La Llorona (Detectives del Rivadavia, capítulo 7)

 

Un día más y ya no pasan como solían hacerlo en otros finales de primavera de la ciudad. Parece como si la luz se hubiera degradado, junto con toda la población. Pero eso era una imagen gastada, ¿quién no pensaba así de su propio lugar? Sin distancia es imposible ser sinceros, con distancia es imposible escribir porque duele, como cada palabra de poeta chino, como cada caso resuelto por el General Imperial dentro de Ciudad Prohibida, con sus asesinos implacables siempre dejando un rastro. Eso era la marca diferencial, la posibilidad de resolución, una suerte de crueldad con compensación. Pero para que existiera algo así debía pensar en otras realidades, no la suya, no la que tocaba en el papeleo a llenar en el escritorio de la comisaría que te tocó en desgracia. El único lugar utilizado para acumular información básica de algún delito, antes de guardar todo en un archivador oxidado y lleno de cucarachas, que se limpiaba cada tanto para no hacer más mugre. Un caso como una mata de polvo en el rincón, como una araña asustada que nadie quiere volver a mirar. Y ahí descansaban los asesinatos que no importaban, que eran la gran mayoría, con su versión digital guardada en la frágil memoria de una Pentium del siglo pasado. Gente sin recursos para nada, pobres diablos que nadie reclamaría jamás, personas destinadas al olvido. Ser consciente todas las mañanas del precio que hay que pagar para respirar dentro de este mundo, esa poética despiadada que en algún momento de la historia se fijó para siempre jamás y no hay nada que hacer. Un mate amargo, sacar esas carpetas manchadas, matar un par de cucarachas, las fotos de un cadáver que ya comenzó a pudrirse en la imagen, recordar algo, los ojos fulminantes de la madre del pendejo, ojos como orificios abiertos y sangrantes del mismísimo cuerpo asesinado, ojos como los de la Virgen de la sangre, ojos sedientos de su cabeza, una historia de terror que termina con su entierro en soledad y una puteada al aire: “Este hijo de puta nuca resolvió el asesinato más brutal de la historia del barrio” “Este hijo de puta sabía todo y se lo llevó a la tumba”. La cobardía del pacto de silencio que en verdad era incompetencia, pura incapacidad. Lloraba cada tanto por el efecto de esa mirada teñida de sangre y dolor, la de la madre. Los demás ojos puede que se vayan extinguiendo con el paso de las estaciones, como decían esos detectives mexicanos, “Buey, te puedes olvidar del mismísimo infierno la primera vez que lo viste, pero de los chingados ojos de una madre llorona no te olvidas nunca, ni que te explote la cabeza”. Tampoco se podía olvidar de las palabras que referían a eso. ¿No sería ese el mecanismo del poeta chino? Sublimar con esos signos dibujados las palabras que no quería escuchar más, o que se quedaban sonando en la cabeza hasta el día del perro que a cada quien le llega. ¿Otra frase mexicana? “Todo perro encuentra su día, más temprano que tarde, o en la noche de Jalisco a la salida del baile, cabeceando involuntariamente un disparo al corazón del cielo estrellado que se quedó muy bajo el cabrón”. O algo así.

La Llorona. La imagen de una madre sufriente. La estatua de una leyenda siempre viva, siempre resignificándose. Algunas veces, mártir sufriente de injustas muertes de sus hijos, en manos de traidores que abusaron de su poder, que aniquilaron a las madres faltando el respeto a la Madre de todas las madres, la madre propia, La Virgen de la sangre, la vengadora al final de las historias, la que se come con su ira el cuerpo de los asesinos, despellejando sus espaldas hasta que el dolor es insoportable, y luego volver a empezar con el padecimiento, el infierno de la repetición de tu situación más infame. Otras veces, asesina impiadosa de sus propios hijos, madre Malinche que traiciona a los suyos desoyendo el mandato popular materno, la loba que devora a los hermanos cuando estos están más indefensos, la Virgen que apuñala a su hijo camino a la cruz, la matadora que mira en los ojos pequeños su posibilidad de liberación, catarsis de muerte, sangre cayendo a los lados, para después despertar del lapsus y vivir en el arrepentimiento, llorando por el resto de la eternidad. La Llorona persiguiendo como fantasma a su próxima víctima, escondida en los micro basurales del Barrio Rivadavia, caminando por los terrenos baldíos, tomando vino del piso, fumando las tucas que la gente descarta en los tachos de basura de las plazas, devorando el alma de la tarde que se extingue por la ruta 226. Las lágrimas que caen como rastro, como pista para un comisario siempre dormido, mal alimentado, incapaz de saber cuándo va a ser el próximo golpe. Ficción o mito. La persecución que en algún momento se presenta, las sirenas sonando hasta que la batería del patrullero dice basta, continúa la secuencia a pie, carrera contra el tiempo, las lágrimas y su camino que es el camino de la perdición, el comisario que llega en soledad a la esquina de siempre, la esquina que lo muestra muerto contra el paredón, alguien siempre traiciona en el último momento, alguien sabía que iba a correr hasta ese punto, alguien quiso protegerlo, alguien se puso a llorar por él porque el amor es dado de formas que nadie más que el enamorado puede entender. La Llorona sale de su sombra para abrazar al cadáver, como siempre lo hizo, matadora y plañidera, ahora sonríe y toma por sorpresa los labios del comisario junto a los suyos, le toca la verga y se la mete en la boca, y el comisario gime muerto y acaba para siempre su sufrimiento, no hay tarde que sobreviva a la pasión desesperada de los animales de la noche, los que buscan entender algo de lo que quedó colgando de sus propios cuerpos, ahora trenzados, unidos, manchados de sangre y semen, la única unión posible más allá de la muerte. Y el comisario despierta y piensa en Ciudad Prohibida, en el asesinato del pendejo, en la Llorona. Tiene el pantalón azul mojado, lo tendrá que lavar para quedar listo el próximo día.


********fondo musical, por demás obvio:
**********************humildemente, Juan********¿qué tendrán esas flores, Llorona?*********************************

La Virgen de la sangre (Detectives del Rivadavia, capítulo 6)

Los ojos que pareciera que todo lo ven. Pero no. Al menos no tanto. Ni tanto. Ojos de Diosa sufrida, caída del paraíso desde los días del comienzo, sin memoria para las cosas buenas, los días al sol en un acantilado, los tobillos acariciados por la espuma dorada de la playa de la memoria. La Virgen de la sangre lanza sus rayos enrojecidos sobre un mismo pueblo del dolor, haciendo arrodillar a quienes se cruzan por su camino, uno lleno de polvo al costado de la ruta, en la curva donde la oscuridad de la muerte espera engullir sus víctimas de una en una, hasta que no queda nada más que un desierto de mar, de arena, de polvo, de estrellas. Una muerte dulce, con sufrimiento misericordioso. Virgen de la sangre y la misericordia, la miseria mezclada con una resignación fundamental para atravesar el tan aterrador valle de suspiros, lágrimas, heridas que nunca van a cerrar, la vida de quienes peregrinan al costado de la ruta, con sus velas encendidas en el ocaso, mártires de la destrucción cemental*. Caminar durante meses, años, en busca de esa tierra siempre sugerida o prometida, nunca realizada o alcanzada, porque el deseo es eso que mantiene encendida la llama, lo que ilumina un camino que no tiene otro final que cruzarse con esos ojos de sangre, unos donde verse reflejados hasta morir ahogados por el llanto, unos ojos insoportablemente densos, sugeridos por algún pintor barroco, nunca percibidos del todo, porque lo que sobre de significado será el asesino de los tiempos. Virgen de la sangre que toma en sus brazos a un niño, un no nato sacrificado al monstruo de la curva oscura, a sus terribles fauces, a su temible frenada. El niño que señala con sus dedos la bendición de un mundo que lo rechaza (casi) todos los días, lo ignora algunos, no lo mira siempre. Una pequeña y deformada cabeza iluminada por el rayo de un estrella muerta, una mirada que no existió, una piedad de comisario de turno, una familia de rodillas en un altar que no les devolverá la alegría, una liturgia que es excusa para no destruir el barrio entero, el mundo completo ahora incompleto, unas plañideras vestidas de negro porque solo la Virgen de la sangre puede ponerse los atuendo de colores, puede arrojar miradas enfurecidas, puede quebrar las rodillas de los poderosos, puede humillar al cielo eterno. Cada funeral es el fin del mundo. Cada santo una especie de recordatorio, no se puede entrar al santuario de la vida vestido con hipocresía, la luz solamente baña a los corderos que son capaces de tirarse a mitad de la ruta en busca de un verso de fuego, aquellos valientes que desentierran la roca de Sísifo para cargarla en su nombre. Mártires de las cosas que nunca comprenden, porque ser mártir es saberse pensado por el infierno, un cuerpo destinado al castigo que se escapó a tiempo, solo para llegar a donde tenía que estar, la profecía auto cumplida, huir del peligro del huracán hacia el ojo del mismo, inclinar la cabeza del camello para que su garganta sea rebanada por el filo de la aguja, la única manera de entrar a ese estúpido cielo. El niño es abandonado en el altar, sin bautismo ni comunión, no cabe en ninguna ceremonia, su celebración es la muerte. La Virgen de la sangre extiende sus brazos, con las palmas de las manos hacia el cielo, donde aparece la luz que le vino asignada desde su primera y milagrosa aparición. La plegaria sube hasta el polvo de la ruta, hasta la curva de la muerte, desde los ojos desollados de quienes se quedaron huérfanos de llama…

Me cago en tu fuerza divina,

me lloro en tus ojos de zorra,

me niego a saludar a tus santos,

tu Dios es un psicópata

que nunca duerme

por las noches,

que fabrica mentiras

para poder convencer al rebaño

de que la muerte es un descanso

 

Me cago en tu espíritu santo,

antiguo verdugo

de almas sagradas,

sádico sediento

de miradas enrojecidas

 por tu llanto hipócrita,

ritos mundanos

de corazones medievales

que no encontraron el camino

 

Me cago en tu hijo,

bastardo sin mares,

cordero siempre entregado

para hundir su perdón

sobre los cuerpos inocentes,

el rebaño sacrificado

para la próxima liturgia,

tu fiesta de egresada

de madre sin culpas

 

Me cago en mí,

el pecador sin dientes,

el animal sin sacrificio,

el destinado a ver

todo el teatro de males

que se nos ocurrió

desde que el verbo

fue primero

amar, sobre todo temer, y morir…

 

…Otro de esos días de calor y viento. Otra de esas ceremonias donde uno va a poner su cara de truco. Escuchar esa misa sintiendo los ojos indignados de todos los presentes sobre tu cuerpo. El comisario tiene la culpa, todas las culpas, tiene la piel curtida para soportarla. Pero nadie te regala una escultura, nadie te dedica un rezo, un altar. Es la culpa en su grado cero, antes del Dios, antes de la Virgen de la sangre, antes de la muerte, antes del verbo. En el principio estuvo la comisaría que te tocó en desgracia. Luego sobrevino todo lo demás. El infierno estaba plantado desde su raíz en el comienzo de todo. Y tu cuerpo en el medio. El objeto de sacrificio que nadie quiere rematar. Se necesita de tu cuerpo para que asimile todo ese dolor, toda esa indignación, pero en serio. Nada de ficción, un único culpable por su propia incapacidad, por su historia sin metáfora, por su cercanía a lo más árido de la tierra. Mirar a la cara de la madre, suspirar un “lo siento mucho, estamos trabajando para encontrar al culpable” ¿o era “a los culpables”?, no se acordaba o no importaba, o tal vez ni lo sabía. Había que plantar su cuerpo allí, había que escuchar esos llantos vedados, dirigidos directo a su alma. La voz satánica del cura, los ojos sangrantes de ira de la Virgen. La familia gritando justicia. La venganza a cualquier precio golpeando las puertas del paraíso futuro, una pesadilla pergeñada por la Virgen de la sangre y su glorioso último rezo.


*Cemental: Un término totalmente inventado, que viene a combinar las acepciones de las palabras cemento y semental, para darle más dureza y frialdad al nervio de los mártires y sus muertes. Acá utilizado como adjetivo. 

*****y claro, de fondo algo que rime con sangre.....sangre:

*************humildemente, Juan***************a mitad de camino entre historias y otras historias y otras historias y otras historias************************

La Llorona (Detectives del Rivadavia, capítulo 7)

  Un día más y ya no pasan como solían hacerlo en otros finales de primavera de la ciudad. Parece como si la luz se hubiera degradado, junto...