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FALTÓ ALGUIEN QUE EMPUJE (la única vez que vi a mi tío jugar)

 

En esta historia, que no me pertenece, hay un comienzo que podría considerarse la verdadera historia. Porque el grado cero es el siguiente: una mañana corriente como cualquiera de las que gastamos sin recordar, recibí una carta. En otros tiempos pasados, esto sería un detalle. Pero hace tantos años que no recibo cartas, que la sociedad no escribe cartas de puño y letra, que el hecho resulta casi fantástico. Hay (des)honrosas  excepciones, como las cartas documento que traen pésimas noticias, y los resúmenes de tarjetas que van por ese mismo lado indeseable de la escritura. Por lo general, tienden al abuso de un registro formal que ya no existe, y ese es quizás su único atributo, ser las depositarias de un registro en extinción, como una suerte de resto de animal prehistórico preservado para las siguientes generaciones. Entonces me tomé el tiempo, el lugar y el contexto necesarios para la lectura de esa pieza única. Como arqueólogo de historias, la lectura es más bien un degustar cada sentencia, que trae un recuerdo, una pintura de todo un universo que ya no existe, y que quizá nunca existió exactamente de esa manera, la manera de la carta. En una de sus geniales novelas de pueblo costero, Juan Forn hace referencia a todas aquellas cosas que no se saborean, como la luz intensa de un amanecer, pero que dan la sensación de que sí se podrían degustar. La carta tiene ese extraño poder, tal vez sea como la magdalena y el té de Marcel Proust, a lo mejor es ese disparador que necesitamos para poder explicarnos todo un tiempo perdido. Un tiempo que ya es nuestro pasado, pero que todavía tiene mucho para decirnos. Entonces sí, a lo mejor esta carta no sea exacta, mucho menos la interpretación que yo le voy a dar. Sin embargo, si las mediaciones se juntan virtuosamente, una escritura a puro pulso y recuerdo de infancia, más una lectura nostálgica de alguien que empieza a ver cómo crece desmedidamente el living del pasado, por ahí pueden descubrir algún que otro registro que valga la pena desenterrar, que valga la pena sacar de vez en cuando del museo para ponerlo en el día a día del presente. Y ahí, finalizados los noventa minutos de juego, veremos qué nos pueda llegar a significar…

…Es una historia futbolera, un recuerdo. A lo mejor es un intento de no perder aquel día, y alguno de sus personajes, para que la posteridad decida si valen la pena esta y alguna lectura más. El título es una frase que esconde un resultado claramente poco satisfactorio no solo para su emisor, sino también para el resto del equipo. El subtítulo no es más que la marca del punto de vista, el descubrimiento del emisor. El resto es un robo, un atraco que por primera vez dejo expuesto, por respeto y cariño a mi primo. El partido habrá sido una tarde de sábado o domingo, de cualquier momento del año. El escenario es una cancha de barrio, un pasto castigado por la inclemencia de las mañanas con escarcha de la ciudad, y el nulo cuidado por parte de los vecinos. Las áreas peladas, con grandes trozos de tierra ceca, el pasto medio amarillo creciendo hacia lo que sería el círculo central. Hablo en potencial porque la cancha estaba sin terminar. Los límites eran borrosos, como si se tratara de un espacio de frontera. Las líneas laterales apenas perceptibles, las áreas marcadas con huellas lunares poco claras, los arcos sin red. Y ese detalle va a ser importante en algún momento, por eso pido que no lo olviden. Hay dos equipos que quedaron en enfrentarse, con la poco precisa confirmación de tiempos en los que no existían los celulares y las casas con teléfono eran una rareza de lujo. Pero era fin de semana y a la cancha se iba a jugar o a mirar para ver si te convocaban porque faltaba alguno, y punto. Once de un lado, con camisetas blancas. Once del otro sector, sin distintivo. Lo de la camiseta fue como un acto de amabilidad, ya que el equipo sin distintivo estaba conformado por jugadores mucho más jóvenes. Y este es otro detalle a tener en cuenta. Antes de iniciado el encuentro, hubo un intento por emparejar la clara desventaja etaria. Pero los más veteranos suelen ser los más acérrimos defensores de aquello que los va a liquidar, por lo que a los más jóvenes solo les quedó aceptar la ventaja, y a cambio ofrecieron las camisetas blancas, como una suerte de consuelo estético. Yo estaba con mi abuelo detrás del arco del equipo de los veteranos, sobre el palo izquierdo. ¿Por qué? Iba a ver jugar a mi tío, por primera y única vez. Y acá paso a aclarar algunas cosas: como si se tratara de héroes de la antigua Grecia, mi familia tiene un linaje de futbolistas que supieron destacarse en sus equipos locales, sea de fábricas de laburo o de clubes sociales. Mis tíos eran famosos por haber conformado una dupla infalible en la segunda división del futbol local, décadas atrás. Y más allá en el pasado, mi abuelo había sido caracterizado como lo más grande y glorioso que un fanático del fútbol pudo haber visto en una cancha, incluso por encima de Maradona y Pelé. Con esa idea rondando en mi cabeza de niño estaba junto al legendario abuelo, dispuesto a observar al Aquiles que todavía quedaba en la mítica familia futbolera, de la que yo sería el nuevo eslabón, y mi hijo la continuación perfecta.

Con toda la expectativa en la retina, y el sol cayendo de a poco por la 226, comenzó el partido. Los primeros minutos fueron un poco desconcertantes, ya que reinaron las imprecisiones y el reacomodamiento de los jugadores, que empezaban a darse cuenta de cuál sería su rol en el desarrollo del juego. Luego de eso, la cancha pareció venirse encima de mi abuelo y de mí. El equipo más joven, sin distintivo, hizo pesar su potencia física, y mi tío junto a sus Aqueos - encanecidos y con barrigas poco esculpidas- empezaron a sufrir el asedio. Los jóvenes delanteros dejaron pronto las sutilezas y comenzaron a cascotear el arco adversario de manera salvaje. Los disparos se multiplicaban como piedrazos o lanzas mortales, con la violencia del que quiere dejar en claro que la diferencia es indisimulable. Entre tanto cañonazo me fue imposible distinguir a mi tío, que deambulaba perdido en el mar como Ulises, sin encontrar la pelota, al igual que sus compañeros de camiseta blanca. El marcador se rompió, y en pocos minutos la diferencia se transformó en una goleada despareja. Mi abuelo y yo solamente asistíamos al arquero de los veteranos alcanzándole la pelota, porque como ya comenté, el arco no tenía red. Y como tampoco había árbitro, hicimos lo posible por poner en duda cada gol de los rivales de mi tío.

-          ¡No hombre, no! ¡Salió afuera! ¡Eso no fue gol!

Los gritos desesperados eran de mi abuelo, que intentaba que la diferencia en el marcador no sea más deshonrosa.

-          ¡Callate viejo choto, fue un golazo! ¿Por qué no entrás a jugar en vez de hablar al pedo?

La respuesta era del delantero del equipo sin distintivo, que claramente había visto pasar su remate por debajo del travesaño, ante la inútil reacción del arquero.

-          Te pintaría la cara, pero no puedo dejar al nene solo, ¡cabeza de dado!

Mi abuelo sabía que era imposible hacer nada al respecto para dar vuelta el partido, mucho menos sumar un veterano más en el equipo en clara desventaja, y por eso me usó de excusa. Yo estaba petrificado por lo que le pudieran hacer a mi abuelo, porque el insulto había sido un exceso de esos que se pueden pagar caro. Y acá va la aclaración: lo de “cabeza de dado” era en referencia a que el delantero del equipo más joven no era bueno para cabecear. Mi abuelo, entre otras cosas, tenía talento para detectar las debilidades del rival y ponerlas en palabras que hieran, motivo por el cual era común que terminara a las trompadas. Esa no fue la excepción. Afortunadamente, los mismos jugadores frenaron al delantero agraviado y pudimos llegar al descanso del primer tiempo más o menos en paz. El resultado parcial, un lapidario e irremontable 0 – 4. Mi tío se vino a charlar con nosotros, antes de volver con su equipo a intentar levantarle la moral. La imagen fue desgarradora, pero inmortal. Iba caminando literalmente desarmado, con una mandarina en cada mano, pero haciendo un gesto que es el que no voy a olvidar jamás: una suerte de empuje, remada hacia adelante, acompañado de una explicación que dirigió a mi abuelo:

-          Sabés lo que pasa viejo, falta alguien que empuje.

El abuelo miraba al pasto, con resignación, enojo y la certeza de que ese partido estaba perdido. No había nadie que pudiera empujar, al menos tanto como para dar vuelta un resultado tan abultado, contra un equipo mucho más joven. Era la caída del Imperio Romano, de una época dorada que ya no volvería más. El tío comía las mandarinas como buscando la juventud perdida, las tardes tirando paredes con su hermano, llevando a Colegiales a lo más alto del fútbol marplatense. Pero el tiempo pasa y la historia toma caminos que son infames. Un tío ya no estaba, demasiado perfecto había sido ese guerrero como para que un país lo soportara. Se lo llevaron los milicos y nunca más volvió. El linaje recayó en mi abuelo, que pronto se retiró de las canchas porque ni el cuerpo ni el alma le dieron más. Y quedaba mi tío, con las dos mandarinas en la mano, pidiendo la presencia de esos que ya no estaban ahí para ayudarlo a empujar. Ahora lloro porque en ese momento no me di cuenta, o no pude hacer nada para empujar, porque era muy chico y no me dejaban jugar. Pero con el paso de los años, tuve la suerte de recordar esa tarde. Y espero haber estado a la altura, por mi abuelo, por mis tíos, por el linaje, por el hijo que veo hoy, detrás del mismo arco, un poco tirado a la izquierda. Ahí va él, empujando la historia, y yo emocionado lo veo seguir esos pasos, recuperar ese tiempo, esas huellas que son las mías y las suyas. Y miro al cielo por mirar, y todavía lo escucho a mi abuelo: “Qué va a ser…el tío es un crack, cualquiera que lo vio jugar coincide en que podría haber jugado en cualquier equipo de primera. Pero esta vez sus compañeros no ayudaron. Faltó alguien que empuje”

Cómo me gustaría que estuvieran esta tarde, mis tíos, mi abuelo, con mi hijo y yo. Creo que entre todos podríamos empujar y dar vuelta cualquier historia, cualquiera. Aquella tarde terminó con un desajustado 1 – 8, pero poco importa. No les voy a confesar quien hizo ese único gol para el equipo veterano, de camiseta blanca. Guardo esa jugada imborrable para contársela a mi nieto, para explicarle cómo eran las batallas en los tiempos mitológicos de la ciudad, para contarle sobre la tarde en la que Aquiles nos dejó su última corrida inmortal.

 

 

*Termino de saborear la carta, entre risas y lágrimas, con un café en la mano. Estoy sentado en la barra de un bar por calle San Juan, una tarde cualquiera, en una pausa rutinaria. Agradezco a mi primo Reinaldo por haberme regalado este recuerdo, y espero haber estado a la altura con la transcripción. Utilizo algunas frases suyas de manera directa, porque me parece que cuentan mucho mejor que cualquier artificio mío. Agrego detalles para que la ficción se complete. Por eso, este relato es en verdad una construcción colectiva entre mi primo, el Yo que dice yo, y todos los personajes que aparecen en la historia, y que son parte fundamental de nuestra Historia.


*Música de fondo:

*************************Humildemente, Juan*************************


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