"Me daba vértigo ver tantos años debajo de mí, aunque en mí, como si yo tuviera leguas de estatura"
- Marcel Proust, En busca del tiempo perdido -
Hace años
que quería escribir un poema en el que me sienta cómodo. En primer lugar,
escribiéndolo, como si estuviese caminando sobre una ola que no para de
ofrecerme una salida hasta la llegada a la orilla. Experimentar esa calma
cuando se llega al final, luego de haber transcurrido unos instantes que
parecieron gloriosos. Después, todo llega al final y hay que seguir con la
carrera en dirección a la muerte. Nada dramático, nada triste, porque esa ruta
está llena de momentos hermosos y recordables, de personas que me gustaría
acompañar y que me acompañen para siempre. Todo muy parecido a mirar el océano
para (re)descubrir que el horizonte es un infinito siempre, que es tarde para
llegar a la orilla, pero que con un poco de esfuerzo se la puede imaginar. Para
eso están las palabras, creo yo, una compleja y oscura máquina reconstructora
de sentimientos olvidados. No pretendo parafrasear a Platón con eso, demasiado
lejos en tiempo, espacio y forma. Simplemente, el intento de todos mis días,
confieso. Pero confieso ante la literatura, no creo en curas ni en psicólogos.
Confieso, digo, que la escritura me habita y no me deja expresarme sino sólo a
través de ella. La confesión de un romántico tardío y falso. La intención, si
es que hay alguna, es la de llegar con los versos hacia alguien, de cualquier
forma. Es el principal desafío y la única pasión que me consume infinitas horas.
Pero basta de confesiones y a jugarse la vida en un poema, como en todos los
tiempos, desde el tiempo, para todos los tiempos:
No hace mucho tiempo…
No hace
mucho tiempo,
en un lugar
muy parecido
a este
extraño jardín,
cuatro personas
se cruzaron
y hoy no se
conocen más;
pero hay un
rincón
que las
recuerda juntas,
floreciendo
como manto de virgen
en una de
esas primaveras
que tanto
fascinaron a Hölderlin.
Ahora dicen
que ya no existen,
ni esas
personas en el rincón,
ni el
jardín florecido,
Yyque del
manto de virgen
se perdieron
todos los colores
con el
último estornudo del otoño,
que aquel
poeta se encerró
en un
cuarto amarillo
y que
olvidó el resto de los colores,
que ya no
suena el dulce violín de Kaori.
Esas cuatro
personas que descansan
son el
pasado de un rincón,
el pasto de
una tarde soleada,
la memoria
de las flores
cuando eran
requeridas por los versos;
¿pero qué
se puede hacer con los recuerdos?
¿guardarlos
en un libro?
¿fabricar
una caja que los contenga?
¿o será
mejor dejarlos que se suiciden
en el
presente del olvido?
No puedo
inventar jardines
para personas
que no los quieren,
ni caminos
que se crucen
como polvo
de ruta abandonada,
a la espera
de un florecimiento
que las
traiga al rincón añorado,
una tarde
primaveral
plagada de
traiciones
a las
tumbas de las flores
que envenenan
el futuro del invierno.
*Espero que no haya resultado un fraude. Para acompañar estos versos se recomienda esta música de fondo, sobre el tiempo, justamente:
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