Según el
escritor peruano Juan Espejo Asturrizaga, que formara parte del Grupo Norte de
Trujillo, su gran amigo - y mejor poeta - César Vallejo, intentó suicidarse en el
mes de diciembre de 1917. Por entonces era una joven promesa de las letras
peruanas, pero todavía no había publicado sus más memorables versos en Los heraldos negros y Trilce, sobre todo Trilce. Cuenta Juan Espejo, entonces, que uno de esos días de
diciembre, previos a las fiestas, temporada de balances y racontos sin sentido,
el joven César se embriagó de tal manera, que le dio la valentía /
inconsciencia suficiente como para tomar un revólver, que tenía solo una bala
cargada en el tambor. Al arma la utilizó para rastrillar su cien, como
provocando al destino, invitándolo a celebrar el fin del año, el fin de su
mundo, el fin de los versos que no existirían. Y acá interviene el jardín de
los senderos que se bifurcan, una vez más…
1) en el
presente que nos convoca, una vez más como todas las semanas, quien dice yo
está escribiendo y pensando el mundo desde la misma vereda de siempre del
barrio Rivadavia, con esa cerveza que ya saben, hoy un poco caliente por obvias
razones, y sin compartir con nadie por posible covid. En este presente César
Vallejo tuvo la fortuna de que el
revólver no disparara la bala, de que luego su amigo Asturrizaga lo persuadiera
de irse a descansar para pasar la borrachera, y de que finalmente se embarcara
el 27 de diciembre de 1917 en Salaverry, para llegar a Lima el día 30. Luego,
vendrían las publicaciones de sus poemarios más memorables y el reconocimiento
que nos lleva a que todavía hoy lo sigamos recordando, releyendo y disfrutando
como si sus versos hubiesen tenido una sola opción histórica, la de existir
indefectiblemente. Pero no todas las tramas son tan sencillas.
2) en otro
presente que no nos tocó, una vez más como todas las semanas, quien dice yo
está escribiendo y pensando el mundo desde la misma vereda de siempre del
barrio Rivadavia, con esa cerveza que ya saben, hoy un poco caliente por obvias
razones, y sin compartir con nadie por posible covid. En este otro presente
César Vallejo tuvo la desgracia de morir trágicamente, por haber accionado un
arma contra su impoluta cien. Si bien había una sola bala en el tambor, el
destino lo encontró aquel día, en el que los malos recuerdos del año lo
llevaron a una borrachera que nublara su juicio. Aquel amigo poco pudo hacer,
también él bajo los efectos adversos del vino y el aguardiente. El mundo de las letras
perdería un grandísimo poeta en ciernes y nunca sabría de la existencia de
los versos más memorables del siglo XX, que se perderían en conjeturas espacio
temporales hacia otros presentes menos truculentos, donde tal vez en esos días
de diciembre Vallejo no encuentra ningún revolver a mano, y solo cae dormido
vencido por la potencia del alcohol.
3) en otro
presente aún más oscuro, no existe la poesía, porque directamente nunca existió
César Vallejo. Sus padres Francisco de Paula Vallejo Benites (hijo del clérigo
español José Rufo Vallejo, y de la india
quechua Justa Benites) y María de los Santos Mendoza Gurrionero (hija del
clérigo español Joaquín de Mendoza y de la india mochica Natividad Gurrionero) sólo decidieron tener diez hijos. El onceavo,
el número de la poesía, nunca llegó. Quedó a la espera de otros senderos, de
otras bifurcaciones. Aunque la huella siempre está, y ese es el truco del
laberinto.
Puede ser
que todos los caminos que el tiempo dispone se sucedan simultáneamente, aunque
sean aparentemente diferentes. Y a pesar de sus marcadas divergencias: César
Vallejo como el gran poeta de la lengua castellana / César Vallejo como un joven
poeta suicidado prematuramente / César Vallejo como no nacido / muerte de la
poesía/; cada uno de los destinos tienen la misma y exacta cantidad de
elementos, ya sea en presencia o ausencia. Por ende, cada vez que alguien comience
a recitar cualquier verso, en cualquier idioma, en cualquier lugar del
universo, no podrá obviar a César Vallejo, no podrá obviar la triste y honda
experiencia existencial que deberá soportar, y gritará desde lo más profundo de
sus entrañas, aunque sin saber muy bien por qué:
“¡Ni sé
para quién es esta amargura!
Oh, sol
llévala tu que estás muriendo,
Y cuelga,
como un Cristo ensangrentado,
Mi bohemio
dolor sobre su pecho.
El valle es
de oro amargo;
Y el viaje
es triste, es largo.”
Imposible
habitar todos los presentes, imposible no habitar otra cosa que no sea
presente. En alguno de esos senderos, alguien que lee estas palabras podría
girar hacia la derecha y empiojar para siempre la cuestión de mi existencia. En
ese nuevo otro presente, yo estoy al lado tuyo, empinando una cerveza, mientras
nos disponemos a ver cualquier serie de cualquier plataforma en cualquier
momento del día. Es siete de enero, si mal no recordamos, ayer fue reyes, y qué
calor que está haciendo. A lo mejor,
sería hora de que empecemos a dormir en camas separadas, ¿no te parece? Las
noches no alcanzan a enfriar los días de verano, estamos en ese trance. Más
vale seguir la directiva de quien inventara el laberinto y sus vericuetos, según
el mismísimo Borges: Para poder encontrar una salida segura, siempre hay que
tomar el camino de la izquierda, sin importar lo que la intuición quiera decir,
sin importar lo que los olores y los cantos de sirenas aconsejen. Eso sí, se
trata de la decisión más sensata, las más cobarde, porque así sin arriesgar, nunca vas a estar en
el centro del laberinto, en el hogar del minotauro, en el patio donde el sol
brilla como en ningún otro lado, donde descansa la fuente de todas las musas, donde
manan los versos más impresionantes y que nunca serán revelados, donde habita para siempre, en todos los presentes posibles, un solo poeta peruano.
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