Crear en tiempos adversos



“El objetivo del arte no es la descarga momentánea de una secreción de adrenalina, sino la construcción paciente, a lo largo de toda una vida, de un estado de quietud y de fascinación” (la frase pertenece a Glenn Gould, citada en Yoga de Emmanuel Carrere)

 

El Yo que dice yo volvía de la marcha por la educación pública, era de noche, había tomado un par de cervezas con Scardanelli, que también había marchado, a pesar de que nunca había pisado una institución pública. Tampoco privada. En verdad, Scardanelli nunca había asistido a ningún tipo de institución, pero siempre sabía de qué lado estar en cada acontecimiento de la historia. ¿De dónde había sacado entonces esa capacidad? Lo que le dijo al Yo que dice yo no tuvo nada que ver con nada. Primero, tomó lo que quedaba de la botella. Segundo, salió con una confesión que nada que ver. Contó que el día anterior había estado sentado un par de horas, simplemente meditando. Exacto, sentado en el piso de cemento alisado de su piecita, sin pensar en nada en particular. Celular apagado, radio apagada y televisor no hacía falta apagar porque no tenía. Así como cuenta el escritor francés Emmanuel Carrere, que estuvo diez días abocado a esa labor, en un retiro espiritual que dejó sensacionalmente escrito en el libro referido al comienzo de esta nota (o lo que sea). Sí, el tipo estuvo diez días en el medio de la nada, meditando diariamente unas diez horas en promedio, interactuando y moviéndose lo menos posible. Contaba Scardanelli, mientras el Yo que dice yo trataba de reacomodar la situación del diálogo, porque ¿cómo había hecho este tipo para pasar de una charla más bien histórico política actual en presencia, hacia una historia mínima de su vida privada que tenía que ver con un libro que estaba leyendo? Un mecanismo tan extraño como fascinante, la mente humana en general, y la de Scardanelli en particular. Quiso saber cómo había aguantado tanto tiempo en una misma posición, si no se le habían entumecido los pies o la cola, o esa mente tan en fuga, en movimiento impredeciblemente perpetuo. No sé, respondió Scardanelli, lacónico y determinante. Lo que sí sé, amplió, es que después de esas dos horas de meditación me dieron ganas de crear algo. ¿Algo como qué?, quiso saber el otro. Algo artístico, o cercano a lo artístico. Y se me ocurrió que lo mejor que podía llegar a hacer era matarme. Acá debería describir el estado de alteración con el que el Yo que dice yo habría recibido la noticia, pero sería entrar en terreno ficcional. No lo sorprendió para nada. Por el contrario, le pareció tan natural como el esfuerzo de un chimango por abrir la bolsa de residuos en el canasto de una de las casas de calle Francia entre Rawson y Garay. Cosas que pasaban todo el tiempo en el barrio Rivadavia. ¿Y cómo fue que lo intentaste y fallaste, cosa obvia porque hoy fuimos a la marcha y estás acá caminando al lado mío? Te diría que soy un fantasma, pero eso ya lo sabés, redobló la apuesta Scardanelli. Y continuó con la excusa de la realidad mundana, casi rutinaria a esta altura del año, porque le confesó que quiso encender el gas del horno de la cocina, pero que ya se lo habían cortado. Muy cara la factura del gas, impagable. La confesión de Scardanelli no era más que una confirmación de lo difícil que sería el invierno en la ciudad, en el barrio. El Yo que dice yo continuó su camino, en dirección al chino, pensando justamente en que debía gastar lo justo y necesario para poder pagar la factura del gas, sino él también tendría el mismo problema que Scardanelli. También pensó en Emmanuel Carrere y esa manera de contar lo suyo tan desesperada, tan pura y lanzada a la vez, tal y como debería ser escrito lo mejor de la creación artística. ¿Cómo partiendo del caos se puede llegar a crear algo que permita la quietud y la fascinación con su lectura? Difícil de digerir. ¿Y cómo Scardanelli habría llegado a esa retorcida conclusión? Sería una salida adecuada a la lectura de Carrere, supongo. Un atajo que contempló para sí mismo muchas veces. Pero no es lo mismo estar en un departamento en París que en una piecita del barrio Rivadavia, por lo que más vale que a Emmanuel Carrere no se le ocurra dejar prendido el gas de la cocina. Por cierto, ¿en Francia le dirán cocina al ambiente del hogar y al aparato para cocinar también, de la misma forma que en español? Muchas preguntas le daban vuelta, al mismo tiempo que dejaba la bandeja de queso roquefort a un lado, porque parecía que el chino estuviera remarcando los precios al ritmo de la hiperinflación que supuestamente el actual gobierno está combatiendo. Batallas perdidas entes de empezar, una más. Vuelta a casa sin queso roquefort, pero con educación pública. Todavía. El Yo que dice yo se preguntaba cuántas cosas más quedarían por perder en su ya limitada existencia. O, mejor dicho, cuántas cosas quedaban por defender. ¿Habría mucho más que eso que era su hoy? ¿Cómo proyectar un futuro entre tanto límite impuesto desde afuera? ¿Cómo meditar en tiempos de crisis sin que la mente se vaya hacia el horno más cercano, porque prefiere un retiro voluntario por adelantado? Ahora le pasaba lo que le pasaba siempre que hablaba algo con Scardanelli: lo entendía unas cuantas horas después, cuando ya no estaba allí para continuar con la charla. Eso era algo que le gustaría corregir para, finalmente, lanzarse en la aventura de escribir su primera novela, o crónica, o biografía, o cualquier cosa que se pareciera a una creación artística que ayudase a calmar la ansiedad de personas sufrientes, anhelantes ya no de un futuro determinado, sino de poder imaginar al menos un futuro corto, onda la semana que viene. Ya era tarde, estaba cansado para escribir, no quería que su impulso terminara en una descarga de adrenalina, por respeto a Glenn Gould, por amor a los libros de Carrere.


***Música sugerida para la lectura, y para cualquier otro momento también:

**************************humil-demente, .....................................*******************************



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