“Si voy a
ahogarme…si he de morir ahogado…si me ahogo...” (Stephen Crane: El bote abierto)
Nada especial, algo siempre suele fallar. La gente falla, las cosas fallan, el destino falla. Un desperfecto en cualquier momento y un giro terráqueo que vuelve sus fauces sobre alguien. De tantos y tantas solo uno se perdería el mañana en aquel naufragio. Lo ideal hubiese sido no estar allí. Pero lo ideal nunca termina de suceder por completo. Somos eso, un ideal que choca contra las rocas de la realidad, y que deja de serlo. Pero nos damos cuenta cuando ya es tarde, la única manera que tenemos de entender lo que nos rodea. Todo es comprensible cuando ya no importa, cuando ya no está.
Lo lindo que es poder respirar. Seguramente no hay nada mejor que poder salir a la superficie, levantar la mirada al cielo, reconocer las nubes y tomar impulso para meter todo el aire posible para hinchar los pulmones, y que queden al borde de reventar. Unas malas olas, violentas olas que te juegan en contra. Aunque en verdad no juegan para nadie, solo están allí como manifestación de la indiferencia de la fuerza natural hacia los seres en general, hacia mí en particular. No hay sentimiento alguno, solamente prepotencia de la naturaleza, que impone sus condiciones cuando le viene en ganas. Lo importante es no estar ahí en ese preciso instante, ser un animal inteligente, leer el ambiente de la mejor manera, rastrear algo de sabiduría heredada. Desafortunadamente, no siempre es así. A veces, el azar juega su partida de espaldas al púlpito y puede tocar el peor de los números. Esta vez, de todas las personas que están varadas en el mar, me tocó a mí quedar envuelto entre el oleaje más pesado, en un punto donde es imposible escapar. Y comenzó a sacudir la furia del agua salada, la peor cara de la borrasca del Atlántico sur. No tuve más remedio que empezar una lucha que sabía perdida de antemano. Como la vida misma, pensé, el final es único e irrepetible, y hay que estar a su altura. Pero igual está ese impulso hacia la vida, tan inútil como valorable, honrado, que compartimos con todas las especies. Las brazadas eran una verdadera bestialidad, con todas las fuerzas y dos posibles desgarros exagerados de extremidades casi muertas. El resultado cada segundo empeoró, como es natural. Jamás estuvimos a la par, era claro que tenía perdido el intento, y así pasó, así se fue mi esfuerzo hacia el fondo del oscuro mar. Los ojos cerrados, las vueltas eternas y el golpe en el fondo de todo, el fondo de la humanidad, el final de la vida. Y claro que sentí esa especie de goce del final, esa suerte de salida tranquilizadora. Dejar de luchar, abandonar los esfuerzos y liberar el cuerpo hacia la muerte, el dulce descanso. Pero sentir que no se puede respirar es algo terrible, es lo peor que puede sufrir un ser vivo, incluso más insufrible que cualquier dolor. Porque hay una impotencia encima que golpea en el medio del pecho también. Dos dolores que se unen para crear uno nuevo y aterrador, el sentimiento del ahogo. La vida que no se pasa en ese instante, porque el pensamiento se apaga por falta de energía, no hay caras extrañas ni escenas de un pasado ideal que, por cierto, nunca existió. Pero claro, la posible muerte embellece cualquier momento en el que uno se recuerde respirando profundamente. Eso sí, lo que se siente es un arrepentimiento por no haber aprovechado todos esos momentos en los que uno se despertaba y daba las primeras exhalaciones en el amanecer, cuando el aire es más puro porque no fue contaminado por los quehaceres del día, los tumultos de la rutina. Único e irreparable instante, menospreciado por ser tan recurrente y normal. Si hubiera aprendido lo hermoso que era sentarse en la cama a respirar, una, dos, tres, cuatro, cinco veces, a lo mejor no estaría rodando por el fondo de alguna playa desierta, sin poder escapar al poder irrevocable de las olas, que no me van a dejar en paz. Entonces llegan los últimos instantes de vida, las pequeñas partículas de aire que quedan alojadas en los pulmones antes de que sea todo una realidad líquida, mortal. El cuerpo ya no puede hacer nada, no hay más resistencia. La batalla terminó y no va a cambiar en el último suspiro, como un boxeador que se desconecta por unos diez segundos y pierde toda su valía. Salvo que esta vez, sí que toca llegar al final.
Y resulta que todo esto se termina acá, esta noche, en estas aguas, a la deriva de un paseo que no tenía pensado. Uno de tantos caminos que podría haber elegido, un dado tirado al aire por el destino, y mi número en el firmamento. De todas las personas que están flotando en el mar, una sola termina su vida acá, ahora, hoy, en este naufragio. Ese final es el peor, porque es una cuenta regresiva de oxígeno, que se va escapando del cuerpo hasta que se siente que algo está por romperse, bien adentro. Otro fondo, el hueco hondo del cuerpo, un algo que estaba ahí adentro y que no había sentido nunca. Un último acto reflejo, un sacudón espasmódico de existencia, el último eslabón perdido de vida, eso que también compartimos todas las especies. Y las olas que siguen su curso, como si nada se hubiera apagado. Un eterno rebotar entre sí contra piedras y fondos de arena, un espectáculo de espuma y burbujas que explotan de rabia para dar una imagen ideal a quien puede ver a lo lejos, tiempo después, desde lo más firme de la tierra, mientras con los ojos cerrados, se exhala una generosa y deliciosa porción de aire puro de mar, pensando en el futuro, en el horizonte perdido por algún desgraciado que apagó lo único que tenía, un suspiro, un cigarrillo consumido por el frío de la última noche.
*****Sobre
lo lindo que es respirar…
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