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El atroz reinado de un viejo dios

 


Gastado, como una pila sin ganas, entró en ese mágico mundo del autoconocimiento. Rápidamente se sintió un poco viejo y deprimido. Más lentamente empezó a notar que ya se había olvidado de demasiadas voces, muchos rostros, incontables palabras. ¿En qué momento se había comenzado a degradar tanto? Buscó los rezos de siempre, las plegarias que lo animaban diariamente, pero no las entendió. No comprendía cuál era el tiempo al que se estaban refiriendo. Escuchó algunas confesiones que le parecieron demasiado irritantes, nada nuevo bajo el sol, porque el sol no tenía nada abajo. Corrió por el prado más verde y encantado que se podría imaginar hasta el más enfermo de sus creyentes, vio pasar incontable cantidad de corderos, pero no tuvo ganas de sacrificios. El manantial vinoso para escanciar le dio un poco de asco, y todo ese orden paradisíaco parecía atentar contra el futuro inmediato de su esplendor divino. Quiso apagar las luces en pleno mediodía y sacarle brillo a tanta estrella, a tanto ángel idiota que volaba sin entender para qué carajos servían los dos testículos que les colgaban en la entrepierna. Sintió que esa barba larga y blanca como la nieve era algo que le había impuesto vaya a saber qué santo mártir, que para él no era más que un  cómico en decadencia. Pensó que debería haber dicho algo, luego de tantos miles de años de silencio. Se dio cuenta que era tarde, ya no podía empezar, de repente, una mañana, con su propia catarata de confesiones, para que todes escuchen que él también podía ser inclusivo y que no tenía nada que ver con la mierda del mundo. Se había quedado en los primeros capítulos de la segunda temporada, cuando las cosas empezaron a volverse desérticas, cuando ese crédulo pueblo pensó que la libertad era gratis y que un par de chabones los podían llegar a salvar en el último suspiro. No se quería hacer cargo de la mala literatura, no consideraba que fuera su culpa lo que hacían las editoriales y los jueces del patriarcado. Tampoco estaba de acuerdo con que él había inventado la bonaerense, los talibanes o las embajadas de Estados Unidos. Eso de ponerle categoría a los países, el primero, el segundo y el tercer mundo, ¿a quién se le había ocurrido? ¿Suecia primer mundo, Brasil tercer mundo y quién ocupaba el gris, ese segundo espacio indescriptible? No entendió a dónde se había ido la política internacional o cuándo había crecido tanto el mapa. ¿Qué cosa era el Papa o el líder espiritual o qué otro payaso que decía hablar con él directamente? Imposible, su teléfono no lo tenía nadie, no había sido un invento que lo entusiasmara en lo más mínimo. Algo sí que quería o deseaba aclarar: nunca había escrito nada. Ni siquiera un poema, un tanka o un haiku o una palabra. Estaba seguro de que no sabía escribir. Tampoco había dictado nada a nadie en ninguna montaña o cueva o cerro. Odiaba ese tipo de lugares, le daban miedo las alturas. Y, sobre todo, lo que más temía era a esas personas con largas barbas blancas como la suya. ¿Hijes? Ni en pedo, nunca se había casado. No entendía a las personas que hacían algo semejante como casarse, ¿cuál era la gracia? ¿Los sábados, los domingos? Jamás había elegido días particulares para descansar o para meterse en aburridos templos a escuchar a un chabón disfrazado con una sábana blanca hablar en su nombre. Pensaba que cada quien debía hacerse cargo de sus excentricidades. Estaba de acuerdo con que lo saludaran cada tanto, pero no necesitaban inventar cosas como la culpa y los castigos. Según su punto de vista, nada de eso le concernía. Y algo debía quedar claro: el espacio que se había inventado como perfecto era solo para él y algún que otro animal. No deseaba en lo más mínimo llevar compañía a su paraíso, después de todo no conocía a ninguna persona como para invitarla con confianza. Nunca supo qué cosa podía pasarle a la gente de a pie después de la muerte. Solamente se enteró que existía porque alguna vez sí que perdió a algún ser querido, no lo pudo evitar. Claro que aquella vez dudó de sí mismo y de su fuerza. Se dio cuenta que había metido la pata y que ya nada volvería a ser como antes, como cuando no lo jodían tanto, como cuando estaba tranquilo en su propio espacio de rey inmaculado. Pero todo eso termina alguna vez, y sintió que ese día estaba cerca. Ya no era joven, estaba claro que lo empezaban a necesitar cada vez menos. Respecto a su inmortalidad, no estaba seguro, no entendía mucho cómo funcionaba. ¿Acaso no estaba muerto desde siempre paseando en el paraíso, tomando sombra del árbol de la vida? Lo habían mal interpretado, entonces. Se sentía más como un zombi, que algún día despertó en la muerte y se quedó sentado en un trono vacío, vacante, que nadie se atrevió a ocupar, porque no estaba claro dónde se ubicaba el reino. Pensó que ya basta, que ya estaba bien, que nunca había existido un reino, que sólo se trató de una fábula con una moraleja al final del camino, que no sabía cuál era. Se arrepintió de haber derramado sangre tanto tiempo sin saberlo. Deseó no ser un chabón, no serlo aquel día, ni el anterior y no serlo tampoco en el futuro de nadie. Quiso pedir perdón, pero no tuvo con quién hablar. Se sentó por última vez frente al lago cristalino que bañaba los cuerpos de los inocentes corderitos, que serían sacrificados por hermosos querubines asesinos del tiempo. Contempló su jeta en la superficie del agua. Se vio viejo, ridículo y cansado. ¿Todos sentirían lo mismo en ese momento, al verse reflejados? Lloró como nunca lo había hecho, como nunca lo haría. Sintió por última vez la tremenda carga del universo, sus partes, sus sistemas injustos, sus devenires horrorosos y todos los poros que había asfixiado con falsas justicias impuestas en su nombre. Poco a poco, se fue esfumando con el viento, que azotaba por primera y última vez, un paraíso que se había intoxicado demasiado. Su lugar desaparecía, lentamente. Él se desvanecía. Una última pregunta acompañó su pensamiento, antes de pulverizarse con la barba blanca como la nieve: ¿Se darán cuenta a tiempo de que las cosas cambiaron para siempre?  


******Cuando finalmente me toque desaparecer, debería sonar algo como la música que sigue:


**********La semana fue triste en el barrio Rivadavia. No debería decir mucho más. Humildemente, yo. Gracias y seguimos la semana que viene***********


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