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En la cocina de Godard

Fin. Se daba cuenta que su vida se había convertido en un largo obituario, con nombres de personas y cosas que ya no estaban ahí. Y lo demás seguía adelante como si no importara nada, entonces él sentía que esa distancia – cada vez más larga – le indicaba lo obvio. Pero lo obvio no debería ser escrito nunca, porque de alguna manera ya está expuesto, ya está ocupando su lugar, así que podía ser que mientras él estuviese en pie, todos esos nombres y cosas que ya no estaban, etcétera. Lo obvio con obviedad se paga. Tomó dos tragos de cerveza, bastante largos. Todavía hacía frío en esa esquina de siempre, Garay y Francia, donde por suerte no había ningún balcón a medio caer, a medio hacer. Y pensó en esas cosas que empiezan a realizarse con tanto entusiasmo, y que después son abandonadas llegando a la mitad, para luego dejarlas ahí y que el tiempo se encargue y ojalá que no pase nadie cerca porque se viene abajo todo y ¿quién se va a hacer cargo? El Yo que dice yo no estaba en su mejor día, quedaba claro. Deseaba, más que nada en el mundo, borrar de su memoria lo que ya estaba borrado de la memoria del resto de la humanidad. Nada demasiado raro, capacidad de adaptación, mecanismo de supervivencia, una obviedad más. Olvidar, en lo posible, lo mismo que olvidaban los demás. Y no, él tampoco había visto todas las películas de Godard, pero se sentía tranquilo sabiendo que ese tipo estaba vivito y coleando en algún geriátrico especial donde descansaban tranquilos todos sus artistas favoritos. Eso le daba la tranquilidad de que su mundo todavía resistía de pie – o por lo menos recostado en el sillón de un comedor común – frente a esas nuevas olas que venían cada vez más separadas, menos intensas, superficiales como cualquier alfombra roja de cualquier ceremonia de premiación cinematográfica. Un premio a seguir contando la misma historia con los mismos giros y formas que se venían contando desde siempre, aceptando las mismas reglas y adaptando todo a lo que la industria necesitaba para subsistir como creía que se debía subsistir. Puro maquillaje. Pero eso sí, el mejor, el más caro y el más simple para compartir en las redes sociales. Ya tal vez sería ahí donde escaparía la joven Odile si tuviera que cambiar 1964 por 2022. A lo mejor, ese baile icónico y rebelde sería deglutido en dos segundos por un reel de Instagram, y que pase lo que sigue. A pesar de todo, a pesar de la tarde, a pesar de las muertes de sus personas y sus cosas, el Yo que dice yo había realizado una última ceremonia. Se puso a ver la anteúltima de Godard, que ya había visto un par de veces. Y se sintió tranquilo, pero esta vez lloró. Las escenas del perro le trajeron recuerdos de su propia infancia, donde todavía el pensamiento no había llegado de lleno para estropearlo del todo. Se quedó con esa idea de que el perro es el único animal que piensa primero en amar al otro que en amarse a sí mismo. Extrañó a su perro. Y mucho más allá, deseó ser su perro, para ser captado por el ojo único de Godard y salir corriendo a los brazos de su amo, y dar amor solamente por dar amor, sin dar tantas vueltas sobre sí mismo para morderse la cola. La China le hacía acordar a Odile, a la hermosa Karina, musa del Godard icónico de los sesenta. Pensó en ella, en ellos. Porque también estaba Scardanelli con sus idioteces y su filosofía de barro y sus peleas contra la nada misma, era todo un Franz. A él le quedaba Arthur, y estaba bien con eso. Los tres volverían a estar juntos más tarde. A lo mejor, quedaba alguna aventura sin sentido más como para encarar en el barrio Rivadavia, o en el palacio Municipal, pintar algún bigote, escrachar alguna fachada. ¿Pero a quién le podía impactar eso? Además, cualquier pavada por el estilo estaba pensada para ser subida a la red social correspondiente, en busca de los 15 likes de fama – o minutos, o lo que sea – para comenzar a ser compartido por quienes lo único que comparten es una mención para el sorteo de una amoladora fabricada en Taiwán. Y todo ese mecanismo que lo extrañaba, y que deseaba exponer al mundo al igual que Godard se lo había pasado haciendo con el cine. ¿O no se daban cuenta que era todo cuestión de sonido, imagen y lenguaje?. Y que esas cosas podían ser descompuestas, comprimidas, expandidas y enviadas a la otra dimensión, y que eso era hacer cine, y todo lo otro era repetir lo mismo año tras año para la premiación que sea, para dejar tranquilx al espectador. Entonces, el Yo que dice yo pensaba que sería muy bueno exponer toda la materialidad con la que trabajan las redes sociales, hacerlas implosionar, y que de una vez pudiéramos sentir que había cosas para revolucionar, que el arte no solo era una cuestión repetitiva de cosas esperadas por grandes corporaciones o pequeños mecenas con cargo de conciencia. Implosionar. Imagen. Metáfora. Lenguaje. Terminar con todo para empezar otra vez, antes del cero, pero teniendo en cuenta que las cosas esas que tanto amaba y esas personas que tanto quería, sí habían dejado una huella, la del nuevo inicio, la del tropiezo final. El último culito de la botella de birra fue en honor a Jean Luc. La imagen que se le vino fue la de su cocina, donde salían las ideas para el resto del día, una cocina sin ventanas, una cocina donde el horno no funcionaba, una cocina que solo esperaba ser devorada por el horno, una cocina que era él con sus huellas que ya no estaban, una cocina con el olor y el color de la realidad de la imagen: la realidad es imposible para la imagen. Pensar en eso, y seguir después:

*************************************************Con humildad, Juan********************************todavía bailamos, si nos animamos a mover los pies****************
 

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