancerígenas 20 G o nubes de humo asesinas. Como sea, allí en el barrio los entes estaban preparados para salir al otro día del apocalipsis y volver a juntarse en la parada del bondi, preguntar dónde está la próxima movida, adivinar quién es el nuevo presidente, pasar por el chino y pelear dos mangos del atado de puchos, seguir diciendo las mismas cosas del día anterior sin perder la trama de la historia. Los mejores habitantes eran esa clase de poetas olvidados, capaces de reconstruir sus voces desde la nada, adaptándolas para todos los tiempos, superando al esperanto y al dulce de leche, y chupando mate siempre. Pero con lo bueno viene lo malo, y andá a saber quién carajos era del barrio en París o en Londres, imposible descubrirlo. Los invasores, esos seres de serie televisiva que se mezclaban en la normalidad de cualquier ciudad del planeta Tierra, por lo menos tenían el meñique fallado. En cambio, los entes del barrio Rivadavia, no presentaban ningún rasgo distintivo una vez que se amoldaban a cualquier otra cultura de la galaxia. A lo mejor, hasta Carlos Sagan había vivido en una casa tipo chorizo de Francia esquina Garay…

La China se levantó del cordón sin decir nada, dejó la botella en la vereda, y se fue sin saludar. Scardanelli, no conforme con ninguna respuesta, amante de las preguntas perdidas, la siguió con un gesto de duda hacia el Yo que dice yo, que se quedó solo contra el paredón. ¿Había dicho todo eso? Justamente, pensó, mientras miraba cómo la noche ganaba la prioridad de paso sobre la tarde. Justamente, tenía que haber de todo en esa esquina, sino qué sentido tenían sus vidas.


****Y para fondo de nada:

************************Humildemente, Juan*********Y todo, y nada**********************************



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