“Toda la variedad, todo el encanto, toda la belleza de la vida son un compuesto de luz y sombras” (Tolstoi, Anna Karenina)
“Para poder contar, primero hay que saber retroceder” (Rodrigo Fresán, La parte recordada)
Sábado, 21:30hs. Kitty baila uno de esos valses poco
brillosos, los que están hechos solamente para buscar una pareja y manipularla
hasta llegar exactamente al lugar que una quiere. Pero mientras su recorrido no
tiene nada de estimulante, para nosotros, dejarnos llevar de la mano del
narrador es algo incomparable. De alguna manera arribamos al destino, que es
una mujer deslumbrante, la siempre distinguida y perseguida Anna. Y acá nos
quedamos frenados un rato, porque una vez que la encontramos no podemos
sacarnos de encima su vestido negro, su collar de perlas y el cuerpo de marfil
perfectamente diseñado para arruinar insectos como uno, una, une. Entrar en la
guardia del tigre es agridulce. El tigre está ahí con toda su belleza, pero las
imponentes garras nos alejan de cualquier chance de acercamiento. Hay que saber
retroceder.
Sábado, 22hs. Supongo que un descanso para Kitty viene
bien, no se puede estar dando vueltas por la sala de baile para siempre. Hay que
sentarse a refrescarse y entablar algún tipo de conversación interesante. El
problema es no poder dejar de mirar a Anna, porque es irresistible. Nadie puede
dejar de verla, Tolstoi no puede dejar de mostrarla. Y uno se deja llevar y cae
en esas garras de narrador experimentado. Va a llegar el golpe. Retroceder es
morir en el presente.
Sábado, 23:21hs. Eso mismo, Kitty ve al hombre que ama, que no
tiene nada de grandioso, es uno más de esos moskovitas aburridos y falsos
adoradores de sus madres, que hacen lo que se espera que deben hacer, con esas
opiniones que se supone que debieran tener para ser puestos en la carrera por
un matrimonio arreglado, que de seguro terminará con una infidelidad y varios
días de pesar. Entonces Kitty ve en los ojos de ese hombre un gesto que la va a
acompañar por muchos años. A pesar de todo, se va a casar con él para
transcurrir ese tiempo, para poder recordarlo en su vejez y ahí sí llegar hasta
este momento de narración.
Sábado, 23:45hs. Anna sigue mientras los años pasan, en ese
mismo salón, dando vueltas con la gracia que tuvo y siempre tendrá. Como si
ella supiese que todo aquello será recordado, como si estuviese narrando en ese
preciso momento. Ella baila y escribe, se sienta para comenzar una charla que
es una narración en presente. La única persona que lo puede hacer. El resto es
un adorno que servirá recién en el pasado del futuro. Algunos, algunas,
algunes, sobrevivirán para ser parte del relato. Los demás quedarán enterrados
por el cruel paso del tiempo.
Domingo, 00:15hs. Momento del descanso general. La música baja
su intensidad. Una pieza suena, puede ser el claro de luna de Beethoven, puede
ser Adiós nonino de Piazzolla, o
puede ser Fifteen forever de Charly
García. Anna conoce todos esos sonidos, porque ella los inventó. Kitty la mira
con deseo, un deseo lleno de vida, con la esperanza de que su pasado sea
recordable, a ese mismo nivel. Si tan solo pudiera sentir eso, su presente
sería la gloria. Pero no está en ella ese don, sino en Anna. La mira, no puede
alejar sus ojos, ella es lo que le hubiese gustado a la vida. Kitty se toma una
copa que tiene vodka, no sabe cómo llegó ahí. ¿Lo habrán traído de San
Petersburgo? No sabe, pero toma para poder soportar el fuego en sus ojos. Anna
empieza a desvanecerse de su recuerdo. Pronto no habrá más nada que contar.
Lunes y resto de los días y horas. La historia ya conocida. El día en
el barrio Rivadavia, las mismas calles con los mismos baches de siempre, la
avenida Jara cada vez menos atractiva, los locales que no saben cómo hacen para
sobrevivir día a día, la gente buscando rutinas respirables y Kitty que no sabe
dónde quedó Anna, dónde el vodka de San Petersburgo y toda esa catarata de
deseos que son la vida y su máxima expresión. En una narración guarda su
pasado, que nunca tuvo, porque ella no era la protagonista. Anna seguirá en
presente por siempre, con su vestido oscuro, porque el lila no era su color. Kitty
va a comprar algo al chino. Se la ve adaptada a los deseos de los demás, que
vuelan bajo. No tiene problemas, allí son todas ratas como ella y su marido. La
guardia del tigre la espera en el recuerdo, el palacio donde Anna todavía le
devuelve alguna mirada y le invita una copa y le explica lo que la vida le está
por arrebatar. Kitty, con su inocencia, todavía la escucha y no puede dejar de
admirarla, no puede dejar de sospechar que el futuro no la espera, el futuro
solo la quiere aplastar. Anna no necesita más fiestas, no necesita más
concejos, no necesita más amantes, no necesita más miradas. Es un todo en sí
misma, es la escena que quisiera ver Kitty para siempre, con ese claro de luna
de otro universo…el del deseo, que siempre quema y que nada más aleja a los
cobardes. Ella fue un ratón en la guardia del tigre y merece lo que le tocó.
Incapaz de imaginar otra narración posible, Kitty escapa hacia la playa. No tiene
intenciones de suicidarse, porque eso no resolvería nada. No detesta su vida,
ni a su familia, ni a sus amigos, pero necesita contemplar la inmensidad, a lo
mejor en algún punto del horizonte pueda vislumbrar una orilla de San
Petersburgo, una mujer con un vestido negro, una escultura tallada en marfil
sobre un fino escote adornado por un collar de perlas, la mirada de tigre, el
fuego de la pasión y un baile más alrededor de aquello que se recuerda para ser
contado en un momento de total desesperación.
Comentarios
Publicar un comentario