Como
cualquier personaje de una novela de Thomas Pynchon: parece que termina otro
año y no aprendimos nada. O por ahí no entendimos nada, o no supimos nada, o
fue el tiempo el que ganó y nuestro cuerpo el que se consumió en esa fogata
inmensa y poco clara que es la vida. Como en una de esas novelas de Thomas Pynchon,
escritas con la intención clara de la indeterminación, del planeo inerte entre
la derecha y la izquierda, entre los grises y la certeza de que es el
cristianismo el régimen más violento de todos, porque se imagina un apocalipsis
como forma de cambiar el gobierno, hacia un tercer reino. Y después todas esas
alusiones a la guerra como un sinsentido absoluto, como un sentimiento de
superioridad abstracto, como la búsqueda de una mujer que ni siquiera parece
existir, y que si existiera tampoco ofrecería ningún sentido de nada. La razón abandona
de a poco a las historias de Pynchon hasta volverse una certeza que cae en un
agujero negro, y ahí la teoría de la novela se mete en el territorio de la
física cuántica, y quedamos como meando fuera del tarro. Lectores meones que no
embocamos una, y que debemos terminar las historias sin haber aprendido nada. Y
esa es la mejor lección de todas, la mejor clase del profesor Pynchon, un
profesor destacado de la generación de escritores norteamericanos de la década
del sesenta del siglo pasado. Todo lo que parece otro sinsentido, que se une al
más llamativo de todos: la decidida vocación por desaparecer que siempre tuvo
el escritor, del que algún día nos enteraremos cuándo murió, si es que murió, y
cuándo nació, si es que vivió. Mientras tanto el barrio Rivadavia es un cúmulo
de sobras de fiesta pasada, tan esperada y emocionante como desmedida. Una
fiesta popular que a lo mejor el mismo Pynchon podría explicar, sin llegar a ningún
tipo de conclusión, o a una muy certera: la conclusión flotante. Todo eso en la
esquina de siempre, que vuelve esta semana solamente para ir despidiendo el
año, para marchar hacia otra fiesta y que el reviente se contagie y…
…de repente
sea el año nuevo, y otra vez a lo que sea que el gran novelista nos tenga
preparado. ¿Habrá sido, en verdad, alumno de Nabokov? Otra cosa que no se sabe
a ciencia cierta de la biografía de Pynchon, porque Pynchon no se lleva con las
certezas. También se comenta que a veces se pasea por el barrio, y que es muy amigo
de El yo que dice Yo. Pero todo es oscuro y de difícil resolución, como una
tarde que tambalea en la fina línea que divide la primavera del verano, en el
hemisferio sur. Nada más extraño y fascinante que la condición humana y todas
sus tramas, sus sinsentidos, como una persona que se trepa a un poste de luz
para ver si en una de esas se cae de cabeza contra el asfalto de la calle, y lo
retiren en camilla alentando – todavía – a la selección masculina de fútbol.
Cosas lindas del barrio, y todo el piberío corriendo con camisetas y banderas
argentinas, soñando despiertos con un festejo que se llevó el año…
Pero lo que nos queda es seguir lanzados en esta asombrosa máquina temporal, que nos muestra ahora que la esquina y las calles Francia y Castelli siguen con sus agujeros espacio temporales de siempre. Revolución y sangre, pide a gritos Scardanelli, pero lo que le sale es algo parecido: terminar de bajarse una sidra de marca que consiguió de canuto la China en su laburo. La gloria siempre está a mano si se la sabe moldear. Todos tenemos una copa del mundo más o menos cerca, y es preciso ir tras ella y jugarnos algún buen partido de vez en cuando. Y ojo con que nos den vuelta el resultado faltando nada para que se termine todo, porque después vienen los penales y eso sí que suena más a dilema judicial que a romanticismo barrial. Avanzar, pero dando vueltas en el mismo lugar. ¿Avanzar? ¿Hacia dónde? La pregunta es para Pynchon, esperando una respuesta propia de Pynchon, que sería la siguiente: “Al fin y al cabo una obsesión semejante es un invernadero: temperatura constante, sin viento, exceso de caprichos multicolores, de brotes desnaturalizados”. Tal los efectos de leer una novela con cualquier partido del mundial de fondo, mientras se intenta decodificar los sucesos de algo que siempre aparece hiperbolizado, y que vaya a saber qué efecto tendrá el año que viene. Entonces empezamos a despedirnos de todo esto que fue aconteciendo, con la certeza de que mañana – o pasado- habrá que empezar de vuelta con vaya a saber qué teoría desopilante dando vueltas por el universo, que se contrae en esos fragmentitos de video que ahora tienen todo el rating que se llevaba Grande Pá los martes en la vieja tele de los noventa. ¿Qué de todo eso? Una ayuda de Pynchon, quinientas páginas de una novela que tenga setecientas formas de ser interpretada, que es lo mismo que decir que no hay manera de que tenga sentido, y que justamente eso sea lo más cerca que vamos a estar de entender la realidad, los sucesos y sentimientos que decidimos que valen la pena ser rescatados en un futuro, ese extraño lugar que vivimos queriendo habitar de la mejor manera, aunque sospechemos que no va a ser posible. Eso de que “este momento” se me va a aparecer siempre porque es un hito inolvidable, y menos mal que fuimos contemporáneos al penal que pateó un jugador de apellido Montiel, y mucho menos mal que fuimos contemporáneos a Thomas Pynchon y sus novelas. ¿En serio, menos mal? Quién sabe, esa podría ser una salida, pero hay tantas que se nos escapan, que habría que dejar un atajo por acá, un salto espacio temporal por allá y salir en cualquier lado, a la vuelta de un agujero negro, un argumento escrito que pudo haber sido, pero… "V."
****A seguir descorchando brebajes, que la fiesta no terminó:
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