Fin de año


Estaba pensando en esas cosas que pasan en un año – cualquier año – y que son imposibles de prever, o pronosticar. Por ejemplo, el día de mi cumpleaños. Un 24 de febrero, una mañana más, una noche menos, nada especial. Algún saludo con buenos deseos, un presente modesto, signo de estos tiempos inflacionarios. Y a dormir temprano porque al otro día la rutina sigue más o menos, y las lecturas y las escrituras también. Parece una jornada muy predecible, tanto que podría afirmar que el próximo 24 de febrero – que caerá un viernes – va a pasar más o menos lo mismo. Pero no tanto. El último 24 de febrero se produjo un hecho histórico, bastante impredecible, bastante difícil de repetirse: comenzó la invasión rusa en Ukrania. Una guerra. Y no cualquiera. Una nueva guerra a la salida de la pandemia, una muestra de que el período de gracia del nuevo siglo se había terminado, y que el nuevo siglo empezaba a parecerse demasiado a todos los anteriores, como una nueva temporada de una misma serie distópica que empieza a aburrir. Eso de que la paz sería el futuro, que tanto se cantó en el siglo pasado, continúa siendo una utopía propagandeada por Yoko Ono en sus redes sociales. Tampoco es la única guerra que hay en el mundo, ni la única invasión. Todas las potencias mundiales – Estados Unidos, China, la Unión Europea, Rusia – tienen su muerto en el placar. Mejor dicho, sus cientos de muertos, un contador macabro que no paró nunca en la Historia de la humanidad, y que no tiene un horizonte final. Así que feliz cumpleaños y que las guerras te acompañen. Lo que quiero significar en estas breves líneas de escritura de final de año, es que resulta imposible predecir las cosas que van a suceder, aunque si se pone la lupa donde corresponde, algo podríamos adelantar. Esto es, tampoco nos podemos hacer los inocentes al cien por ciento. Hechos violentos y horribles van a suceder en el 2023, lo siento. Y lo digo de todo corazón, porque duele que sea tan inevitable. Y mucho más duele que quienes por ahí tienen la chance de disminuir ese contador macabro, no van a hacer nada por detenerlo, al menos, un par de días. Porque ser violento con los demás es algo tan fácil y natural, que ya se toma por costumbre humana. Y la violencia también puede ser simbólica, y esa es la que más pasea por el patio de las redes sociales y de los ambientes de las casas de cualquier habitante del mundo. ¿Qué podemos hacer? Ejercicios diarios, al mejor estilo Grapefruit de Yoko: imaginen una casa en la que sólo se puedan dar abrazos y decir cosas lindas como un simple “te quiero”. Ahora, dejen de imaginar y pónganse a practicarlo en la propia habitación. Imaginar es hacer, la imaginación al poder. Pero una imaginación que no es violencia, sino todo lo contrario. Y que se me acuse de inocente, no hay problema. Con el paso de los años, cada 24 de febrero, me doy cuenta de que soy capaz de absorber una gran cantidad de violencia. Que no me cuesta mucho seguir adelante mientras recibo estímulos violentos por todos los medios que existen. Y que quienes caminan a diario al lado mío, actúan de la misma forma. En esta esquina bendita de todos los años, Francia y Garay, barrio Rivadavia, cientos de personas pasan todo el tiempo viendo como sufren otras ciento, y no parece que los afecte demasiado. O tal vez sí, pero lo disimulan muy bien. Y ya está, esas fueron más de quinientas palabras de catarsis…

…Desde acá y hasta el final del año solamente viene una descripción de la última juntada de esos tres amigos: en la última tarde del año, la China, El yo que dice Yo y Scardanelli, se sientan sobre la medianera de la esquina de siempre. No se miran. Simplemente levantan las botellas de cerveza caliente, y se mandan el fondo más profundo que pueden. Habrá que suponer que es una costumbre, o que se les ocurrió en ese particular momento. Y no hay palabra para mediar el ritual, no hay un feliz año o próspero año nuevo. Porque para pelotudeces están las propagandas, con esas sonrisas falsas y esas mesas irreales donde cada participante de la fiesta parece estar viviendo el día más feliz de su vida. Ellos no tienen mesa, tienen calle. De sus copas no sale ninguna bebida exquisita, y al otro día no tendrán una vista de lujo en Copacabana. Sin embargo, el ritual alcanza para que ese momento sea único e irrepetible. Hay sentimientos, sobran sentimientos, y en eso ninguna propaganda les llega a los talones. Hay también costumbre de especie, porque a pesar de las cosas que no salieron bien, a pesar de toda esa violencia y malos tratos que se aguantan, el desenlace del año es amable, es rutinariamente amoroso. No hay lugar para la vergüenza y la mezquindad, el cariño es real, más real que cualquier otro tipo de sentimiento. En eso se ampara la última tarde del año en el barrio, y desde ese lugar remoto en el mundo, va a proyectarse con la esperanza de siempre: que la utopía esté más cerca de cumplirse, que de una vez el siglo vaya hacia un lugar más amable, que no nos matemos tanto.

Entonces surgen esas cosas que mejor no pedir al año nuevo:

1- Que sea mejor que cualquiera de sus predecesores. ¿Para qué meterle tanta presión? Mejor avanzar día a día, como la Scaloneta mundialera.

2- Que la mesa de celebración sea copada. Ya lo dijimos, eso solo pasa en las propagandas o en las películas de Hugh Grant.

3- Que lo que no funcionó anteriormente vaya a solucionarse ahora. Eso vale para cualquier momento del año, pero en el inicio es fundamental tenerlo en cuenta.

4- Que sea el año en que las promesas quedarán saldadas. Por las dudas, no prometer nada.

5- Que los fantasmas desaparezcan. Eso tampoco va a suceder.

6- Que las cosas mejoren en el barrio.

7- Que las cosas empeoren en el barrio.

8- Que se cumplan todos tus deseos. En serio, primero sería fundamental una buena educación sentimental, para después sí aprender a desear bien. Advertencia: hay que tener mucho cuidado con lo que se desea, porque se podría llegar a hacer realidad.

9- Que camine solo. Depende de cada uno que las cosas pasen o no. Por lo menos en un porcentaje, el resto se lo dejamos a los imponderables que nos esperan a la vuelta del 2023, y que no tenemos ni idea de qué la van a ir.

10- Que esa persona nos salude primero. No va a suceder, y tal vez sea lo mejor. O tal vez no, y seas vos quien tenga que dar el primer paso...

...y ahí se abre la posibilidad de que algo muy pero muy bueno te esté esperando en el año nuevo. Quién sabe, por las dudas, llevate la lista en el bolsillo de atrás del pantalón. ¡Y que tengas un muy feliz año!


*******Siempre se me viene esta música para el año nuevo, vaya a saber por qué. Salud:

********************************************Humildemente, Juan*************************************nos vemos en breve, con nuevo libro de poesía en carpeta************


Apuntes sobre Pynchon y el fin de año


Como cualquier personaje de una novela de Thomas Pynchon: parece que termina otro año y no aprendimos nada. O por ahí no entendimos nada, o no supimos nada, o fue el tiempo el que ganó y nuestro cuerpo el que se consumió en esa fogata inmensa y poco clara que es la vida. Como en una de esas novelas de Thomas Pynchon, escritas con la intención clara de la indeterminación, del planeo inerte entre la derecha y la izquierda, entre los grises y la certeza de que es el cristianismo el régimen más violento de todos, porque se imagina un apocalipsis como forma de cambiar el gobierno, hacia un tercer reino. Y después todas esas alusiones a la guerra como un sinsentido absoluto, como un sentimiento de superioridad abstracto, como la búsqueda de una mujer que ni siquiera parece existir, y que si existiera tampoco ofrecería ningún sentido de nada. La razón abandona de a poco a las historias de Pynchon hasta volverse una certeza que cae en un agujero negro, y ahí la teoría de la novela se mete en el territorio de la física cuántica, y quedamos como meando fuera del tarro. Lectores meones que no embocamos una, y que debemos terminar las historias sin haber aprendido nada. Y esa es la mejor lección de todas, la mejor clase del profesor Pynchon, un profesor destacado de la generación de escritores norteamericanos de la década del sesenta del siglo pasado. Todo lo que parece otro sinsentido, que se une al más llamativo de todos: la decidida vocación por desaparecer que siempre tuvo el escritor, del que algún día nos enteraremos cuándo murió, si es que murió, y cuándo nació, si es que vivió. Mientras tanto el barrio Rivadavia es un cúmulo de sobras de fiesta pasada, tan esperada y emocionante como desmedida. Una fiesta popular que a lo mejor el mismo Pynchon podría explicar, sin llegar a ningún tipo de conclusión, o a una muy certera: la conclusión flotante. Todo eso en la esquina de siempre, que vuelve esta semana solamente para ir despidiendo el año, para marchar hacia otra fiesta y que el reviente se contagie y…

…de repente sea el año nuevo, y otra vez a lo que sea que el gran novelista nos tenga preparado. ¿Habrá sido, en verdad, alumno de Nabokov? Otra cosa que no se sabe a ciencia cierta de la biografía de Pynchon, porque Pynchon no se lleva con las certezas. También se comenta que a veces se pasea por el barrio, y que es muy amigo de El yo que dice Yo. Pero todo es oscuro y de difícil resolución, como una tarde que tambalea en la fina línea que divide la primavera del verano, en el hemisferio sur. Nada más extraño y fascinante que la condición humana y todas sus tramas, sus sinsentidos, como una persona que se trepa a un poste de luz para ver si en una de esas se cae de cabeza contra el asfalto de la calle, y lo retiren en camilla alentando – todavía – a la selección masculina de fútbol. Cosas lindas del barrio, y todo el piberío corriendo con camisetas y banderas argentinas, soñando despiertos con un festejo que se llevó el año…

Pero lo que nos queda es seguir lanzados en esta asombrosa máquina temporal, que nos muestra ahora que la esquina y las calles Francia y Castelli siguen con sus agujeros espacio temporales de siempre. Revolución y sangre, pide a gritos Scardanelli, pero lo que le sale es algo parecido: terminar de bajarse una sidra de marca que consiguió de canuto la China en su laburo. La gloria siempre está a mano si se la sabe moldear. Todos tenemos una copa del mundo más o menos cerca, y es preciso ir tras ella y jugarnos algún buen partido de vez en cuando. Y ojo con que nos den vuelta el resultado faltando nada para que se termine todo, porque después vienen los penales y eso sí que suena más a dilema judicial que a romanticismo barrial. Avanzar, pero dando vueltas en el mismo lugar. ¿Avanzar? ¿Hacia dónde? La pregunta es para Pynchon, esperando una respuesta propia de Pynchon, que sería la siguiente: “Al fin y al cabo una obsesión semejante es un invernadero: temperatura constante, sin viento, exceso de caprichos multicolores, de brotes desnaturalizados”. Tal los efectos de leer una novela con cualquier partido del mundial de fondo, mientras se intenta decodificar los sucesos de algo que siempre aparece hiperbolizado, y que vaya a saber qué efecto tendrá el año que viene. Entonces empezamos a despedirnos de todo esto que fue aconteciendo, con la certeza de que mañana – o pasado- habrá que empezar de vuelta con vaya a saber qué teoría desopilante dando vueltas por el universo, que se contrae en esos fragmentitos de video que ahora tienen todo el rating que se llevaba Grande Pá los martes en la vieja tele de los noventa. ¿Qué de todo eso? Una ayuda de Pynchon, quinientas páginas de una novela que tenga setecientas formas de ser interpretada, que es lo mismo que decir que no hay manera de que tenga sentido, y que justamente eso sea lo más cerca que vamos a estar de entender la realidad, los sucesos y sentimientos que decidimos que valen la pena ser rescatados en un futuro, ese extraño lugar que vivimos queriendo habitar de la mejor manera, aunque sospechemos que no va a ser posible. Eso de que “este momento” se me va a aparecer siempre porque es un hito inolvidable, y menos mal que fuimos contemporáneos al penal que pateó un jugador de apellido Montiel, y mucho menos mal que fuimos contemporáneos a Thomas Pynchon y sus novelas. ¿En serio, menos mal? Quién sabe, esa podría ser una salida, pero hay tantas que se nos escapan, que habría que dejar un atajo por acá, un salto espacio temporal por allá y salir en cualquier lado, a la vuelta de un agujero negro, un argumento escrito que pudo haber sido, pero… "V."


****A seguir descorchando brebajes, que la fiesta no terminó:

*********************************************************************************************************Humildemente, Juan********soñando sueños imposibles******Cheeeeeeeeee!!!!!******


Revuelto de poesía

 

Ni un centavo de olvido,

ni un asalto de recuerdo,

un reloj de cuerda colgado

del cuello

del último eslabón,

el segundo final

del primer degollado

de esta tarde.

 

Destino,

al fin,

aunque no se sienta un carajo,

cerca del riesgo,

en el mar,

buscando

entre esas cosas

una verdad,

una belleza,

intento inválido,

primaveras mustias

- o chotas, mejor escrito –

rozadas con el máximo placer,

un desplante lujurioso

con el susto de la carne,

que tan drama es.

 

La pregunta por excelencia:

¿A dónde con esta escritura?

Hacia la equivocación

de bocas,  que se encontraron hoy

para separarse mañana,

para volverse a perder en unos años,

¿qué importa?

contestan falsos filósofos

sin documentación,

alucinantes graduados

en desconsuelos y soledades,

malos pagadores de precios

de ataúdes vacíos,

metálicamente infalibles,

 a bordo de una botella,

una petaca del caminante,

miel de poeta

con mucho sudor

y mierda sin marca.

 

Hora Zero,

más uno,

extremo condenado

a la pérdida

de su hígado,

lo que se le pide

a un amigo

quedando pocos

despiertos en el alba.

 

Final de loma,

caída plena

en un apagar

de luz nocturna,

ardiente asesino

de palabras,

que flota

al margen

de una Historia muerta,

con personajes ausentes,

caminos desencontrados,

y todas esas noches

que no te supe ahí.

 

******Para qué carajos existe un poeta en el barrio Rivadavia, no tengo idea. Existe y ya está, lo demás no importa mucho. Espero no perder la voz después de gritar tanto en la esquina, que ya no tiene señales porque ayer se las llevó todas el viento. Igual quedate tranqui, algún día de estos me lleva también, y por ahí quedará una huella acústica que no molesta al tránsito. De nada por eso. Igual, como te decía, tranqui. Tranqui, pero siempre atent@. No vaya a ser cosa que no nos quieran llevar. Gracias China y para vos el poema y la música de fondo:

***************************************************************************************************Con humildad, El yo que dice Yo*************por ahí suelo ser un poco insoportable, pero...************************


Sobre predicciones


 Cualquier día es bueno para pronosticar, hacer predicciones. Desde el clima hasta el posible campeón mundial de tenis de mesa, cualquier cosa es factible de ser predicha. Esto quiere decir, ser explicitada antes de que ocurra. Cosa de brujos, brujas, un motivo que viene desde los inicios de la civilización. Por lo general, una actividad a cargo de gente muy pensante, de personajes que pasan por sabios o poseedores de un tercer ojo, una sensibilidad especial para con el tiempo que no es ni fue. Pero siempre con una base racional bien presente, que en lugar de hacer contraste, complementa ese raro sexto sentido que permite conocer sucesos que todavía no consiguieron su realización en la Historia. Y con eso viene la sospecha, ingrediente fundamental para finalizar el ciclo. Porque para ser pronosticador se necesita no solo de fanáticos seguidores, sino también de un grupito de detractores, que funcionen codo a codo en todas las redes (anti)sociales. Después comienzan el análisis fáctico y los resultados que contradicen o corroboran la labor de quien se expuso con sus pronósticos. Y obvio que incluimos el factor racional, porque nadie predice sobre la nada, sino que los cimientos suelen ser muy sólidos, por demás analizados. Por ejemplo, nadie se animaría a predecir que Catar saldría campeón del mundial de fútbol masculino, porque su selección no puede dar más de dos pases seguidos. En cambio, ya existe un dispositivo electrónico – a la “pulpo Paul” – que predijo que Brasil ganaría la copa del mundo. Esa predicción tiene nada de sorprendente, es lo mismo que yo pensaba desde el año pasado, y que piensan otros cuantos millones de personas. En fin, nadie pronostica sin un poco de racionalidad, o mucha. Las brujas de Macbeth también predijeron sobre una base lógica. Lo que agregaron, por suerte, fue una cuota de sal al asunto: sus predicciones ocultaron información, lo que produjo la tragedia. Hermosa manera de intervenir en el destino de las personas: contar el final, pero sin dar más detalles. ¿Por qué sucede esto? Si los detalles fueran develados, pasarían tres cosas:

- A lo mejor el suceso no se llevaría a cabo, por precaución de los actores que preferirían no justificar los medios.

- Por astucia, o un poco de maldad. Omitir para disfrutar del desenlace trágico. Que las hay las hay.

- Para que la historia se desarrolle, tenga un sentido, y quienes la leemos no la abandonemos en las primeras páginas.

Por esto último es por lo que existe la literatura, y tal vez es la mejor manera de definir al autor: una suerte de pronosticador, que va ocultando información deliberadamente, hasta llegar al final donde se completa la historia que ya sabía que sería inevitable. Y todos los lectores somos como Edipo, y terminamos cometiendo el crimen que no sabíamos que iríamos a cometer. Nos intentan alejar primero, para meternos en el medio del embrollo después. Y al final terminamos arrancándonos los ojos. Pero esto sería una predicción más, que a lo mejor es preferible dejar de lado.

Y otra cuestión que me obsesiona desde hace tiempo, que es la del monstruo. ¿Qué hay con el rol de pronosticador del monstruo? Debido a la carga de irracionalidad que lo caracteriza, el monstruo no estaría calificado para predecir nada. Sin embargo, resulta que su capacidad dañina tiene un sentido. Reiteradamente, el daño que ocasiona el monstruo se direcciona hacia un determinado lugar, dentro de un radio limitado. Y hacia allí va, como sabiendo que sus golpes son los adecuados, y que son enviados hacia los objetivos adecuados. ¿Y por qué motivo? Solo el monstruo lo puede saber, y es lo que tanto obsesiona a los hombres, las mujeres, que intentan a su vez predecir los daños para minimizar los riesgos. De predecir se trata, como manera de protección. Lo que se busca, en definitiva, sea quien sea el que predice o pronostica, es estar preparados para el suceso que fuera, y con esa información actuar para buscar el mejor final. Otra vez, como un escritor, una escritora. Como un detective envuelto por la niebla de un anochecer húmedo y muy de mierda en el centro de la ciudad de Mar del Rivadavia. Un detective que sabe muy bien que alguien puede haber muerto esta noche, y que es su deber intentar develar el misterio, descubrir al culpable. Pero claro, trabaja totalmente a destiempo de quien predice, del oráculo, de la bruja, del monstruo, del sabio. La labor del detective es predecir cuando ya es tarde, llegar cuando no hace más falta. Descubre la verdad en tiempo presente, pero es una verdad que transcurrió en el pasado, que no tiene nada de predictivo. Por el contrario, una historia contada por el detective ya pasó, porque es un especialista en llegar tarde. Y cuando logra la verdad, por lo general la Historia se queda igual, nada cambia, salvo el hecho de que él ha descubierto lo que ya pasó. Es un sabio del pasado, totalmente inútil. Nadie contrata a un detective para predecir, sino más bien para corroborar una sospecha sobre algo que ya pasó. Labor de poeta, labor detectivesca. Siempre a destiempo y con una racionalidad resignada. Y en eso mucho mejor ser monstruo en presente destructivo, irracionalmente dirigido a romper aquello que intuye como peligro venidero. O mejor ser una bruja, un sabio o vidente, para poder cobrar un buen sueldo por tirar informes de un futuro que podría ser prodigioso. Un futuro que es tierra desconocida a la que se quiere llegar para sembrar lo que mañana va a hacer falta. Saber, y de eso se trata todo este padecimiento superfluo, saber hacia dónde dirigir nuestras fuerzas para no sufrir tanto, para no terminar cagando la historia y regalando una tragedia más al próximo escritorzuelo con hambre de amasar una futura fortuna. ¿Fortuna? ¿En esta noche? ¿De espaldas al general? No jodan, que la bola de cristal es un invento de lo más inverosímil, y que por desgracia se empaña seguido con tanta humedad. 


***Texto provisto por Scardanelli, un poco mareado de tanta birra, y con la siguiente música de fondo:

************************************************************************************************Con humildad y sacrificio, Scardanelli*********************nostalgia futura****************

Algo del mundial


La cosa es más simple de lo que parece, ojo. Si uno se encuentra encerrado en un cuarto ciego, con solo una puerta como abertura, y tiene que decidir cómo escapar de ahí, ¿cuál sería la forma adecuada? Una pregunta que la China dejaba picando, como la pelota que había ingresado a espaldas del arquero de la selección Argentina. El Yo que dice yo, más atento a la desazón mundialista que al acertijo, insinuó que lo que había que hacer era voltear la puerta de una buena patada, esa misma que le hubiese dado al diez de Arabia Saudita para evitar el gol de la derrota. Pero no era una buena respuesta, estaba seguro. Porque todos sabemos cuando respondemos justamente lo que no se debe responder. Entonces Scardanelli, tomando la botella de cerveza en un horario que no parecía adecuado pero que venía bárbaro como desayuno nutritivo made in Barrio Rivadavia, expuso la teoría metafísica por la cual en realidad no hacía falta salir de ningún cuarto cerrado, porque no había cuarto al no haber sujeto, o porque al haber sujeto era imposible cualquier tipo de escape. Cosas de sujetos sujetados, y cierres cerrados que no vale la pena romper. Como le estaba pasando a todos los jugadores argentinos, las cartas estaban dadas y era imposible ir en contra del destino, si el partido mostraba la derrota como predicativo, ¿para qué intentar algo en su contra?. Nada se puede hacer contra la moira griega o destino romano. Mucho mejor seguir la corriente del aire acondicionado de los estadios cataríes y ser el perdedor que se está planteando, llevado en alfombra mágica marca Aladín. La China tomó su trago de cerveza, un poco aburrida de ver un partido más de un juego inglés que no entendía por qué le gustaba tanto a tanta gente, y mirando a los otros dos les dijo que la respuesta más acertada era la obvia. Para salir de un cuarto cerrado por una puerta hay que girar el picaporte. En caso de estar la puerta cerrada, más vale intentar con la llave correspondiente, porque la respuesta muchas veces es la más lógica, directa y sencilla. Todo lo demás, corresponde a esa inclinación ficcional que tienen todas las cabezas y corazones de los seres humanos. Y por eso es que hay tanta exageración alrededor de cualquier partido de ese juego inglés, que vaya a saber por qué impactaba tanto en el barrio. ¿Y dónde estaba la clave para mantenerse al margen de tanta locura futbolera? Tal vez las selecciones que hacían gestos para repudiar la violación constante de los derechos humanos en Catar saben a poco y nada, porque mucho mejor sería que no participaran del show, sino ¿qué impacto tienen un himno no cantado o un gesto a la cámara?. Si después se sigue jugando como si nada: ninguno. Pero los actos revolucionarios bajaron su intensidad y hay que resignarse. Ahora había selecciones de países piratas que se dedicaban a protestar por lo que sucedía en otras latitudes, ignorando las atrocidades cometidas por su propia monarquía. Todo eso llevaba al consuelo, ya que los tres amigos estaban en una situación más que complicada: encerrados en una piecita de Francia y Garay, a las ocho y media de la mañana de un martes, desayunando una cerveza tibia, mirando la derrota de la selección que representaba a su país en el mundial masculino del deporte inglés más popular de la cuadra. Parecían estar encerrados en ese cuarto, con una salida lógica que no se les aparecía por ninguna parte...

...En eso termina el partido, el árbitro – que parece que tiene un prontuario gigantesco de canalladas cometidas en su país natal – señala la mitad de la cancha, los jugadores argentinos caen al suelo desconsolados y los saudíes caen con sus frentes hacia la tierra para cumplir con el ritual de la religión que profesan, porque saben que su Dios atiende a pocas cuadras de la cancha y los ha escuchado y visto, por lo menos hasta el minuto treinta del segundo tiempo. Los tres amigos se miran como preguntándose y ahora qué, cómo arrancar un día después de todo ese ritual que los había dejado peor que al principio. Lo mejor sería ir en busca de alguna pista para resolver el crimen más perfecto de todos: la construcción de esos rituales, esos espacios, que nos inventamos y que no nos hacen para nada bien, pero que son tentadores. Porque sí, qué se yo, parecería un buen plan, compartir algo con amigos, como la Navidad, el Año nuevo cristiano o la conmemoración de una batalla en la que murieron unos cuantos de miles de personas para poner un mojón divisorio en un territorio que en verdad nadie quiere. ¿Y a qué dioses le rezarían sus jugadores? Por el barrio Rivadavia, no parecía haber huella de ninguno, o de ninguna. ¿Sería posible un pedazo de tierra sin dioses, sin diosas? A Scardanelli la idea no le interesaba demasiado, para su lógica materialista la pregunta carecía de sentido. Una ilusión óptica más, la idea de cualquier dios, cualquier diosa. Y por ahí por eso se habían perdido tantas cosas por el barrio, pensó la China. Rezar al dios o la diosa correcto sería fundamental para el buen desempeño de la economía, ¿verdad?. Claro, esa misma mañana había debutado el nuevo plan para congelar los precios de las cosas en los supermercados, y la China sabía que en el laburo iba a ser todo muy jodido, y que la idea era otra buena intención sin eficacia, como los centros del "huevo" Acuña. El Yo que dice yo miró hacia la puerta, sonriendo. ¿Estará abierta? "Qué ganas de pegarle una buena patada, ¿no?". Pensaron lo mismo los tres, pero no lo dijeron. Porque una cosa es lo adecuado, y otra muy distinta lo posible. 

 

 ***Y para seguir con la fiebre mundialera, nada mejor que una música como esta:

********************Humildemente, Juan*********de noche y de día*************


Sobre los monstruos

No todos los monstruos son terribles. Los hay de distinto tamaño, forma y sentimiento. Aunque siempre desmedidos, se pueden encontrar especímenes muy especiales, que hasta arrojan una idea de belleza inusitada, una huella rupturista que sirve para continuar en medio de tanto caos. Eso tenía en la cabeza El yo que dice Yo, pensando en que la tormenta que acababa de pasar sobre la esquina de Francia y Garay, bien podía ser interpretada como una epifanía, y no necesariamente como un diluvio insoportable. ¿Mirar las cosas de buena manera? ¿Se había convertido en un libro de autoayuda? No, no podía ser. Lo que tenía era la presencia insoportable de un libro en particular, de un escritor súper particular. Rodolfo Wilcock en el Barrio Rivadavia. Se imaginó esa mezcla, y se vio en espejos brillantes y hermosos, arropado por la piedad de un escritor nacido para no ser estrella, pero para decir lo suyo. Y con eso estaba más que bien, no hacía falta el raje para Italia. ¿Cuál era la necesidad de un escritor por irse a morir a otra parte del mundo, esa que definitivamente no es su casa? Ese día, en particular, había estado brillando un sol de verano, pero la lluvia había acomodado la estación primaveral, mientras unos cuantos millones de personas sufrían ataques de ansiedad en todas partes del mundo:

1) Por la cercanía de un torneo deportivo, que claramente no tendría que suceder por múltiples violaciones a los derechos humanos de parte del país organizador. Pero ¿a quién le importan esas cosas?, no nos incumbe nada de lo que no  podamos ver y sentir.

2) Porque habían caído un par de bombas en un país europeo que forma parte de la OTAN, y la guerra – sea cual fuera el número que corresponda – mundial estaba muy en camino y bien dispuesta para escribir su argumento.

Dos monstruos más, que según la mirada y las ganas de escarbar  podían ser tratados desde perspectivas absolutamente disímiles. A mis monstruos los tengo bien domesticados, dijo la China toda mojada por el aguacero. Un buen día los pude mirar a la cara y acá quedé, como me ven, mojada pero con una tranquilidad que me ayuda a levantarme todas las mañanas. Tenía razón, porque lucía como alguien que ya no necesita escapar, como esos tristes escritores latinoamericanos en busca de moverse para darle el sentido a sus vidas: llorar por la vuelta imposible hacia un lugar utópico de papel. El Mago de Hoz, casi que gritó Scardanelli. Los otros dos lo miraron con sorpresa. Digo, dijo Scardanelli, que El mago de Hoz termina con la pequeña Dorothy Gale (Judy Garland) diciendo que no hay lugar como el hogar, por lo que parafraseando y luego de tomar un trago de birra del pico de la botella, diría: no hay monstruos como los que uno se inventa. El drama, sentenció la China, es cómo hacer para domesticar los que se inventan solos y se niegan a mover un dedo. Eso a El yo que dice yo lo dejó paralizado, con miedo. Sintió, desde lo más hondo de su cuerpo, que era verdad, que había monstruos que un día habían llegado a su vida, y que él naturalizó. Nunca los había puesto en proceso de degradación, los había dejado crecer y robustecer frente a sus propios ojos. Ojos no, dijo Scardanelli, porque a los monstruos se los ve con otra cosa, no es con los sentidos que uno descubre a un monstruo. ¿Entonces? No quedaban muchas opciones, había que esforzarse para escapar de todo un mundo empeñado en agrandar y alimentar a sus peores monstruos. ¿Cómo combatir la tendencia irreversible? Así expuesto, resulta irrelevante intentar una oposición más o menos esperanzadora. Sin embargo, lo más acertado era esa propuesta Wilcockziana, tratar de mirar – o lo que sea-  a esos monstruos desde una perspectiva mucho más amable, mucho menos patológica. Pero ¿y si la cosa es en verdad muy terrible?, preguntó la China. Los tres miraron el horizonte, que era un par de techos de chapa con restos de lluvia y un último y tibio rayo de sol de noviembre en el hemisferio sur. Cuando las cosas son complicadas, tal vez la mejor manera de transitarlas fuera tratando de encontrar alguna fisura, una falla entre toda esa maldad. A lo mejor una rajadura, un botón desprendido, una hilacha, una mancha desubicada. Con eso bastaría para calmar las ansiedades, con eso los monstruos se acomodarían en el ropero, con eso no molestarían tanto. Pensaban, los tres, en todos los monstruos de su vida, y en especial en los de su muerte. Monstruos que habitaban la inmortalidad, los más invencibles de todos, pero que terminaban careciendo de actualización, porque su manera de asustar estaba ajustada a su pasado en vida. Alivio de perdedores, pensó El yo que dice Yo. ¿Y qué más podemos hacer para sentirnos un poco mejor? La pregunta de la China dejó pensando, en particular, a Scardanelli. Su alma filosófica lo llevó a la salida más corta: ¿qué tal si nos juntamos la semana que viene a tomar una birra y a mirar el partido del mundial, cualquiera que sea?. Los otros dos se miraron, hicieron un leve gesto de aprobación, y ya era un monstruo menos. Si no se puede contra algo, mejor no joderlo demasiado, porque se corre el riesgo de hacerlo más grande de lo que podría llegar a ser. ¿Y con la guerra? Es ese monstruo grande que pisa fuerte, y contra ella no hay más que adoptar el pensamiento del futurismo, y tomarla como la gran hacedora de la Historia, la que hace avanzar la civilización. El yo que dice Yo escupió la cerveza, y dejó en claro que ese era su límite. Eso no, ni siquiera en un acto fallido, o en un atardecer de primavera en el barrio Rivadavia. Porque era verdad, había monstruos a los que sí valía la pena enfrentar. No se puede vivir escapando, ¿no?  


***La música está sugerida, pero me voy por este desvío más estimulante:

***************************************Humildemente, Juan**********************monstruo del barrio Rivadavia***********************


Movimiento


“¿Quién va a venir? Todo es pura bambolla. Nadie hace nada, pero hay que reconocer que se respetan las apariencias. ¿Se fijó en los biógrafos? La gente sigue concurriendo, pero ya no dan vistas. ¿Se fijó que no hay fecha sin que una repartición no deje el trabajo? En las boleterías no hay boletos. Los buzones no tienen boca. La madre María no hace milagros. Hoy por hoy, el único servicio que funciona es el de las góndolas en las cloacas” (dice Isidro Parodi, mientras toma un café con leche en la peluquería)

¿Y por qué carajos se sentían más seguros caminando por las calles del barrio Rivadavia, a la noche, parando en cualquier esquina a tomar una cerveza y fumar un porro? Quién sabe. Pero era lo que sentían y ya, no había nada para explicar. A Scardanelli se le venía a la memoria Isidro Parodi rajado de la cárcel y puesto a laburar en una peluquería justo enfrente, porque a nadie le importaba nada, solamente mantener cierta apariencia de normalidad. Algo que se viene construyendo desde hace siglos, y que cada tanto pierde todo el sentido y demuestra la demencia total de pensar que alguien o algo puede gestar el camino correcto hacia una normalidad que no existe. Y no existe porque es una construcción más, como los puentes, los perfumes y la tinta china. El Yo que dice yo pensaba distinto sobre los relatos de Bustos Domecq, alias Bioy-Borges, porque le parecía una literatura muy inocente, en especial porque todos los personajes paraban en algún momento a tomar café con leche. Hasta la fiesta del monstruo se le figuraba como una feria de mercado en domingo primaveral. La China amaba la capacidad deductiva de Isidro Parodi, pero lo prefería como presidiario, y no como un quejoso hincha pelotas peluquero de la cuadra. Como sea, ahora estaban los tres pensando en que lo terrible para algunos, para otros es el paraíso. Eso, dijo Scardanelli, de que el paraíso crece a la sombra de la espada, se puede aplicar a nuestras vidas. Los otros dos lo miraron, tomaron un trago de birra, y pensaron que esa contradicción, ese choque de contrarios, ese absurdo, un poco que estaba avalado por el progreso de la historia: a caballo entre las guerras y las disputas por cosas, recursos o como se los quiera llamar. En definitiva eran cosas e ideas que, en algún momento, para las sociedades resultaron indispensables. ¿Indispensables para qué? Como esta cerveza, ¿no?, aportó la China mirando la botella medio vacía. Tenía razón, porque de movida no era algo de vida o muerte, cosa que se bastaría con el agua de cualquier canilla. Pero ese otro producto o cosa, más rebuscado, más interesante, ya formaba parte de un estilo de vida, de una manera de considerarse persona. ¿Para tanto? Y para mucho más también, porque ninguno de los tres dejaría de batirse a duelo por esa botella, a mitad de la semana, un día en el que ya empezaba a picar el sol. Sería la tercera o cuarta o quinta – vaya a saber – guerra mundial. Todo por un líquido, como antes el petróleo. Ahora sería una botella de cerveza, y después la desmesura total, la justificación de los asesinatos y los memoriales post traumáticos, debidamente homenajeados con el himno nacional correspondiente y…un buen trago de cerveza, porque las batallas ganadas valen la pena. Del otro bando mejor ni pensar, porque de los vencidos nada se sabe, hasta que en algún momento rompen la racha y dan vuelta la historia, y otra vez a los asesinatos y etcéteras de cualquier guerra. ¿El sentido? Poco importa, porque lo que vale más que nada en este mundo como lo entendemos es el movimiento. Hay que desplazarse para después estar angustiado pensando en cuándo se va a volver. Reencontrar ese estado, ese lugar, ese sentimiento, esa cosa, esa persona, que fueron la razón del todo. Un todo que ya no está ni estará donde lo habíamos dejado, porque nunca había existido desde un principio. Luego el final. ¿Y para qué el movimiento? Vida, siempre. En eso radicaba esa tarde y todas las tardes del futuro. Proteger los recuerdos, seguir en una búsqueda infructuosa de los momentos pasados que ya son irrecuperables. Como en un tango de mierda, dijo la China. Los otros dos la miraron, pero no dijeron nada porque eso parecía esa noche en la esquina de siempre, un tango de mierda. ¿Por qué un tango y no un reggaetón? Porque la nostalgia está adherida al tango por derecho propio. Una batalla cultural ganada hace un siglo, pero que algún día iría a terminar. Seguro, porque el rock va a ser lo más nostálgico el mes que viene. Eso que decía Scardanelli angustió un poco al Yo que dice yo, porque el rock todavía le seguía generando alegría liberadora. Pero era verdad, el mismo movimiento de la vida cambiaba las cosas de lugar, mudaba los sentidos. Como un personaje de Bustos Domecq tomando café con leche, mientras intenta develar un misterio. ¿Qué personaje de ficción puede tomar un café con leche hoy día, mientras cuenta algo de su vida? Alguien que se levanta con resaca un lunes por la mañana, o que debe salir de viaje y manejar cientos de quilómetros. No sé, dijo Scardanelli, suena medio pavote, ni en pedo pondría a tomar un café con leche a un personaje de ninguna historia del barrio, en serio. ¿Qué sentido tiene? Habrá que ponérselo uno mismo, o seguir esperando el milagro del tiempo, del movimiento, que va a llegar pero tarde. Eso, el movimiento en las calles del barrio Rivadavia, la única seguridad con la que contaban.

 

*Y sí, obvio, las cosas tienen movimiento:

**************************************************************************************************Humildemente, Juan****************Y claro, siempre estarás en mí**********************

Juan, el viejo

 

El verdadero dolor es el de tener una libertad que nunca se quiso, y no acordarse para nada por qué. En eso y no mucho más pensaba Juan, sentado en el banquito de las tardes, mientras miraba un arbusto que nunca le había gustado, pero estaba ahí. La imagen, desde lejos, era más bien ideal y bucólica: un viejito canoso y con los ojos vidriosos, sentado en el patio de una residencia, mirando la vegetación, como disfrutando de los últimos embates de una vida realizada, que ya de tanto pasado agradable no daba más, todo en su lugar y bien merecido, y ojalá poder llegar a ese momento de esa manera. En verdad, a Juan se le llenaban los ojos de lágrimas porque tenía problemas en la vista, se le tapaban los lagrimales, y a esta altura de su vida el oftalmólogo le había dicho que no había mucho más por hacer, simplemente secarse cada vez con un pañuelo de tela suave. Lo había hecho las primeras semanas, pero después, como todo en ese SU tiempo, se fue olvidando. No se olvidaba porque tuviese alguna enfermedad degenerativa en el cerebro, sino porque las cosas perdían su importancia, desde hacía tiempo. No sabía desde cuándo, pero estaba seguro que algún hecho en particular era el gran causante de que las cosas empezaran a desvanecerse ante sus ojos, antes de llegar a materializarse en su cuerpo. Olvidaba por decepción. Por eso al arbusto, en realidad, ni siquiera lo percibía. Estaba ahí, como el banco y el patio, y todo lo que lo rodeaba sin interpelarlo, sin modificarlo, sin sentirlo. Las lágrimas caían y él solo esperaba el alivio de que siguieran su curso y lo dejasen en paz, mirando la nada, pensando en qué era lo que lo había depositado en ese estado de olvido voluntario. En algún momento de lucidez, llegaba a pensar que le estaban mintiendo, que tendría alzhéimer o cualquier enfermedad de ese estilo. Pero no parecía. El doctor Juárez lo examinaba todos los meses, y no encontraba nada. El paciente está en óptimas condiciones, sentenciaba, con los achaques de la edad, obvio, pero en perfecto estado. ¿Y cómo se siente de ánimo? Juárez lo chicaneaba, porque sabía de sus tardes al sol mirando la nada, y de sus días en soledad sin recibir visitas. Él lo miraba, con los ojos llorosos pero sin emoción, y contestaba con un lapidario BIEN. Con eso el doctor Juárez no tenía mucho más que hacer. Le daba las pastillas de siempre para mantenerlo con mejor calidad de vida, un apretón de manos y que pase el que sigue. Juan volvía a su habitación, se guardaba las pastillas y se recostaba a mirar el techo, algo que lo relajaba un poco, antes de tener que sumarse a la cena en el comedor general. Miraba las telarañas de las esquinas, las grietas en la pintura blanca y trataba de acordarse de los techos de las casas donde había sido feliz. Había uno en particular  -no sabía bien por qué de eso sí se acordaba - que le daba sensación de haber pasado un buen momento… Ahí, en ese techo color morado. ¿Sería posible que tuviera ese color, que pareciera tan cálido en su recuerdo? ¿Estaría en la habitación, con alguien especial? Hacía fuerza por recordar más, que es la gimnasia más complicada de hacer, porque cuando se es más joven se practica de manera natural, imperceptible, entonces uno la descuida, a la memoria. Y cuando te das cuenta, ya está, perdiste el hábito y no hay manera de recordar cómo se ejercitaba uno para acordarse de las cosas. Es tarde, se terminó el ejercicio y no se puede recuperar más del capítulo. Pero algo había en esa ráfaga de memoria atrofiada, un techo color morado, perfecto, sin rajaduras ni telas de araña. Y el sentimiento lejano pero cálido, de que lo que sucedía debajo de él era perfecto. Cerró los ojos para forzar más el recuerdo. Todo quedó en otro intento fallido, el mismo intento de todos los días, el límite a la felicidad que tal vez nunca había existido. Después de todo, pensaba Juan, es mejor así, no había nostalgia si no había recuerdo.

“Tú también recordarás el pasado con interés cuando seas viejo” (Pnin, Vladimir Nabokov)


*Fragmento de un posible relato, que vendría con la siguiente música de fondo:

*******************Humildemente, Juan*********Y sí que van pasando los años************
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Algunas consideraciones sobre lo que hago


Sacarse los miedos en un par de versos no funciona. Tal vez, solo Espronceda lo pudo hacer con su héroe siempre desafiante y romántico, de su poema que hoy sigue sonando como una de las cosas más perfectas que nos quedan. Y digo que nos quedan porque, por lo general, todo lo genial y grandioso se va degradando con el paso de los días, porque como dijera otro poeta español de antaño, las cosas fatalmente se terminan. Entonces sería bueno recordar y traer una vez más a escena a ese tipo de personajes de la literatura que dejaron sus miedos en el corazón de quien los escribía, en esa alquimia perfecta que, confieso, intento todas las semanas. Para eso exijo la presencia de algunas de estas creaturas, un espacio que podría ser cualquiera, y un tiempo que no va más allá de un hace instantes perpetuo. El resto se bifurca por donde más o menos quiere, con la premisa siempre intacta: los miedos se quedan con quien escribe. Pero, volviendo al principio, esa alquimia no me funciona ni un poquito. A lo mejor, no me puedo despegar de esos personajes que intento contar, y mucho menos me puedo ir de esa esquina de siempre, cito por enésima vez Francia y Garay. Pero como hoy llueve, se me hizo más fácil imaginar que tanto El yo que dice Yo, como Scardanelli y la China tendrían el día libre de mis miedos. Que quede la persona o personaje que escribe y nada más, con todos sus fantasmas encima y sin poder volcárselos a nadie. Será eso lo que uno imagina cuando escribe, que se es una suerte de pequeño Dios, creador de bestias y mundos a los que se nombra y maneja de una punta del texto a la otra, sin mediar ningún tipo de pudor. Y qué alivio poder poner en palabras de otros cosas que dan vueltas por mi propia cabeza, y que mejor ni confesar que estaban allí. Todos esos insoportables muertos en el placard esperando por materializarse en algunas frases, que siempre están mediadas por lecturas caprichosas y experiencias más o menos corrientes, que a cualquiera pudieran haberle pasado. Como presenciar un documental sobre un escritor que escribe, y sentir esa identificación que de no mediar la cámara y el contexto – que podría ser un festival de cine – sería un artefacto que no consumiría jamás, una escena olvidable, un texto que no me molestaría en siquiera mirar de reojo. La lectura de reojo es una gran lectura – y esto es una aclaración – porque le da otro tipo de profundidad al texto, algo diferente, podríamos decir que lo vuelve ciencia ficción, es otro texto. Seguro que el escándalo rondaría en que esa lectura no comprendió para nada el texto y lo que se quiso decir, y que esa lectura es descuidada, errónea y equivocada. Confieso que a mí me encanta, y la prefiero mil veces en comparación con aquellas lecturas que de tan profundas se pierden en el barroquismo interpretativo. Es más, propondría que todas las historias en vez de argumentos deberían tener una sensación general, un color. Entonces el poema de Espronceda sería un negro de vampiro, con un gesto de solemnidad del Dios menos perfecto creado a la media noche. Y así con todo, desmenuzando las palabras, los versos, y trocándolos por sensaciones de cualquier tipo. Nacería algo más que la sinopsis, nacería un nuevo juego. De puro chamuyo, de almas inconsistentes, de holgazanes y desperdicios de lectores. Hoy me encuentro en ese lugar, porque como venía diciendo, no necesito comerme los fantasmas de los demás, perseguirlos y tragármelos para después tener pesadillas insoportables. Prefiero dejar esos fantasmas de lado, salir para el lado que mi estado emocional quiera, y que se lleve puesto el texto de quien sea. La propuesta parece adquirir ribetes heroicos, pero es una sencilla boludez. Afortunadamente, la tormenta pasará y dudo que las calles del Barrio Rivadavia hayan desaparecido – aunque seguro estarán corriendo serios riesgos de ahogo por la falta de mantenimiento de los desagües de la zona -. También, esos imprescindibles habitantes de la esquina de siempre, volverán a salir a tomarse una cerveza, contra cualquier medianera, soñando sus pavadas y sufriendo una vida que no eligieron, pero que ahí está, como una condena destinada a separar los deseos de aquellas cosas que se hacen porque no queda otra. Situaciones límite, argumentos limitados. ¿Cuánto costará hacer salir el sol una tarde de lluvia? Guita, dijo Charly García soplando la vela en su último cumpleaños. Te faltaron dos deseos, le dijeron, como esperando algún otro tipo de respuesta de semejante artista heroico. Pero a veces no quedan más deseos que un par de boludeces, porque hasta eso resulta difícil después de tantos años parados en el mismo lugar, que no es espacial, es un estado de persona, singular, caprichoso, innombrable. Para todas esas cosas alguien se toma el tiempo de leer, y si le queda algún segundo por ahí, molesta a los demás escribiendo. De eso se trata mi labor, que también es un deseo, ese que pido siempre que me toca soplar la velita. Y alguien desde el fondo de una fiesta que no organicé yo ni en pedo, me grita que me faltan dos más. Sinceramente, no se me ocurre nada. Créanme, soy peor haciendo cualquier otra cosa, y encima la paso para el orto. Pero dejo la última advertencia, que remite al comienzo: ni sueñen con que la lectura – y mucho menos la escritura – van a terminar con sus miedos. Pista definitiva: los recuerdos no se van nunca, lo máximo que hacen es esconderse de a ratos, perder un poco la coloración, volverse mudos, bajar la intensidad. Pero nunca se van, como todo lo que existe, se quedan anclados con uno esperando el mañana y sus horas siguientes, hasta que en algún momento llega el capítulo fundamental, ese en el que todo se superpone y sentimos una suerte de síntesis argumental que es una historia tan diferente, que ya no somos nosotros.


********En una jornada tan particular, esa música particular:

**************************************Humildemente, Juan****************************no pensés en eso, yo estoy bien*******

EL DIA PERFECTO


Estaba muy cansado de las malas citas, y de las buenas también. De la copia de malas ideas, y de las otras. Todo ese repertorio le parecía demasiado para otro día más, donde ya sabía de sobra que se iba a encontrar con la China y con Scardanelli, tal vez. O a lo mejor no le tocaría repetir al pie de la letra otro de esos días, porque tal vez era tiempo de soledad. Sí, esas horas perdidas que no servirían para nada en una biografía desautorizada, mucho menos en una oficial, de una vida que sentía densa pero inútil. No por nada en especial, solo porque esas horas sin hacer nada eran las que marcaban una manera de manifestarse en el mundo. La suya, la de El yo que dice Yo, la de un habitante del barrio Rivadavia, en el año que fuera y en la circunstancia que al viento norte le pintara, con sus restos emplumados de ese árbol que siempre arruina los días primaverales, acogotando las gargantas con su pelusa infernalmente alergiosa. Momento, ya estaba pasando algo, comenzaba a abandonar ese estado de inanición circunstancial. Con muy poca cosa, la existencia escribe sus grandes historias. Luego, lo que queda, es venderlas con alguna floritura encima, unas hipérboles bien aceitadas y las dos o tres palabras que espera el mundo entero, el que tanto le importaba, el que saca sus pies a lavar en los cordones del cruce de calles divinas y muertas: Francia y Garay. Un no lugar demencial, mítico. El basural del Monte Olimpo, que se inundaba indefectiblemente con la caída de un par de milímetros de agua, que podía ser de lluvia o de cualquier balde de casa gitana, en una de esas tardes, en la hora indicada del baldeo grupal. Ese sí que era un ritual transversal y sagrado, que caracterizaba a toda existencia. Quizá, similar al hecho de juntarse tres amigos a tomar media cerveza, porque la otra parte se evapora entre charla y charla, delirio y delirio. Y sucesos carentes de significado, hasta que a uno se le ocurre que esa podría ser la trama para una nueva serie televisiva, y por qué no soñar con ser el próximo bum televisivo. Frase de otros tiempos. Mucho mejor y adaptado a estos momentos, por qué no soñar en ser el próximo reel o tik tok o tweet que termine convirtiéndose en tendencia. Por qué no romper el rating en todas las redes sociales y que ese instante largo y tendido y tedioso se convierta en furor. Y después morir en paz, porque ya se hizo todo lo que estaba planeado para una determinada esquina, en esos lapsos en los que unos personajes no hacen más que nada. Porque tampoco andan con ganas de hablar y comentar lo mismo de la semana pasada, y mucho menos compartir pensamientos que ya fueron pensados, amores que ya fueron inventados por otros y sucesos que ya fueron degradados tantas veces por los portales de comunicación androide. Suficiente, los campeones son siempre los mismos, todos los años, pero hacemos como que parece algo nuevo, damos vueltas en el mismo círculo que apenas si nos contiene, porque en verdad no nos quiere para nada. Pero no lo podemos soltar, como la falopa dura, una realidad que atormenta, pero a falta de imaginar otra… bueno, dame más. El yo que dice Yo no estaba pensando en nada en particular, algo bastante improbable. ¡Claro! Eso es un invento del lenguaje, porque si un personaje se para en cualquier parte de alguna página, algo debe estar pensando, y si es pensamiento se da en el tiempo, y es imposible que no sea algo particular. Ese chiste le llevó un par de horas asimilarlo, y no le causó gracia. Tampoco se rieron ni la China ni Scardanelli, que agotaron un cigarro juntos, para al menos compartir un gesto diferente, en ese anochecer tan poco activo. Un capítulo perfecto para ser pasado por canal ocho o canal diez, los dos canales televisivos que existieron en algún momento en la ciudad de Mar del Plata / Batán. Sería una transmisión de lujo, compartida, pero que nadie vería, porque ya no se ve televisión desde hace mucho tiempo. Gran ficción marplatense, estos tres personajes sentados en la vereda de esa esquina, que puede ser la mejor esquina del mundo si se la ilumina bien. Y no hace falta que haya acción, porque ahora la que hace todo es la cámara, que se mueve, vuela con un dron, usa filtros y muestra las caras en súper alta definición, lo que hace parecer grandes actores a tres simples tomadores de cerveza, sin ganas de nada, en un día en el que no les había pasado nada. O si les había pasado, no tenían ánimo de compartirlo con nadie. Perfecto, menos trabajo para los guionistas, mucho más para el resto. Capítulo uno: tres personas sin historias, sin lenguaje y sin memoria. Una especie de habitantes citadinos en clara decadencia, en retirada hacia una mayoría de edad como tobogán, hacia la caída final en la tierra firme. Tierra, que ya no les pertenece, porque en esta serie todas las cosas ya fueron loteadas, sería uno de esos futuros distópicos, o utópicos para una minoría terrateniente, cosateniente. Y no suenan celulares, por favor, al menos en el piloto, tres personas que dejaron los teléfonos en casa, que es de donde no tendrían que haber salido nunca. Será por eso que no sucede mucho, no hay videos para compartir. Realidad cruda y minimalista, irrealidad alucinante, una botella brillando con ese filtro amarronado, la espuma que cae por un lado y las gargantas que suenan estruendosas, mientras el líquido se cuela por los orificios que tienen los cuerpos, que son el centro del verdadero placer. Y qué carajos pueden importar el resto de las cosas, las buenas malas costumbres y la comida libre de las cosas que son ricas. Para ser un buen cadáver hay que saber gozar de esas cosas que pasan las tardes menos activas, menos estimulantes, esas que van a quedar fuera de la biografía de Wikipedia, pero que suelen ser las más perfectas.


******Una manera de acompañar momentos muertos:

**************************************************************************************************Con humildad, Juan********************más Lou Reed, menos todo lo demás******la foto es de hoy, una esquina ardió en la ciudad*********


Una separación


Digamos que es tarde en cualquier lugar.

-          En el barrio Rivadavia, eso de que en la misma esquina de siempre, ¿verdad?

Digamos que no, que mejor el lugar no tenga nombres, y mucho menos apellidos de próceres que mejor no se hubieran molestado.

-          ¿Pero eso ya no sería parte del “buen decir”?

Digamos que tanto mejor todavía,  sabés que hubo una persona que una vez me dijo que me quería, pero después todo se transformó, el aura que habíamos creado se volvió uno de esos esqueletos deformados de Basquiat.

-          Parece un acto de despecho, el tuyo.

Digamos que podría funcionar así: una noche de miércoles primaveral, a la salida de cualquier esquina, me encuentro con la epifanía tanto tiempo buscada. Y resulta que no la puedo entender, y que me pongo ansioso, y que me doy cuenta que no la puedo disfrutar, y que cuando se hace lo suficientemente tarde, ya no está.

-          Estás despechado.

Digamos que perdí algo que pensé que en algún momento podía encontrar, pero que en realidad nunca tuve.

-          Eso ya es un trabalenguas sin sentido.

Digamos que sí, un juego de palabras liberadas, exentas de cualquier juicio, valor o moral, sencillamente entes desapasionados que juegan en un paraíso artificial de significados.

-          Ahora se pone escabroso el asunto.

Digamos que algo de cierto hay en eso de que el que no arriesga no gana, el que repite no habla, el que se deja pensar por otros no existe, o peor, existe como una cosa masticada, como un resto de vómito existencial.

-          Eso que no vale la pena, como un feriado tirado en el medio de la vereda, con resaca.

Digamos que puede ser un estado comatoso, pero con un final feliz, despertar un día más con la posibilidad de levantar la cabeza y escupir la escalera de aquel que creía que su virtud era la decencia, la innegable pertenencia a la clase correcta, la dadora de bienes, la prestadora de palas y futuros acomodados.

-          Ya no te entiendo mucho, hablás como un Isidro Parodi alcoholizado.

Digamos que es un caso imposible de resolución, pero que atraviesa todas las vidas, porque es el inicio y el final del mismo anochecer, con los dos personajes de siempre, dos detectives frustrados, dos detectives desenamorados, descartados por todas las sociedades de bien común, invitados a vomitar en el inodoro del Teto Medina.

-          Una aberración lo que decís, nada literario, nada interesante, una pérdida de tiempo.

Digamos que ahora no hay espacio para nada más en mi cabeza, que me está a punto de estallar, porque no es gratis soportar cien mil ataques bacterianos por minuto, en algún momento me tiene que fallar todo el sistema, ese instante en el que miro a los ojos a alguien y le confieso un te quiero, te extraño, dame más.

-          El despecho como manera de contar un mundo.

Digamos que para caminar hay que saber a dónde está cada baldosa, qué zapato fue calzado en cuál pie, qué centímetro de corazón es puesto a prueba, cuánta valentía se pondrá en juego a la hora de cruzar el Rubicón.

-          Perder la memoria, como en el infierno.

Digamos que ese es el infierno, perder la memoria, y que es totalmente inevitable, porque es la mismísima definición de la muerte.

-          ¿Y de ahí?

Digamos que vuelve a empezar todo, con sus desmayos, sus trivias de pacotilla, su cambalache mal pensante, sus pasos perdidos, sus historias mal hadadas, sus malversas algarabías, sus gurúes desplumados, sus infantes suicidas y los saltos hacia la nada.

-          Un riesgo absoluto, mantenerse cuerdo.

Digamos que una necesidad crucial para no fallecer vivo antes de tiempo, no nacer con el ataúd sobre la cabeza y el sentimiento.

-          Un despecho cortés.

Digamos que para seguir es lo más saludable, poner sobre las espaldas cada una de las veces que algo no salió de la gota de una lágrima, una muela que se patea a sí misma porque no entiende qué cosa es la que debería haber dicho en ese momento.

-          ¿El de la despedida?

Digamos que es el momento donde los caminos bifurcados se desunen para siempre, donde las singularidades pierden las letras finales y se quedan bajo la sombra del árbol del olvido, uno que no tiene el fruto esperado, sino más bien un racimo de revientacaballos.

-          Eso parece parque Camet.

Digamos que un lugar así, con un lago artificial aprovechado por buitres y jóvenes que van a perder la virginidad mientras consumen lo que hayan podido conseguir por acá.

-          ¿En algún quiosquito de Francia y Garay?

Digamos que mejor no hablar de falsos estados, de falsos próceres y de falsarios dadores de alegrías pasajeras, porque callar es humano.

-          ¿Perdonar divino, esa frase hecha?

Digamos que perdonar suele ser una mierda, porque nos deja con la glucosa baja, y mejor sería caminar en el pantano más alejado de la humanidad y sus cagadas.

-          Para terminar, volver al despecho.

Digamos que nadie puede ser expulsado de donde nunca estuvo, y que en todos los lugares me viene pasando lo mismo.

-          ¿Te sentís solo?

Digamos que no, China querida, tampoco mal acompañado, lo que siento es la falta de puntos en mis razonamientos, y el sobrante de comas cada vez que quiero decirle a alguien que no se vaya, que no me deje, que el mundo son ell@s, que no l@s quiero perder.

-          Sacá las comas, dejá el olvido.

Digamos que escribir es más fácil que mirar esos ojos, porque me siento desnudo, en esqueleto, a la intemperie.

-          Basquiat.

Digamos que no puedo pensar más en eso, que me duele la cabeza, que mejor entierro en un pozo la botella de birra y me vuelvo a donde no tendría que haber estado.

-          Pero estás ¿Sabés, no?

Digamos que voy a creerte, al menos esta noche.

-          Y hasta que la sombra nos apague.

Digamos, por última vez, adiós, hasta luego, no funcionó, y que el último apague la luz.


*Y porque pintó y vale tanto, la música de fondo sería esta:

******************************************************************************************************Humildemente, Juan*******No es que no te crea, es que las cosas han  cambiado un poco************************


El príncipe de Persia

Saltar, pasar en zigzag. Supongamos que un príncipe Persa cierra los ojos mientras le cae una bomba en el medio de la cabeza, y todo estalla...