Tarde de
día soleado en el barrio Rivadavia. Aunque calculo que debe haber pasado lo
mismo en todos los rincones de la ciudad, al menos, en este hoy. Y lo loco de
pensar que mientras me arde la cara por acción directa del despiadado sol de
febrero, sé que hay mucha gente que no puede hacerle frente a una ola de
espantoso frío. De ahí todas las teorías y discusiones sobre el cambio
climático, con sus ciegos negadores y sus fervientes combatidores. Pero no es
de eso que quería escribir hoy. ¿Por qué será entonces que no puedo evitar los
desvíos, los desvaríos? Creo tener una probable respuesta. Es porque se trata
de una propuesta de juego, podemos llegar a llamarlo “cachito de literatura en
la tarde”. Me entusiasma – acá freno un toque para tomarme un trago de cerveza –
esta idea del juego. No digo que la literatura sea “jarana”, como a varias
personas les gustaría que sea. Quiero decir, tampoco me puedo hacer tanto el
boludo, por respeto a Sartre y etcétera. Está la literatura comprometida, que
tiene a sus grandes exponentes, por supuesto. Todo materia vieja, de otro juego
que no me toca desplegar hoy. En el tablero actual pongo un par de fichas, una
amarilla que, me representaría a mí y otra azul que representaría a mi
fantasma. Porque por supuesto que uno siempre juega contra su propio fantasma.
Los colores no tienen ningún tipo de significado, podrían haber sido otros.
Pongamos por caso que el que primero arroja los dados es mi fantasma, ya que me
considero una persona respetuosa en esto de los juegos de mesa. Bien, saca un
número x y avanza los casilleros que debe hasta llegar a uno determinado, que
tiene un premio o prenda o castigo o lo que sea. Es mi fantasma, lo conozco un
poco porque estamos juntos en mi pasado – o debería decir nuestro -. Es un
fantasma tenso, bastante transparente, pero que se deja ver con un poco de luz
solar. No alcanzo a distinguir si hace algún gesto, aunque parece conforme con
lo que le tocó. Resulta que es una especie de encrucijada, en la que por una
elección azarosa de número del dado, podría llegar a seguir avanzando o a
perder el turno. Hace su elección y sacude el dado, lo arroja casi sin fuerza y
consigue hacerse camino en la primera parte del tablero. Lógico, porque sintió
mi impaciencia y de eso se alimenta mi fantasma. Espero controlarme y revertir
la situación rápidamente. Cae en un casillero regular, que no tiene más que un
número de posición. Mi fantasma se dispone a esperar a ver cuál es mi suerte.
Ahora es mi turno, pero el hecho de que haya comenzado mi fantasma este juego,
me pone en una situación de mierda. ¿Por qué mi fantasma tiene más ímpetu que
yo? Con el dado en mis manos exagero el movimiento y lo arrojo, como si con eso
me aseguraría sacar un número alto. Avanzo x casilleros, también caigo en una
encrucijada. Tengo que elegir entre la posibilidad de seguir adelante o de
quedarme quieto en el lugar. No parece difícil la situación, el tema es que si
escojo avanzar y sale un número impar en el dado, retrocedo hasta el inicio del
juego. Tengo una duda. Mi fantasma lo sabe y comienza a regocijarse en mi
sufrimiento. Intento, lo juro, quiero arriesgarlo todo, pero sucumbo ante la
posibilidad de que mi fantasma se aleje definitivamente. Opto por la salida que
me parece lógica, la conservadora, la salida de siempre, la que todo el mundo
esperaría que se tomara. Mi fantasma ahora parece sonreír, toma el dado y lo
arroja con delicadeza. Los números le son favorables, avanza por el tablero y
continúa arriesgando todo en cada encrucijada que le toca afrontar. La
distancia que me va sacando en el tablero resulta cada vez más grande. Yo
continúo con mi ritmo reservado, meticuloso, demasiado esperable, como si estuviese
convencido de que al final por no arriesgar nada, por no transformar nada, voy
a obtener la victoria. Nada de eso se refleja en el juego, porque mi fantasma
continúa su camino hacia el final, tan tranquilo que casi no parece sentirse
emocionado. Yo transpiro, tomo otro trago de cerveza, trato de incentivarme,
entiendo que tengo que empezar a arriesgar, pero por alguna razón no me sale
hacerlo. Mi fantasma entra en el último tramo del juego, arriesga otra vez,
gana, se tira de cabeza hacia los últimos casilleros. Allí lo espera la última
encrucijada: en el tiro del final debe sacar un número impar, caso contrario
tendrá que volver al casillero del inicio. La tarde se extingue por la ruta
226, como siempre en el barrio. El calor cede su reinado ante una pequeña sobra
de brisa marina. Igual yo estoy sudando a chorros. Ya me terminé la cerveza. No
dependo de mí en el juego, y ese fue el error que cometí desde el principio.
Cruzo los dedos, pido al universo y a todos los dioses que existen y que tienen
sus mostradores en varios locales del barrio, donde dan cosas a cambio de
otras. Me siento en esa película de Bergman, pero rifando mi vida en un juego
de mesa con dado y camino de encrucijadas. Creo que estoy llorando del miedo a
la victoria de mi fantasma. Tira el dado que decide el futuro, él y no yo. Sale
un número par, yo respiro y me seco los ojos. Mi fantasma no parece alterado ni
abatido, sino todo lo contrario. Muy confiado vuelve al inicio del tablero.
Continúo con mi marcha conservadora por los casilleros, mi fantasma me mira
ahora más concreto que nunca, con una sonrisa como gesto. Sabe que me va a
alcanzar en pocas jugadas, sabe que yo sé que ya perdí, el juego estuvo, está y
estará en sus manos, para siempre. ¿Qué puedo hacer? Aguantar hasta que llegue
otro inútil invierno.
*****Juégale, apuéstale, pero no te olvides que hay que arriesgar. Como mucho, empezamos otra vez desde donde habíamos dejado y...
*************************Apostando por los fragmentos que le puedo robar a los libros que me gustan y a la música que es mi todo, humildemente, Juan Scardanelli******************************************************Barrio Rivadavia, Batán - mdp, era febrero y llovía***********
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