Ir al contenido principal

In-realidad parte 2, sobre La defensa


"Se propuso ser más circunspecto, vigilar el ulterior desarrollo de aquellos movimientos, si es que volvían a repetirse, y, por supuesto, mantener su descubrimiento en secreto, y ser feliz, extraordinariamente feliz. Pero a partir de ese día no habría descanso para él; debía, si era posible, idear una defensa contra esa pérfida combinación, liberarse de ella, y para ello tenía que prever un objetivo final, una dirección definitiva, lo que aún no parecía posible hacer"

Vladimir Nabokov, La defensa


Él despertó como Luzhin, ese maestro del ajedrez caído en desgracia. Pero haciendo un repaso de la novela de Nabokov que cuenta su historia, La defensa, más bien, toda su vida había sido una suerte de desgracia. Desde el momento en el que descubrió el tablero y las piezas, y decidió que el mundo podía tener un sentido, que era evadirse de la vida que no soportaba por fuera del juego…peeeeeero, tampoco eso lo llevó a buen puerto. Lejos, siempre muy lejos de la felicidad. Una jugada en una final de un campeonato, una crisis nerviosa y el colapso. Después, la vida de casado con una mujer que no amaba, y unos suegros que lo despreciaban, pero que lo mantenían bien para poder atormentarlo diariamente. Él, ahora, envuelto en un nuevo juego, que es siempre el mismo, se inventa una jugada final, un escape definitivo. Es la última escena que propone Nabokov para su personaje, el salto al vacío. Ahí despertó Él. Tal vez como consecuencia de la lectura de la novela, se vio encerrado en el regordete y deteriorado cuerpo de Luzhin. Le costaba horrores moverse, tenía el bastón lejos de donde estaba, al borde de la cama, en la habitación de la ventana que invitaba al suicidio. Pero Él no era exactamente como Luzhin, no jugaba para nada bien al ajedrez. Tampoco su departamento estaba en Berlín, y el siglo veinte era cada vez más un lejano recuerdo en sepia. Eso sí, hacía frío, mucho frío. Y el sentimiento era parecido, podía sentirse asimilado a Luzhin, podía sentir que estaba en medio de una historia que Nabokov había tejido, podía sentir que llegaba el momento del desenlace ¿Pero qué tenía que ver con Él todo eso? Era julio del 2020, estaba parado en el corazón del barrio Rivadavia, en Mar del Plata. No se había casado, aunque había estado cerca. Tenía recuerdos de todo tipo, hermosas tardes al sol en buena compañía. Pero en ese momento – que parecía el final – siempre se corporizaban los malos pensamientos. Su cabeza ya estaba planeando la última defensa. Afuera, el mundo lo había dejado de tratar. En algún momento, sentía esas cosas que la mayoría estaba padeciendo, entre crisis económicas, pandemia y malos discos que ahora salían directo en las llamadas plataformas. Tenía en su celular un par de aplicaciones: una que le decía que podía ir a trabajar y otra que le mandaba audios de personas que – alguna vez – había visto a la cara. Todas piezas borrosas de un juego cada vez más predecible y peligroso. En parte, sentía que casi todos los días eran el mismo día, como si fuese uno de esos personajes de la ficticia Winden, de la serie alemana Dark, o el mismísimo Bill Murray de El día de la marmota. Viajando en el tiempo todos los días, para volver a la misma cueva, para cruzarse con los mismos personajes, en las mismas dos o tres locaciones. Pensó, qué aburrido ser un personaje de esa serie alemana, destinado a viajar a los mismos espacios para siempre. Se lamentó que las historias no fueran ya como las que escribía Nabokov, y que al escritor ruso-norteamericano se lo recordara únicamente por Lolita, y que a raíz de eso se lo criticara por haber creado a ese degenerado machirulo de Humbert Humbert, una especie de Woody Allen de papel. Pero había que hacer algo, tenía que lanzarse, Él, hacia alguna liberación, la jugada maestra. Quería soltarse, defenderse. Quería soltar a Nabokov, defenderlo. Y se le ocurrió, entonces, que tenía que soñarse como Luzhin, porque era su personaje favorito ¿Por qué? Porque, en el fondo, lo apreciaba y se identificaba. El maestro ajedrecista ruso era un pobre tipo. Brillante en una sola cosa, que era justo lo que lo había llevado a la ruina emocional. En parte, Luzhin era un apasionado perfecto, tan puro que se había olvidado de la vida real, o la había dejado esperando en un costado, o que la había corrido para poner en su lugar el tablero. La seguridad del tablero, los movimientos perfectos de cada pieza, que terminaban en un desafío final. Porque toda partida comienza para finalizar en algún momento, ley de la vida, ley del juego. La de Luzhin terminaba en esa habitación, en esa ventana, en un último vacío. Así que Él había soñado ese mismo escenario, como un jugador aficionado que contempla el tablero con el desafío propuesto por el maestro. Las piezas eran las mismas, ocupando los mismos casilleros, él soñaba ahora que era Luzhin, estaba en su cuerpo, en su mente. Los dos eran el mismo personaje buscando la combinación adecuada, la defensa final, que es el mejor ataque. Saltar del tablero, para siempre... El narrador era Nabokov o era yo, daba igual. Él miró la ventana, estaba muy alta, más de lo que recordaba de la lectura, porque esto era un sueño, no era literatura. Igual se movió con dificultad, se acercó a esa mesa con la silla arriba. Se trepó como pudo y se abrazó al marco de la ventana. Quedó parado, haciendo un equilibrio imposible, con la mitad del cuerpo apuntando al vacío ¿Era eso lo que se sentía ser Luzhin? ¿Y las voces, dónde estaban esas voces que lo querían alejar de la decisión final? Él no las escuchaba, empezó a dudar. No de la jugada, que parecía irreversible, pero sí del sueño ¿Sería eso un sueño? La silla se movía, el cuerpo desbordado se volvió difícil de manipular. Quedó apenas colgado de la ventana, con casi la totalidad del cuerpo fuera, al borde del abismo. Ya estaba a punto de caer, solo el pie derecho sentía algo firme, que lo tenía todavía en la habitación de Luzhin ¿Y si no era un sueño? ¿Y si todo terminaba ese día, esa mañana, en ese departamento del barrio Rivadavia? Tuvo una descompostura existencial, Él. Porque ahora no se sentía tan Luzhin. No se sentía en el desenlace de una historia de Nabokov. Alguien lo había puesto allí, en ese trance, y lo había convencido de que no tenía una jugada B, que lo único que podía era mover hacia adelante, como un peón, como un personaje de una historia que no quería vivir, en un universo que no quería habitar ¿Y cómo se arregla eso? ¿Cuál es la jugada que te permite salir de esa jugada? ¿Se puede escapar uno del tablero, del tablero, del tablero...?

*Fin para el segundo capítulo de la in-real historia de personajes que son lectores psicópatas de las obras de Nabokov. Demasiada especificación, hora de relajar un poco para volver a la rutina,  y qué mejor que escuchar a García. En este caso, el tema que se me vino a la cabeza mientras leía el final de la novela de Nabokov:


************************************************************************************************Humildemente, Juan Scardanelli, ente ficcioreal del barrio Rivadavia, ciudad de Batán-Mar del Plata****************************************************************************************************************quiero verte la cara***********************************************************************************************me olvidé la letra, pero hay que seguir, ¿no?*****************************

Comentarios

Entradas más populares de este blog

FALTÓ ALGUIEN QUE EMPUJE (la única vez que vi a mi tío jugar)

  En esta historia, que no me pertenece, hay un comienzo que podría considerarse la verdadera historia. Porque el grado cero es el siguiente: una mañana corriente como cualquiera de las que gastamos sin recordar, recibí una carta. En otros tiempos pasados, esto sería un detalle. Pero hace tantos años que no recibo cartas, que la sociedad no escribe cartas de puño y letra, que el hecho resulta casi fantástico. Hay (des)honrosas   excepciones, como las cartas documento que traen pésimas noticias, y los resúmenes de tarjetas que van por ese mismo lado indeseable de la escritura. Por lo general, tienden al abuso de un registro formal que ya no existe, y ese es quizás su único atributo, ser las depositarias de un registro en extinción, como una suerte de resto de animal prehistórico preservado para las siguientes generaciones. Entonces me tomé el tiempo, el lugar y el contexto necesarios para la lectura de esa pieza única. Como arqueólogo de historias, la lectura es más bien un degustar cad

Mitad

Está lloviendo ahora sobre toda esta ciudad y son las 12:30 pm a lo largo y ancho del Meridiano de Greenwich y yo he crecido entre gente que es joven y gente que no es joven entre autos, papeles bond o bulky, artefactos y escaleras artefactos y clientes. Y avisos de la desesperación o la locura. ( Paradero , de Juan Ramírez Ruiz)   Podría decir que la poesía existe para que me den ganas de tirarme del octavo piso del edificio en el que (no)estoy viviendo ahora. Mejor dicho, en el edificio donde estoy muriendo desde hace rato. Como una banana que se pasa de su madurez, y que empieza a despedir un olor rancio de otros momentos, de otras décadas. Una mala comparación de un mal escritor. Pero créanme, es lo mejor que me sale, esto de sentarme a morirme o escribir. Para el resto de las cuestiones me considero mucho menos que mediocre. A excepción, tal vez, de lavar los platos, una actividad que sintetiza como sinécdoque, porque ese coso vale por todos los cosos que se ensuci

Pozo

*Antes de trabajar en algo nuevo, resulta necesario pararse sobre aquel día en que cambió todo lo que consideraba vida. O rutina, que es una suerte de estancamiento de la vida, un pozo profundo pero lleno de algunas comodidades y sentimientos que pueden llegar a engañar, y que de repente pasen décadas y…alguna tarde, a lo mejor, el cimbronazo y vuelta a empezar con ese proyecto que llamamos vida, a falta de originalidad nominativa. Ojo, que tampoco estoy diciendo que quedarse en el pozo sea algo negativo. Por el contrario, si se encuentra un pozo lo suficientemente profundo y agradable, no hará falta continuar con otro camino, en el camino. A decir verdad – o a mentir lo menos posible- lo que primero descubrí fue que el pozo es pozo, un freno a eso que intentaba encontrar para no arrepentirme mucho tiempo más, porque el arrepentimiento sucede en todo momento, y se expresa siempre en presente. Es presente. Un pozo. Lo segundo que aprendí fue a sacar tanto pronombre cada vez que me meto