En
una jugada impensada, inimaginable, imposible de imitar en cualquier deporte o
actividad similar, el ajedrecista Magnus Carlsen logra vencer, una vez más - y
seguro que por última ocasión - a uno de sus rivales más complicados. El tipo
es una celebridad, y con esa confianza ingresa al centro del salón donde se
lleva a cabo el campeonato mundial, el último - o uno de los últimos - que va a
jugar, porque dice estar cansado de todo lo que tiene que ver con el ajedrez,
de las piezas, de cada casillero, de las mismas caras de los derrotados que lo
saludan con un gesto que ya se le hizo insoportable. Pero está esa jugada, que
ni de lejos fue la última, pero es la primera que le veo hacer, y es un video
que está muy genial, aunque es demasiado corto. En él, Magnus entra a jugar la
partida con una chomba que lleva su apellido, como una típica camiseta de
equipo de fútbol. Después se sienta frente a su rival, ante la atenta mirada de
cientos de personas, y comienza su ritual de toda la vida, desde los trece
años, momento en el que dejó la escuela para dedicarse a eso de ser jugador
profesional, un maestro. Sus movimientos corporales son los típicos de un
neurótico, un tipo ansioso, nervioso. Todo lo que uno imagina que un campeón
del mundo de ajedrez no debería ser. La partida se da frenética, a pesar de que
su rival - cualquiera de los que son vencidos por él todos los años - luce más
sereno y concentrado. El reloj va y viene, los movimientos al principio son más
automáticos, las piezas son sacrificadas en cada momento en que se plantea el
intercambio. Todo así hasta que el juego comienza a entrar en terreno de
definiciones. Ese momento en el que cualquier movimiento puede inclinar la
balanza definitivamente, para cualquiera de los dos lados. Ellos lo sabían de
ante mano, la gente que mira con dramatismo lo sabía de ante mano: todo el
mundo preparado para ese momento, el de las definiciones. Ese instante del
juego en el que los pocos peones sobrevivientes intentan llegar al campo
contrario para coronar y metamorfosearse en reina. Los dos reyes custodian sin
adelantarse demasiado, para no caer en el paralizante jaque. Dos peones se
sueltan, uno de cada lado. El negro va camino a coronarse, un casillero por
delante del blanco, que corre de atrás y parece que nunca llegará a tiempo. El
blanco es el de Magnus, y tal vez por eso cuenta con un algo diferente, aunque
reitero: no lleva las de ganar. El público sabe perfectamente que quien primero
transmute su peón por la reina será el ganador de la partida, por una cuestión
muy obvia: tendrá un movimiento de ventaja, y en el terreno del ajedrez
profesional, un movimiento de ventaja es un montón. Magnus también lo sabe, su
rival trata de manejar la ansiedad que lo empieza a atrapar. Está a punto de
vencer al súper campeón noruego, algo impensado. Muere por ver su cara de
derrotado, sueña con el gesto que va a poner cuando tenga que darle la mano
indefectiblemente, aceptando lo inevitable de la derrota. ¿Y qué dirá después
de tamaño cimbronazo Magnus? ¿Se retirará con una derrota? ¿Acabará su legado
un movimiento por detrás de su rival? El mundo del ajedrez se paraliza,
como hace siglos lo viene haciendo frente a un tablero, que tiene la
peculiaridad de ser siempre el mismo, con las mismas piezas, los mismos
movimientos, las mismas respiraciones, un jugador contra otro. Nada más, tan
simple como eso. Y tan complejo como contemplar cada jugada con el reloj a un
costado, marcando lo frenético de la vida, eso de que hay tiempo para pensar,
pero tampoco tanto. Porque el reloj se va consumiendo, las piezas se van
gastando, los jugadores envejeciendo. Magnus mira el tablero, luego mira la
pantalla gigante, como buscando resolver un misterio que termina con su
defunción. Algo antes debe haber, un intento más tiene que resultar, un salto a
la nada, quién sabe. La partida llega a su momento crítico. El peón de Magnus
llegará a coronar un movimiento después que el de su rival, es un hecho. Las
negras tienen ventaja, el peón ya es reina y se pondrá a tiro del rey de las
blancas en su próximo turno. El rival de Magnus está extasiado, a pesar de que
pone cara de póker, cara de cazador seguro pero medido. Magnus es pura locura.
Magnus es Mozart, una última vez. Y como él, tiene pensado inventar algo
inesperado, algo que va a dejar al resto del mundo con la boca abierta y una
certeza: lo inevitable, termina por suceder...siempre. Magnus llega con su peón
blanco un movimiento por detrás, y lo corona. Pero no elige a la reina, lo que
todo el mundo hubiera hecho, lo que su rival sabía que iba a hacer. La pieza
por la que cambia al peón es un caballo. Las miradas del mundo ajedrecístico
quedan congeladas, la sorpresa es mayúscula. ¿Qué hizo Magnus? ¿Se rindió?
Nadie, ni siquiera su rival lo termina de comprender. Solamente la realidad lo
notó: ¡Es jaque! recuperó la ventaja, imprevistamente. La Historia estaba
preparada para que cambiara el peón por la reina, estaba diseñada para ese fin,
tenía que seguir ese libreto. Pero a Magnus se le ocurrió una última
genialidad, un cambio rotundo de argumento: que sea el caballo el que, con ese
peculiar movimiento que permite saltar uno o un par de casillas, se adelante
para poner en aprietos al rey, y así paralizar a la reina de las negras, que se
disponía a terminar la partida. La sorpresa es tan grande, que su rival no sabe
qué hacer, no tenía pensada una jugada para ese cambio, toda su maquinaria
ajedrecística de años estaba preparada para que Magnus hiciera lo que se
suponía tenía que hacer. La partida termina ahí. El rival de Magnus no quiere
continuar, sabe que el final será el inevitable fracaso, una vez más. Ese
caballo lo perseguirá hasta que termine entregando a la reina, y luego el jaque
mate irreversible. ¿Dónde había quedado la ventaja? ¿Cómo no vio venir esa
jugada? Estaba controlado, todo el tablero. Pero un instante de lucidez, un
instante de Magnus como Mozart, y la vida entera cambió. Terminada la partida,
llega el saludo de siempre, los aplausos de rigor, la revisión de jugadas, para
luego terminar con las notas a la prensa especializada. Y la pregunta del
millón para Magnus: ¿Cómo se le ocurrió cambiar el peón por el caballo en un
momento tan crítico? ¿Cómo confió en una pieza tan débil para el final? Y la
respuesta del campeón noruego es tan clara que parece obvia: "Necesitaba
saltar para adelante, porque debía recuperar un movimiento. Y el caballo es la
única pieza que puede hacer eso" Lógico, tan lógico que nadie más pudo
verlo. Y nadie más lo verá.
*Tal
vez las palabras de Magnus no fueron exactamente esas, pero en la recreación me
pareció que quedaba bien que las dijera así. Creo que después de ese retiro
volvió a jugar hasta no hace mucho tiempo, y no le fue tan bien. Igual es
considerado uno de los jugadores más grandes de la historia del ajedrez, juego
del que sé apenas mover las piezas, pero que considero que tiene una belleza en
sus movimientos que vale la pena atender, sobre todo si es Magnus Carlsen el
que ejecuta. Música de fondo, de su noruega natal, por Aurora:
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