Escribir una última novela para dejarla en sala de espera, mientras termino de morirme por hoy. O algo así, piensa el Yo que dice yo, mientras lee las primeras páginas del último libro de Paul Auster. Y este sí que será / fue el último último, porque días después se murió. Y entonces también viene a colación el también recientemente editado último libro de García Márquez, que supuestamente escribió mientras la parca lo esperaba al pie de la cama. Casualidades, pero no tanto, porque lo más factible es que un escritor se muera entre las hojas escritas de lo que sería su última creación, sus últimas notas, sus reflexiones finales. Pero como nunca se sabe cuándo ni cómo será ese desenlace, este también podría ser el escrito final del Yo que dice yo, o que dijo yo, o que al fin dejará de decir cualquier cosa. Entonces a lo mejor debería ser creado un nuevo género literario: el del libro del final. Un libro cualquiera que está escrito para ser publicado justo después de la muerte, pero a pura conciencia. Una suerte de testamento en formato de ficción, que no tiene por qué ser lo más reciente que escribió el escritor ya fallecido. Imaginemos un sobre destinado a eso, en un lugar más o menos secreto, que se descubre con la lectura de un testamento o el testimonio de alguien cercano al muertito. “En este sobre se encuentra el texto que deberá ser considerado el último de todos los que escribí, el que preparé en relación a mi muerte, que ahora no tengo idea de cuándo ni cómo será, pero que si se está leyendo esto querrá decir que ya aconteció”. Y lo mejor que puede pasar es que se trate de una historia de una persona que, justamente, está empeñada en pasar sus últimos momentos de vida comiendo huevos pasados por agua, calentados en un tarro que le trae el recuerdo de la esposa muerta diez años atrás. Y que va a seguir con una serie de aventuras hogareñas, todas peligrosas, como bajar unas escaleras, abrir la puerta del patio, encender una hornalla. La historia de un cuerpo en franca decadencia, que apenas si recuerda lo que era tener fuerza para girar un picaporte. Pero que tiene la lucidez casi final de poder rememorarlo –casi- todo, reflexionarlo –casi- todo. Una especie de sibarita de los recuerdos, un personaje melancólico pero feliz de haber seguido un determinado camino, como la certificación de que una vida fue vivida y no quedó para nada trunca. ¿Nada que reprocharse? Todo por reprocharse, pero desde un lugar de imposibilidad de cambio. ¿Resignación final? Más bien aceptación en un principio, y las risas y aplausos para la última escena, porque ese personaje ya no tiene tiempo para lágrimas, porque se sonríe al ver que ese cuerpo ya está dejando de servir para la vida, y que lo hace porque se fue gastando a lo largo de los años, en diversas actividades, cosas, personas, acciones. Una vida vivida y punto. Y final, que merece ser escrito y guardado para próximas generaciones, las que deberán bucear y buscar su propio camino, y ojalá que puedan llegar a destino. Y no hace falta que ese destino sea glorioso, legendario, inmortal. Basta con llegar. Llegar y ser consciente de que hubo un largo camino, una argumentación que valió la vida. Eso, justamente, sería la vida. Un camino más tiempo, y algunas tormentas, y algunos lindos días al sol, y algunas sonrisas reconfortantes, y algunos llantos desgarrados, y mucho dolor, y cosas lindas, y un sobre final que contiene un manuscrito que vaya a saber cuándo se escribió. Pero que dice: para ser leído un día después de mi muerte. Y el Yo que dice yo se lamenta por no poder estar en ese momento. Un momento posterior a su vida que, sin embargo, va a habitar de alguna forma a través de la literatura. ¿Será que leer una novela recién escrita por un recientemente escritor muerto es como leer a un fantasma, a un espíritu que se empeña en seguir diciendo algo? Un género más cercano al horror, o a esas historias de espíritus atormentados que no encuentran el camino hacia el descanso eterno. ¿Quién querría descansar eternamente? Ahora no lo puedo saber. Pero en un futuro no muy lejano, cuando alguien encuentre este manuscrito en aquel sobre, lo habré entendido. Supongo que estaré muy cansado, o lo suficiente como para querer que lo que se lee son en verdad las últimas palabras que me salieron, porque ya me empezaba a secar como hojas de otoño en la vereda. Ya está, no hay mucho más. Podría haber sido un gran artista, mis historias podrían haber interpelado al mundo entero, mis adjetivos podrían haber sido más copados, el léxico podría haber dejado mejores frutos. ¿Mejores frutos? ¿Quién puede escribir semejante chorrada? ¿Quién carajos dice chorrada? “Sos muy pedorro”, Yo que dice yo. Así dirían en el barrio Rivadavia, y tendrían razón. ¡Qué caro que está todo en la librería! ¿Se habrá enterado ese último último Paul Auster que su novela me iba a costar tanto? Lo lindo de la lectura, lo doloroso de la lectura: encaro esa última novela sabiendo que después no habrá más, es el final y ya. Las primeras páginas sé que van a ser las mejores: 1) porque todavía el escritor conservaba algo de energía final y optimismo de epílogo de vida 2) porque las últimas páginas van a ser de lágrimas, la angustia de saber que ese escritor no escribió más. Es un hecho, llegó hasta ahí. Y mientras tanto, el Yo que dice yo deberá continuar un camino, elegir cosas, personas, sensaciones, situaciones. Buscar el destino para un día – que esperemos no sea muy abrupto y doloroso – sentarse en la misma barra que los escritores que tanto admira y que se le adelantaron, y pedir lo mismo que están tomando ellos, porque al fin compartimos una ronda, y que esta vaya a la memoria de Paul Auster. ¡Salud!
******Obvio, demasiado obvio:
*****************************humildemente, el Yo que dice yo*************************es larga la carretera......pero se llega a destino**********
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