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No es que tuviera miedo a la muerte. Se podría decir que todo lo contrario, y que esa era una de las razones por la que estaba en esa casa, viendo pasar las semanas llenas de silencio, comiendo asados los domingos con todas las ganas contenidas de explotar, llorar, gritar de impotencia. Y por qué no dejarse morir en sus brazos. Lo veía, lo sentía, pero no tenía temor, no era eso lo que experimentaba ante la real posibilidad de concretar su muerte en manos de una rutina que, sabía muy bien, la estaba asfixiando. Lo que le parecía algo terrible era esa rara relación, que no podía entender, con lo que se llama vida. Llegar lanzada de la nada hacia el todo, a través del vientre de su madre, para empezar instantáneamente a sentir cosas, a vivenciar el universo, pero siendo consciente – al menos cada tanto – de que la relación con eso tiene fecha de caducidad, que ese vínculo que establecemos con la vida está destinado a cortarse, y que sin embargo – y con muy poco de sentido – tenemos la sensación engañosa de que es imposible que se rompa. Como cuando le tocó ver a su padre en la cama del hospital, agonizando por una pulmonía que lo estaba desinflando como a un globo de cumpleaños, que queda abandonado en el rincón de una casa, hasta que la misma indiferencia termina por hacerlo desaparecer. Ella lo asistió como pudo, porque su madre se había ido lejos, cansada de soportar el humor de un enfermo crónico, que no quiere dejar el hábito que lo está matando. Ella se lo había dejado en claro, si tu padre no deja el cigarrillo y la cerveza, yo me voy a la mierda, y que se arregle como pueda. Y ese aciago día llegó, se materializó como solo las desgracias lo hacen, con una plenitud exagerada. Entonces ella se tuvo que hacer cargo, llevar al hospital a su padre para que lo atendieran, volver a la casa y mantenerlo vigilado diariamente. Era joven por entonces, toda su vida estaba por delante, esa relación fatal. Se dedicaba a trabajar en una tienda de pulóveres y cuidaba a su padre por las noches. Hasta que un día ya no pudo hacerse más cargo, y no quedó más remedio que la internación. Ni así su padre dejó de fumar, ya que tenía sobornado a un enfermero del turno de la noche, que le pasaba un cigarrillo por día a cambio de cien pesos. Son los cigarros más caros de la historia, pero valen cada centavo, total, ya sé que no me queda mucho. Eso escuchaba todos los días que pasaba a visitarlo, sólo escuchaba resignada y contaba los días para que terminara el suplicio. Ese día llegó, como llegan todos los días en los que el pacto con la vida se rompe. Eso pensaba, desde entonces, que la verdad no tenía sentido si se ponía en perspectiva con ese razonamiento inapelable. ¿Pero por qué seguía sintiendo que era imposible su muerte, que nunca llegaría? Esa sensación, tal vez, era propiedad exclusiva de la especie, y no tanto el pensamiento. ¿Qué sentido tenía la vida como vínculo si estaba destinada a desaparecer? ¿Cómo sería aquello para lo que no estaba preparada, y para lo que no podría estarlo ni aunque hiciese el esfuerzo? Le parecía algo sin sentido, se odiaba por eso. Tal vez, fue lo que la llevó a esas tardes de domingo en silencio, viendo cómo otro hombre – ya no su padre – se autodestruía lentamente, padeciendo la misma impotencia, pero expresándola de una manera muy torpe y violenta, como solo un hombre lo puede hacer. Ella lo miraba desde la habitación, él lavaba cosas en la cocina, se escuchaba el agua fluir con cierta delicadeza. Él no emitía sonido, y eso era tenebroso. El silencio sí le daba miedo, porque era el prólogo del desencadenamiento del tornado. Cuando la gente se torna silenciosa es cuando más peligrosa se vuelve, porque en algún instante va a tener que compensar, y ahí es cuando las venas se hinchan y la cabeza parece que estalla en mil pedazos, y la rabia se apodera de la escena y hay que estar atentos para no morir ahí, en ese acto mal canalizado, un domingo por la tarde, en cualquier casa de cualquier barrio, entre los ambientes monótonos de un hogar de familia, contenido por las impecables medianeras, rejas del cielo que pudo haber sido, contención del pacto con la vida, el pacto que nació para ser roto sin que nadie se pueda dar cuenta por qué.
******En pleno proceso de escritura hacia vaya a saber qué puertos. Si llego, cuando llegue, tiro la botella al mar y vemos si nos encontramos a ver qué quedó de todo eso***********
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