Sacarse los miedos en un par de versos no funciona. Tal vez, solo Espronceda lo pudo hacer con su héroe siempre desafiante y romántico, de su poema que hoy sigue sonando como una de las cosas más perfectas que nos quedan. Y digo que nos quedan porque, por lo general, todo lo genial y grandioso se va degradando con el paso de los días, porque como dijera otro poeta español de antaño, las cosas fatalmente se terminan. Entonces sería bueno recordar y traer una vez más a escena a ese tipo de personajes de la literatura que dejaron sus miedos en el corazón de quien los escribía, en esa alquimia perfecta que, confieso, intento todas las semanas. Para eso exijo la presencia de algunas de estas creaturas, un espacio que podría ser cualquiera, y un tiempo que no va más allá de un hace instantes perpetuo. El resto se bifurca por donde más o menos quiere, con la premisa siempre intacta: los miedos se quedan con quien escribe. Pero, volviendo al principio, esa alquimia no me funciona ni un poquito. A lo mejor, no me puedo despegar de esos personajes que intento contar, y mucho menos me puedo ir de esa esquina de siempre, cito por enésima vez Francia y Garay. Pero como hoy llueve, se me hizo más fácil imaginar que tanto El yo que dice Yo, como Scardanelli y la China tendrían el día libre de mis miedos. Que quede la persona o personaje que escribe y nada más, con todos sus fantasmas encima y sin poder volcárselos a nadie. Será eso lo que uno imagina cuando escribe, que se es una suerte de pequeño Dios, creador de bestias y mundos a los que se nombra y maneja de una punta del texto a la otra, sin mediar ningún tipo de pudor. Y qué alivio poder poner en palabras de otros cosas que dan vueltas por mi propia cabeza, y que mejor ni confesar que estaban allí. Todos esos insoportables muertos en el placard esperando por materializarse en algunas frases, que siempre están mediadas por lecturas caprichosas y experiencias más o menos corrientes, que a cualquiera pudieran haberle pasado. Como presenciar un documental sobre un escritor que escribe, y sentir esa identificación que de no mediar la cámara y el contexto – que podría ser un festival de cine – sería un artefacto que no consumiría jamás, una escena olvidable, un texto que no me molestaría en siquiera mirar de reojo. La lectura de reojo es una gran lectura – y esto es una aclaración – porque le da otro tipo de profundidad al texto, algo diferente, podríamos decir que lo vuelve ciencia ficción, es otro texto. Seguro que el escándalo rondaría en que esa lectura no comprendió para nada el texto y lo que se quiso decir, y que esa lectura es descuidada, errónea y equivocada. Confieso que a mí me encanta, y la prefiero mil veces en comparación con aquellas lecturas que de tan profundas se pierden en el barroquismo interpretativo. Es más, propondría que todas las historias en vez de argumentos deberían tener una sensación general, un color. Entonces el poema de Espronceda sería un negro de vampiro, con un gesto de solemnidad del Dios menos perfecto creado a la media noche. Y así con todo, desmenuzando las palabras, los versos, y trocándolos por sensaciones de cualquier tipo. Nacería algo más que la sinopsis, nacería un nuevo juego. De puro chamuyo, de almas inconsistentes, de holgazanes y desperdicios de lectores. Hoy me encuentro en ese lugar, porque como venía diciendo, no necesito comerme los fantasmas de los demás, perseguirlos y tragármelos para después tener pesadillas insoportables. Prefiero dejar esos fantasmas de lado, salir para el lado que mi estado emocional quiera, y que se lleve puesto el texto de quien sea. La propuesta parece adquirir ribetes heroicos, pero es una sencilla boludez. Afortunadamente, la tormenta pasará y dudo que las calles del Barrio Rivadavia hayan desaparecido – aunque seguro estarán corriendo serios riesgos de ahogo por la falta de mantenimiento de los desagües de la zona -. También, esos imprescindibles habitantes de la esquina de siempre, volverán a salir a tomarse una cerveza, contra cualquier medianera, soñando sus pavadas y sufriendo una vida que no eligieron, pero que ahí está, como una condena destinada a separar los deseos de aquellas cosas que se hacen porque no queda otra. Situaciones límite, argumentos limitados. ¿Cuánto costará hacer salir el sol una tarde de lluvia? Guita, dijo Charly García soplando la vela en su último cumpleaños. Te faltaron dos deseos, le dijeron, como esperando algún otro tipo de respuesta de semejante artista heroico. Pero a veces no quedan más deseos que un par de boludeces, porque hasta eso resulta difícil después de tantos años parados en el mismo lugar, que no es espacial, es un estado de persona, singular, caprichoso, innombrable. Para todas esas cosas alguien se toma el tiempo de leer, y si le queda algún segundo por ahí, molesta a los demás escribiendo. De eso se trata mi labor, que también es un deseo, ese que pido siempre que me toca soplar la velita. Y alguien desde el fondo de una fiesta que no organicé yo ni en pedo, me grita que me faltan dos más. Sinceramente, no se me ocurre nada. Créanme, soy peor haciendo cualquier otra cosa, y encima la paso para el orto. Pero dejo la última advertencia, que remite al comienzo: ni sueñen con que la lectura – y mucho menos la escritura – van a terminar con sus miedos. Pista definitiva: los recuerdos no se van nunca, lo máximo que hacen es esconderse de a ratos, perder un poco la coloración, volverse mudos, bajar la intensidad. Pero nunca se van, como todo lo que existe, se quedan anclados con uno esperando el mañana y sus horas siguientes, hasta que en algún momento llega el capítulo fundamental, ese en el que todo se superpone y sentimos una suerte de síntesis argumental que es una historia tan diferente, que ya no somos nosotros.
********En
una jornada tan particular, esa música particular:
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