“Setenta.
Un simple número, pero que indica que se ha consumido un porcentaje
significativo de los granos asignados en un reloj de arena, solo que aquí lo
que se agota es uno mismo. Los granos van cayendo y me encuentro con que hecho
de menos a los muertos más que de costumbre. Me doy cuenta de que lloro más
cuando veo la televisión, motivada por una historia de amor, o por un detective
a punto de jubilarse al que disparan por la espalda mientras contempla el mar,
o por un padre que levanta a su recién nacido de la cuna. Me doy cuenta de que
mis propias lágrimas me abrasan los ojos, de que ya no soy una corredora veloz
y de que mi sensación del tiempo parece acelerarse por momentos” (Patti Smith, El año del mono)
Voy a tratar de poner en palabras algunas obsesiones, para que de una vez por todas se quemen en el tiempo. O por lo menos vayan reduciendo su velocidad, así las puedo ir asimilando y el calor tan intenso se me vuelva más soportable. Por supuesto que en los momentos donde uno empieza una nueva aventura, la velocidad de las cosas es frenética, casi no se alcanza a percibir nada por mucho tiempo, y uno está lanzado hacia el futuro que parece inmenso, inabarcable, inacabable. Pero, por desgracia, las historias se consumen todas, y nadie sale vivo de ellas. Sea donde fuere que termina la acción, es imposible que ese maldito detective congelado salga con vida de la última escena, de espaldas al mar. Me veo recorriendo extrañas calles de una ciudad que apenas conozco, con una ansiedad de año nuevo incontenible. En ese instante de acción, que ahora rememoro con palabras en esta suerte de relato, recuerdo haber estado muy ansioso por ese día en particular. Sería un sábado o un domingo, de vacaciones. Estaba nublado, de eso estoy seguro, y hacía un frío que hoy añoro, contemplando la ventana ardiente de la piecita del barrio Rivadavia. Ahí estaba caminando casi a saltos, en la búsqueda de algún imposible. Las mejores búsquedas suelen ser esas que sabemos bien que es muy difícil que se concreten, o que por lo menos estamos muy seguros de que la incertidumbre espera al final del camino. Recordado ahora no fue gran cosa. Lo que me disponía a buscar era la casa de un escritor medio olvidado, que ya nadie reconocía en esa ciudad, y casi que en ninguna. A cada persona que le había consultado terminaba por mirarme con un desconcierto total, no reconociendo para nada el nombre ni el apellido del escritor. Mucho menos podían precisar una dirección para tener la esperanza de encontrar su hogar. El artista en cuestión no era de la zona, pero había caído allí de casualidad. Más precisamente, por una serie de carambolas del destino: primero porque había quedado varado en Argentina a raíz de la guerra en su país, segundo porque había estado en esa ciudad por indicación médica, con el objetivo de cambiar el aire de Capital por uno más ameno de las sierras. Dos carambolas y una tercera: yo estaba ahí, donde él había estado, más de sesenta años después. Nada más estimulante que salir a la caza de un escritor, de uno muy importante para mí. Entonces caminar y preguntar, y sentirme decepcionado y casi perder las esperanzas, pero seguir alimentado por ese combustible tan extraño y divino como la literatura y sus cosas. Desde cualquier punto de vista, habré arruinado todo un día de vacaciones por un motivo absurdo. Ahora que lo puedo escribir, me doy cuenta de que en verdad fue así, porque seguí caminando por horas sin poder encontrar nada, soportando el frío y el hambre que iban creciendo como las cuadras dejadas por detrás. Pero percibo algo más allá de todo eso en aquel momento. Lo puedo ver ahora que el tiempo envejeció conmigo, y ya no estamos entusiasmados como en aquel entonces de la juventud. Creo haber dicho que alguien caminaba a mi lado, a la par, con total incertidumbre pero con una actitud arrasadora. Esa persona que me miraba medio desconcertada, no tenía idea de qué estábamos buscando. No había leído nunca nada de aquel escritor, jamás había oído hablar de él, y mucho menos le entusiasmaba conocer la casa donde había ido a descansar un tiempo del smog de la ciudad Capital. Sin embargo, ahora la veo más nítida que nunca, con la predisposición y una sonrisa hermosa de oreja a oreja. Y me toca aflojar la marcha del tiempo del relato, porque soy consciente de que una vez que termine la voy a perder para siempre, a esa persona. Y ya estoy grande para seguir perdiendo cosas, pero es inevitable y lo sé muy bien. Entonces sigo caminando por unas avenidas en diagonal que nos llevan hacia una sierra. En la punta hay un anfiteatro municipal, donde imagino que cada tanto se haría alguna representación teatral o un concierto. En ese momento en el que caminamos no hay nadie. Todo ese sector es un gran vació hecho para nosotros, para nuestra escena final. Me duele un poco el pecho y siento que se me cierra la garganta. Tranquilos, no es Covid, tampoco es alguna otra afección respiratoria. Es el recuerdo que se me viene por última vez, de un sentimiento que no pude expresar en ese momento. Pero esta es mi revancha, esta es mi oportunidad de terminar la escena como hubiese querido. Es la oportunidad que me da la literatura. Más arriba en la sierra del anfiteatro se ven los restos de una casa antigua, o de un castillo antiguo, vaya uno a saber. Para la reconstrucción de esta historia, esas ruinas son los pedazos de vida de ese escritor buscado. Sería el final del viaje del detective congelado. En el recuerdo yo estoy sonriendo, la persona que está al lado mío también. Los dos nos miramos con ese sentimiento que no me atrevía a expresar en aquel instante, y gritamos en dirección del anfiteatro, para que los ecos de nuestras voces se crucen una última vez y seamos felices para siempre…y jamás. La escena ideal se contamina, ahora soy ese detective viejo y cansado, que el calor mal trata tanto como el cigarrillo. La otra persona me apunta con esa felicidad fallida, un arma caliente. Miro el horizonte sin mirar, porque está todo oscuro. Siento las olas golpear contra la escollera y no puedo evitar dejar caer algunas lágrimas, las primeras en años. Quiero darme vuelta y abrazar para siempre a esa persona, agradecerle haber estado conmigo mientras yo me distraía por no decirle lo que era tan obvio, lo que tendría que haberle gritado con el alma. Pero el tiempo ahora ya es tan lento, que las palabras se vuelven extrañas, y los recuerdos parecen un sueño. No puedo pedir un último deseo, sería faltarle el respeto. Ella apunta con su arma caliente y sé que me dispara sin querer. Pero ya saben muy bien, si el arma está puesta en la escena tiene que ser usada. En el relato no hay otro destinatario para el disparo final. Seguro que caigo hacia el mar, como un león marino herido, y que largo un último llanto, para despedirme de la historia igual que como llegué. En el otro anochecer, hay una casa esperándome con un escritor adentro, tiene algo que decirme, historias que contarme, yo recién empiezo a descubrir qué carajos quería significar ese sentimiento. ¿Cómo era que se llamaba? Cierto, ya habíamos hablado de eso…
Comentarios
Publicar un comentario