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Sobre la poesía, Boedo y el Rivadavia

  

 


La vida

es una sucesión de pequeñeces;

aquilatar el precio de lo íntimo

eso es cosa del Arte.

                                   En este libro

se han detenido los instantes

y las cosas minúsculas

y se han hecho poemas;

como por esos mundos

se han detenido los guijarros

y se han formado las montañas.

                                                  (Gustavo Riccio, Cómo se hizo este libro)

 

Oh, cómo me gustaría poder escribir una oda a los albañiles,

Cómo quisiera ponerme a mirar por la ventana cómo es que hace el sol para esconderse de la noche, justo antes de que esta lo descubra, etcétera…

Oh, cómo me gustaría ser uno de esos poetas de Boedo, aparecer con algunos versos escritos de esa forma en alguna selección, dentro de una biblioteca que ya no exista. Más o menos así fue que conocí los versos de Riccio. Digamos, utilizando el registro del barrio Rivadavia, que tuve mucho ojete, y que este tipo de hallazgos suelen alegrarme la vida más que cualquier otra cosa. A lo mejor, quien lea esto se pregunte ¿cómo puede alegrarse tanto alguien por encontrar un libro viejo y lleno de humedad y hongos y que casi no se puede leer y que hace estornudar y que parece más letal que la nueva sepa transgénica del coronavirus? Bueno, no tengo respuesta. Digamos que es como todo, un instante en el que una cosa minúscula nos atrapa para siempre y fin de la historia. Soy consciente de que ya no se puede escribir así, es imposible, que de Boedo quedan pocas cosas por privatizar y que eso pasa con gran parte de Capital Federal. Creo profundamente que esos versos de Riccio son más Capital que toda la ciudad ahora, en este preciso momento. Creo que esas piedras diminutas y que uno patea sin darse cuenta, mirando para adelante como si no estuviese pasando nada en ese momento, son las piedras que nos forjan una Historia, nos dan Identidad y marchan en silencio al costado del camino. Entonces, cuando más lo necesitamos – o cuando no lo necesitamos para nada – las descubrimos y empezamos a construir nuestra montaña colectiva. Ahí está la importancia de unos cuantos versos. Alguna vez tenemos que poder escribir unos cuantos versos por nuestro propio medio, versos sinceros, sin caretaje, sin llenar de naturaleza muerta el poema, sin nombrar cosas de fábula por nombrar o mares y ríos y plantas porque son bonitas y punto. Eso es un inventario de cosas lindas, pero está lejos de ser un poema. Te pido que escribas tus versos mirándome a los ojos, sincerando tu lenguaje con ese instante, porque tampoco un poema es una carta de amor recortada de la prosa, o un vertedero de excrementos residuales del amor romántico, que ya no tiene nada que ver con la poesía. ¡Eso! sería mejor que nos pongamos a mirarnos las manos, agarremos una lapicera y un pedazo de papel, de esos que no están destinados a durar más de una tarde, uno de esos papeles del Recienvenido de Macedonio, que escribía para perder los versos casi en el mismo acto. ¿Y por qué escribía entonces? ¿Para joder a Borges? No creo, imagino que Macedonio Fernández escribía porque no sabía respirar de otra forma, porque escribir es como leer y cagar, son cosas que se hacen en cualquier momento, cuando el cuerpo lo pide, y que tienen su fin en sí, no esperan nada a cambio. ¿El más prodigioso de los amores, el que no pide a cambio ser amado? Creo que ese era un verso de Borges, pero muy mal parafraseado. Pero quiero citarlo así, mal. Porque el valor de ese verso es que perduró en mi memoria hasta hoy, y es un fenómeno extraño, porque es un verso que leí una sola vez en mi vida hace ya más de diez años. Cosa rara, la lectura y sus efectos. Esos versos quiero yo, que los escribas cuando lo sientas, que los compartas cuando puedas, que no lo hagas porque pienses que valen la pena, que no lo hagas mirando las partituras con la cabeza gacha, como un metrónomo humano. Mejor escribí levantando la cabeza, mirándome a los ojos y sintiendo los acordes, el ritmo, el lenguaje, el registro, las palabras, como si fuera la última vez en tu vida que vas a expresar tus sentimientos, como si tuvieras que inventar el mundo en un fin de tarde, como si de esos versos dependiera tu vida, porque un pelotón de detractores te estará esperando para matarte. ¿Por qué? Al parecer los versos guardan un poder exagerado por sus propios verdugos, que no pueden ir al baño a cagar con tranquilidad, y eso debe ser muy triste. 

En las ciudades modernas los versos suelen ser consumidos como gramos de cocaína, a un ritmo desenfrenado. Cuando digo ciudades modernas quiero decir las redes sociales, que suelen poblarse de versos y fotos que no se condicen para nada. Si se presta un poco de atención, se verá que la mayoría de los poemas citados tienen un registro totalmente anticuado, como si la poesía no pudiese ser más que un recuerdo, una especie de lenguaje muerto, que descansa con el latín y el griego antiguo, incapaz de generar más que una suerte de nostalgia por tiempos pasados, pero nunca transcurridos. ¿Para qué utilizar los versos de alguien de esa manera? ¿Por qué escribir versos ajenos y no decir nada, no escribir nada? Si la poesía no te lleva a la escritura, no te mueve y sacude el cuerpo, no te generan ganas de algo, no es poesía. Caminar por Jara al fondo en esta tarde de otoño en verano, resulta muy similar a caminar por los versos de Gustavo Riccio, caminar por donde caminaban los escritores de Boedo, compartiendo el mundo, imprimiendo el alma de atardeceres que nunca vivimos pero que sí sentimos aunque a destiempo, sacar un poco el alma y desempolvarla del registro de lo cotidiano, respirar en un movimiento pequeño, diminuto, que junto con los demás construirá la imponente montaña que es nuestra identidad.


***Y no puede sonar otra música de fondo mientras se lee esta nota/reflexión:


*********Humildemente, Juan, recortando los nombres y permaneciendo la esencia en el viento sur******************Con cariño y mucho amor, desde por acá, barrio Rivadavia, Batán - MDP, marzo de 2021, cuando le decían la nueva normalidad************

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