EL DIA PERFECTO


Estaba muy cansado de las malas citas, y de las buenas también. De la copia de malas ideas, y de las otras. Todo ese repertorio le parecía demasiado para otro día más, donde ya sabía de sobra que se iba a encontrar con la China y con Scardanelli, tal vez. O a lo mejor no le tocaría repetir al pie de la letra otro de esos días, porque tal vez era tiempo de soledad. Sí, esas horas perdidas que no servirían para nada en una biografía desautorizada, mucho menos en una oficial, de una vida que sentía densa pero inútil. No por nada en especial, solo porque esas horas sin hacer nada eran las que marcaban una manera de manifestarse en el mundo. La suya, la de El yo que dice Yo, la de un habitante del barrio Rivadavia, en el año que fuera y en la circunstancia que al viento norte le pintara, con sus restos emplumados de ese árbol que siempre arruina los días primaverales, acogotando las gargantas con su pelusa infernalmente alergiosa. Momento, ya estaba pasando algo, comenzaba a abandonar ese estado de inanición circunstancial. Con muy poca cosa, la existencia escribe sus grandes historias. Luego, lo que queda, es venderlas con alguna floritura encima, unas hipérboles bien aceitadas y las dos o tres palabras que espera el mundo entero, el que tanto le importaba, el que saca sus pies a lavar en los cordones del cruce de calles divinas y muertas: Francia y Garay. Un no lugar demencial, mítico. El basural del Monte Olimpo, que se inundaba indefectiblemente con la caída de un par de milímetros de agua, que podía ser de lluvia o de cualquier balde de casa gitana, en una de esas tardes, en la hora indicada del baldeo grupal. Ese sí que era un ritual transversal y sagrado, que caracterizaba a toda existencia. Quizá, similar al hecho de juntarse tres amigos a tomar media cerveza, porque la otra parte se evapora entre charla y charla, delirio y delirio. Y sucesos carentes de significado, hasta que a uno se le ocurre que esa podría ser la trama para una nueva serie televisiva, y por qué no soñar con ser el próximo bum televisivo. Frase de otros tiempos. Mucho mejor y adaptado a estos momentos, por qué no soñar en ser el próximo reel o tik tok o tweet que termine convirtiéndose en tendencia. Por qué no romper el rating en todas las redes sociales y que ese instante largo y tendido y tedioso se convierta en furor. Y después morir en paz, porque ya se hizo todo lo que estaba planeado para una determinada esquina, en esos lapsos en los que unos personajes no hacen más que nada. Porque tampoco andan con ganas de hablar y comentar lo mismo de la semana pasada, y mucho menos compartir pensamientos que ya fueron pensados, amores que ya fueron inventados por otros y sucesos que ya fueron degradados tantas veces por los portales de comunicación androide. Suficiente, los campeones son siempre los mismos, todos los años, pero hacemos como que parece algo nuevo, damos vueltas en el mismo círculo que apenas si nos contiene, porque en verdad no nos quiere para nada. Pero no lo podemos soltar, como la falopa dura, una realidad que atormenta, pero a falta de imaginar otra… bueno, dame más. El yo que dice Yo no estaba pensando en nada en particular, algo bastante improbable. ¡Claro! Eso es un invento del lenguaje, porque si un personaje se para en cualquier parte de alguna página, algo debe estar pensando, y si es pensamiento se da en el tiempo, y es imposible que no sea algo particular. Ese chiste le llevó un par de horas asimilarlo, y no le causó gracia. Tampoco se rieron ni la China ni Scardanelli, que agotaron un cigarro juntos, para al menos compartir un gesto diferente, en ese anochecer tan poco activo. Un capítulo perfecto para ser pasado por canal ocho o canal diez, los dos canales televisivos que existieron en algún momento en la ciudad de Mar del Plata / Batán. Sería una transmisión de lujo, compartida, pero que nadie vería, porque ya no se ve televisión desde hace mucho tiempo. Gran ficción marplatense, estos tres personajes sentados en la vereda de esa esquina, que puede ser la mejor esquina del mundo si se la ilumina bien. Y no hace falta que haya acción, porque ahora la que hace todo es la cámara, que se mueve, vuela con un dron, usa filtros y muestra las caras en súper alta definición, lo que hace parecer grandes actores a tres simples tomadores de cerveza, sin ganas de nada, en un día en el que no les había pasado nada. O si les había pasado, no tenían ánimo de compartirlo con nadie. Perfecto, menos trabajo para los guionistas, mucho más para el resto. Capítulo uno: tres personas sin historias, sin lenguaje y sin memoria. Una especie de habitantes citadinos en clara decadencia, en retirada hacia una mayoría de edad como tobogán, hacia la caída final en la tierra firme. Tierra, que ya no les pertenece, porque en esta serie todas las cosas ya fueron loteadas, sería uno de esos futuros distópicos, o utópicos para una minoría terrateniente, cosateniente. Y no suenan celulares, por favor, al menos en el piloto, tres personas que dejaron los teléfonos en casa, que es de donde no tendrían que haber salido nunca. Será por eso que no sucede mucho, no hay videos para compartir. Realidad cruda y minimalista, irrealidad alucinante, una botella brillando con ese filtro amarronado, la espuma que cae por un lado y las gargantas que suenan estruendosas, mientras el líquido se cuela por los orificios que tienen los cuerpos, que son el centro del verdadero placer. Y qué carajos pueden importar el resto de las cosas, las buenas malas costumbres y la comida libre de las cosas que son ricas. Para ser un buen cadáver hay que saber gozar de esas cosas que pasan las tardes menos activas, menos estimulantes, esas que van a quedar fuera de la biografía de Wikipedia, pero que suelen ser las más perfectas.


******Una manera de acompañar momentos muertos:

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