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Bancate ese defecto


Supongo que se cree en algo para después poder dejar de creer en ese algo, y luego seguir con otra cosa, y así hasta que se apagan el deseo y todas sus formas. Calculo que eso es algo que, más o menos, nos tiene que pasar a todas las personas que habitamos esta democrática tierra, o mejor dicho agua, porque hay mucha más y se podría repartir parejo. Entonces me acuerdo de mis viejas creencias, a partir de lo que en apariencia fue una boludez: volví a ver televisión por cable después de mucho tiempo, y pienso hacer una suerte de zapping que puede servir para polemizar sobre las cosas que están pasando en estos raros días de invierno, con treinta grados de calor en el barrio Rivadavia pos-apocalíptico, perdón: me corrijo, quise decir post-eleccionario:

1) Lo primero que enganché fue un programa de un repostero, que visita lugares donde hacen cosas al parecer muy ricas. Y el capítulo que justo vi estaba dedicado a ¡los alfajores marplatenses! (Sí, esa ya híper gastada y aburrida golosina que nos representa desde tiempos inmemoriales, cuando solo había un saladero y tres padres católicos medio colifas, caminando por lo que hoy es la avenida Libertad). El tipo entraba a una pequeña fábrica que la verdad no conozco, pero que estoy seguro no es del barrio. Como sea, el producto era claramente una mentira para la tele: el alfajor tenía un tamaño exagerado, y el relleno una generosidad nunca vista en tiempos de crisis. Lo que me disparó dos cosas: la tele sigue mintiendo, uno. Tengo que comer un alfajor con suma urgencia, dos.

2) Llegué a la altura de los canales de animales, y ahí me quedé con una fundación en medio de la sabana africana, que se dedica a rescatar elefantes de los incendios. Todo parecía tierno, salvo el hecho de que los que detentaban claramente el poder eran hombres blancos, y los esclavos que atendían a los pobres animales eran los africanos. Un programa que exudaba colonialismo, con británicos haciendo las veces de especialistas y conductores, los elefantes como objeto de estudio/adoración, y los africanos como esclavos – tanto de los blancos como de los elefantes-. Pensé que eso se había terminado, pero parece que todavía la discriminación garpa en la tele.

3) Sigo un poco más allá, esquivo el canal Volver que está pasando un programa sobre un grupo de viejos pajeros manoseando ojetes de vedettes, y caigo en la MTV. Y lo que encuentro es una especie de premiación que tiene como estrellas a youtubers, tweechers, y mucha gente que canta canciones para mover el culo. El contenido es tan interesante como el del canal Volver, pero la máscara es más llamativa, hay que admitirlo: las gráficas, el sonido, los colores, las luces, las drag Queens, todo como un gran caleidoscopio que me dejó catatónico, hasta que alguien dijo llegamos al final, sígannos por Tweech, y chau temporada MTV para mí. En serio, un canal que ya me dejó completamente afuera por viejo. Y gracias por eso.

4) Como ya eran pasadas las once, me encontré con la transmisión de uno de esos programas de la iglesia universal, la de la paloma blanca y el corazón rojo. Para mi sorpresa, al parecer, el pastor aumentó su púlpito y la iglesia se llenó de jóvenes. Ver para creer. Centenares de pibes y pibas con las palmas arriba y la mirada perdida en un techo que toman como morada de un Dios que se inventaron para poder “parar de sufrir”. Increíble pasar de una juventud de fiesta sacudiendo el culo y riéndose de cualquier pavada sin entender lo que se dijo y se dirá, a otra juventud igual de narcotizada pero con un tipo de droga más pesada. Y ya no sé ni qué pensar, se lo dejo a sociólogos, sociólogas y especialistas en estos temas. Click.

5) Finalmente, llegué a lo que tanto estaba deseando: el infomercial del día. En mi juventud, era justo lo que necesitaba para poder empezar a dormirme, como si el “llame ya” fuese mi canción de cuna. Nostalgia, felicidad, y una olla cuadrada invendible dispuesta a ser mostrada como la quintaesencia de los utensilios de cocina. La conductora hace la presentación, pone la olla en una mesada y entra un cocinero colorado con una sonrisa de oreja a oreja, claramente drogado. Después agarra la olla y empieza a enumerar todas las cosas que se pueden hacer con ella, que no son más que todas las cosas que se pueden hacer con cualquier olla. Pero la exageración es tan genial, que no puedo dejar de admirar ese pedazo de metal moldeado, que ahora siento que debo tener en mi cocina, que jamás uso para cocinar. Y si llamás en los próximos cinco minutos te llevás una red freidora de regalo y un cuchillo para rebanar coles. Pero en verdad no es más “llame ya”, sino que los pedidos se hacen online, porque el tiempo ya es otro, las sociedades van mutando, y es en vano esperar que las cosas sigan funcionando como cuando éramos jóvenes.

Todo lo que me dejó en estado de enrarecimiento total. Motivo por el cual, cuando fui a votar el domingo, no me esperaba otra cosa que unos resultados bien raros, con lecturas y contradicciones de todo tipo. Y la certeza de que todo tiempo presente puede ser peor. Primero porque no compré esa bendita olla, segundo porque tampoco comí alfajor, tercero porque la juventud maneja universos que ya no me incluyen, cuarto porque me di cuenta de que es muy probable que nunca vaya a conocer África, y cinco porque me enteré que en la mesa en la que voté del barrio Rivadavia, ganó la elección un porteño facho totalmente psicótico. ¿Cómo soportar tanto cambio que no pedí, pero que llegó hace rato y es un palazo? Lo que hago por estos días es tomarme un buen vaso de licor de maracuyá, mi único héroe en este lío. Les pido que me banquen ese y todos los defectos.


*Están pasando demasiadas cosas raras;

***********rara y humildemente, Juan*************no me odien*******no odien a nadie, sirve de poco********de nada******bailen que es mejor********y gratis*********


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