Consejos para ser un escritor (y no morir antes del final de la historia)


Jueves 4 de junio, 1959

BIOY: Habría que escribir sobre los primeros pasos de un escritor.

BORGES: Sí, pero habría que hacerlo exagerando un poco.

(del Borges de Bioy Casares, en comienzo de La parte inventada de Rodrigo Fresán)

 

Tal vez, para conseguir dar con la realidad verdadera, más que decir y hacer habría que escribir. Y, un poco más precisamente, escribir fecha y hora del momento en que se escribe, más todos esos hechos que acontecen en el momento, como prueba de vida de jubilado pronto a cobrar en banco, o prueba de truco de mago con alucinante foto de diario futuro con datos de presente sucediendo tal cual en el pasado. ¡Abracadabra¡ aquí está el escritor, el Yo que dice yo, el escribiente del barrio Rivadavia, siempre esquivo y medio mal humorado, pero con todas las intenciones cada vez más…complejas. Punto número 1: escribir es complejo. Principalmente el comienzo. Una idea, un verso que no sea tan predecible, una oración que genere algo como Bruce Willis tirándose desde el décimo piso por una ventana de edificio en llamas, mientras millones de familias toman vino caliente entre medias colgadas en chimeneas disfrazadas de Navidad. Algo por el estilo, o justamente eso: un estilo. Sería el punto número dos: en busca del estilo perdido, con té y magdalena y el camino de Swan y Guermantes y la obsesión de pequeño Proust con el saludo materno de todas las noches. Gran idea para empezar a recuperar el tiempo perdido, y muy mala idea tratar de imitar semejante tiempo rescatado por ojeroso y enfermizo escritor muerto en cama y retratado en ese instante por Man Ray, para generarme pesadillas cada tres o cuatro semanas, que es el tiempo que se toman mis pesadillas en volver a pasar…Todo empezó con la leyenda del viejo de la bolsa, que no voy a profundizar ahora, pero que viene mereciendo adaptación cinematográfica digna hace décadas. Punto número 3: adaptar algo de toda esa maraña de fragmentos sin sentido que componen la realidad, hacia un lenguaje fluido que empiece a hacer la magia de la ficción, que no sería más que dotar de ese sentido a aquello que no lo tiene. Entonces pasa lo que dice Paul Auster en su libro La invención de la soledad, algo así como que la ficción tiene eso de que le da sentido a lo que en la realidad no lo tiene. A saber, las acciones de los personajes de una novela – por ejemplo – están concatenadas por la historia, por la lógica que le otorga el narrador y que luego retoma el lector. En cambio, en la realidad, cada hecho se da por separado y no tiene ningún sentido, no están unidos por ninguna lógica. No se leen así, ni los protagonistas necesariamente concatenan las acciones. Viven ese presente efímero y hacen lo que pueden, las lecturas lógicas pueden venir después en el diván, en la confesión en iglesia que sea, o birra mediante con algún amigue – y aguante el inclusivo, insisto, hoy más que nunca -. La ficción nos da pistas, nos obliga a atar los cabos, porque la historia ya tiene su lógica. Punto cuatro: dotar de lógica un lenguaje que no la tiene. Como por ejemplo esta suerte de manual corto sobre la escritura. Para lograr un texto más o menos coherente, hace falta que lo que se escribe tenga algo de lógica, o al menos la sugiera. A saber, empezando por dos viejos maestros del relato y la novela, siguiendo por esos dos escritores tóxicos que son Fresán y Auster, desembocando en el Yo que dice yo, que es…Antifaz de por medio, o camiseta con S en el pecho, o capucha de arácnido, o soga de la verdad. Para Mario Santiago, poeta infrarrealista mejicano, la letra & simboliza la soga del ahorcado, y por eso la usaba para condenar a muerte a algunos de sus versos, sin sentencia ni juicio previos. Punto 5: lograr un ritmo adecuado, que no es ni más ni menos que el que solicita cada relato. Hoy temprano estuvo lloviendo bastante, y parecía que el día se iba a quedar así de oscuro, pero resulta que a media mañana despuntó el sol y una persona llegó en moto a la esquina de Francia y Garay, se subió a la vereda, apoyó el vehículo contra el paredón y cayó sobre el pasto totalmente convulsionado, en estado de shock. La cuadra del barrio se paralizó por unos segundos, hasta que los más atentos acudieron a socorrer al pobre motoquero que yacía boca arriba, espumando y sacudiendo sus extremidades con la violencia que caracteriza la pérdida del control cerebral sobre las funciones del cuerpo. Toda una escena dramática, que desembocó en el arribo de la ambulancia, con posterior traslado del convulsionado, que ya puesto en la camilla mostraba signos de leve y lenta recuperación. Eso, una anécdota un poco exagerada, con algo de verdad y de posible realidad, pero toda ella ficcionalizada, toda ella vuelta ficción. El ritmo que tuvo que surgir era inevitable, no se me ocurre que haya otra forma de contar ese incidente. Sí se me ocurren posibles finales, motivaciones y demás cuestiones. Punto seis: lograr un final, y punto. Esto quiere decir, no andar alargando lo que ya maduró bastante bien solito, no forzar emociones que no correspondan o que son superfluas para la historia, Mejor dejar que las cosas se vayan acomodando en su lugar. Eso, primero deberíamos encontrar un buen árbol por acá nomás, con la altura debida y al menos una rama lo suficientemente fuerte para cargar con el peso de un escritor, el Yo que dice yo. Una vez encontrada esa rama, atar fuertemente la soga &, que definitivamente es el objeto necesario para que avance la historia, esta historia. Y luego proceder a contar el lógico desenlace, que sería la manera de acabar con un escritor del barrio Rivadavia, o con el arte en la ciudad de Mar del Plata / Batán, o simplemente dar con el final adecuado para la historia del día. Una más, una de tantas.

*y si hablamos de suicidas, este tema va de fondo:

******************Yo ya no sé qué haceeeeer******humildemente, el Yo que dice (o decía) yo*************************

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