“¡Viejos, Tandil cada vez se parece más a Atenas! Todo el mundo es artista, nadie tiene ganas de trabajar” (Witold Gombrowicz)
Salir un
día de invierno que parece primavera, una contradicción total, o casi, o efectos
derivados del holocausto medio ambiental. Tomar un micro de larga distancia
después de casi un año, con una serie de protocolos a medio cocinar y un par de
libros en el bolso, que además tiene el termo con el mate y un paquete de
bizcochos. De verdad, lo juro, nada más. Después,
así se llama uno de los libros que llevo, la última novela del King, que se deja
devorar como tubo de papas Pringles. Un pibe que ve gente muerta, a lo sexto
sentido, pero casi nada que ver. También va el libro de Fran Lebowitz, para
corroborar que la vida hace unas décadas, en Nueva York, tiene mucho de mierda
como la vida en el mismo lugar de hoy, con vicios y costumbres bien chotas que
todavía persisten, y que con la mirada corrosiva de Fran se reactualizan, al
igual que la billetera de Fran. Pienso, mientras pasan los mismos campos transgénicos
de siempre por la ventanilla, que me encantaría poder vender otra vez lo que
escribí hace un tiempo, como ganarse el Quini. Según lo interpreto, eso es un
verdadero súper poder. Pero no va a ser mi caso nunca. Lo que sí, el barrio
Rivadavia, que acabo de dejar, seguro se va a parecer mucho a sí mismo dentro
de veinte años, así que a lo mejor vuelva a escribir las mismas historias, a
retratar los mismos personajes, sumando un prólogo que diga algo así: por aquel
entonces, en el barrio había aproximadamente mil baches en las calles, un par de supermercados chinos, cien
kioscos de merca, dos clubes de barrio que vendían un café intomable, y todas
esas casas gitanas o zíngaras, en las que se baldeaba la vereda todos los días
a las seis de la tarde, etcétera. Y también podría decir que los habitantes del
barrio se parecen mucho a los muertos que ve Jamie, en la novela de Stephen
King, gente que siempre está vestida con la misma ropa, que dice la verdad para
herir a otras personas y que se van apagando con el paso de los días, sin darse
cuenta. Casi como el viaje, que finalizó justo cuando estaba empezando a
recordar cómo carajos era eso de viajar, ese sentimiento de alivio, de
expectativa y de frío al anochecer. La llegada fue nocturna, lo que dificultó
el cumplimiento de la tarea que tenía asignada: encontrar la casa de Witold
Gombrowicz en Tandil. Primera noche de permanencia en un paraje artístico demasiado
genial para ser real, con habitaciones todas distintas y diferentes entre sí,
definidas por una palabra clave que abría un portal al viaje interno. Algo así
me inspiró un poema que quedó de regalo, cocido junto a otro, en una especie de
hilo grueso de historias ubicado en la mesa de luz del cuarto que me tocó, uno
azulado, que llevaba en algún punto algo parecido a la letra “R”. Todo muy
surrealista para empezar, como anticipando la búsqueda imposible: una casa que
ya no importa demasiado, pero que sirve de guía para seguir caminando por todos
los espacios donde hay huellas borradas de Witoldo, como si se tratara de la
lectura de una de sus novelas, de Ferdydurke. Esa hermosa misión que no va a
cumplirse, pero que es inevitable intentar realizar. Un deseo inconcluso que da
vueltas para morderse la cola, y después
seguir despertando llamas que son destellos de lecturas ninguna igual que la
otra. Justo como esos cuartos del hotel de arte, todos distintos, todos con
colores y formas diferentes, todos encerrando espíritus diversos, planeando
viajes que no se parecen entre sí. Ya no sé si viajé a Tandil o estuve en un
sueño dentro de una novela inconclusa de Gombrowicz, que todavía parece caminar
hasta el café Rex junto a Dipi – Jorge Di paola, uno de sus grandes amigos por
estos pagos – para volver después (sic)
nuevamente a su casa de difícil acceso, creo que por calle Chacabuco, a unos
quinientos metros de la plaza de esa zona. ¿O sería por otro lado? Poco importa,
lo que más hay son ruinas y piedras, que tanto caracterizan ese pedazo de la
provincia de Buenos Aires: piedras que hacen equilibrio y son adoradas como
santos, piedras que parecen estar en guardia para cuidar a la ciudad, piedras
que sirven para dejar mensajes como “No me baño” “Mary y Joaco” “¿Dónde está
Tehuel?”. Y esas piedras que son los episodios del calvario, esculturas que
denotan mucha acción dramática, con figuras complejas, con movimientos
complejos, basados en la historia de Cristo. Momento de contemplación y deleite
con una lectura a contrapelo de esas esculturas que se empeñan por ser reflejo
de lo escrito por los autores de la biblia cristiana. Pero el arte se escapa
todo el tiempo, como las novelas de Gombrowicz, como los cuadros de Basquiat –
que también tuvo que ver en el viaje a Tandil, ya que estaba homenajeado en el
paraje artístico en el que me hospedé – y no se deja morir en una
interpretación final. Esa penúltima estación del calvario, ese penúltimo pasaje
antes de la crucifixión, el momento en que un soldado romano le quita las
vestiduras al Cristo que se acerca a la muerte. La mirada de ese soldado, su
lujuria, su deseo cercano a concretarse, y un Cristo que mira para otro lado,
como acostumbrado a ser ultrajado, a ser ese objeto de deseo por quien posa su
mirada lasciva en él. Una escena erótica perfectamente realizada por un
artista, que tal vez buscaba otro efecto, pero que logrando ese hace algo más
genial. Esa escultura es la más excitante de todas las que hay en el calvario,
y una demostración de que aquello que buscamos y que deseamos, difícilmente
esté en donde pensábamos encontrarlo. Domingo de resurrección, no pude llegar a
la casa de Gombrowicz, me cansé de caminar. Detrás del calvario hay todo un
camino por las sierras que te lleva a una suerte de tierra maldita, como si
fuera el final de los tiempos. Y sabés qué, hay mucha tranquilidad, se escucha
el eco de unas voces lejanas que se van apagando, me puedo tirar en este pasto
árido, puedo cerrar los ojos, recordar el atardecer en el dique con su fuente
gigante y el chorro de agua, el tipo crucificado está lejos a mi espalda mostrándole
a la ciudad que son tod@s culpables de sus penurias, yo prefiero soñar con la
sensualidad de la escultura del soldado desvistiendo al otro hombre, dormir en
el deseo que se escapa siempre, inmadurez eterna, ¿dónde andarás Witoldo?
****PD: En
Tandil hay una calle que se llama King, no sé si será por Stephen, elijo creer
que sí. Perdón por mis lecturas sobre el calvario a las personas religiosas, no
fue mi intención ofender. Recomiendo los dos libros que leí en el viaje, la
226, el dique a la tarde, las sierras atrás del calvario, la casa-hotel de arte
Allegra Dalila, la peña en la terminal para seguir gratis desde afuera mientras
aguantás el bondi o a alguien que te acerque a destino, los mates con bizcocho
y las caminatas interminables buscando nada. Para terminar, recomiendo
enfáticamente leer otra vez esta nota/reflexión con la siguiente música de
fondo:
*********Humildemente, Juan, desde el barrio Rivadavia, otra vez*******Devuelto*****Devuelta*******************
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