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En un café


Después de muchos años y hoteles y poemas y dolores de cabeza, este hombre vuelve, por azar, a sentarse en el café que le gusta…

Largo tiempo había pasado, y se sentó en ese lugar del que, en verdad, nunca se había ido. Y si lo había hecho, ya no lo recordaba. Como suele suceder cuando uno está en el lugar donde tiene ganas de estar, con quien tiene ganas de estar. En un principio, la pregunta que surge inevitable es: ¿Por qué no habré vuelto antes? Las sillas y las mesas eran totalmente nuevas, respetaban la estética en boga, lo que estaba de moda en los cafés céntricos. Una pinta medio rústica, muy marrón cabaña, bastante incómoda para el culo, pero que a la vista quedaba bien, daba la sensación de que al menos no molestaba y el café se mantendría caliente. Se sentó y pidió lo de siempre, al mozo de siempre.

… y las piernas de ese café sin duda están maltratadas por las várices  y algo rasposas de tanto depilarse, y también su rostro, piensa él, no es una flor en cuyos pétalos se sostengan los cadáveres de tres abejas, sino un rostro blanco, con pecas, común y corriente…

Lo saludó con una expresión de asombro contenido, como si estuviera de vuelta de una temporada en el infierno, pero sin final abrupto. Como queriendo decir “Bueno, venís zafando, y menos mal porque no quedan tantos clientes en la ciudad, y la verdad es que llegar a fin de mes cuesta cada vez más”. Y él pensó que ya había escuchado demasiadas veces esa frase en la cara de las personas, casi desde que tenía uso de razón, o capacidad de almacenar cosas en la cabeza y utilizarlas cuando fuera la ocasión debida. En la televisión pasaban un partido de fútbol que no le importaba a nadie, porque era mejor eso que cualquier canal de noticias con anuncios llamativos de tragedias y más malas nuevas. Porque las noticias tienen que ser malas noticias, sino ¿a quién carajos le pueden importar?

…y se da cuenta que todos los poemas que le escribió son una santa huevada, pero le duelen tanto, lo abren tanto, que no consigue hacer nada mejor que aferrarse a ese tronco pálido, palpitante, y ponerse a llorar…

Los parroquianos eran, más o menos, los mismos de siempre, los de la vida anterior. Eso lo tranquilizó. Tomó algo del café con leche, y los miró un rato. No quiso perder el tiempo leyendo un libro de poemas de Juana Bignozzi, porque ya se los sabía de memoria, eran los versos que lo acompañaban todos los días, los que lo mantenían con cierta cordura, con cierta esperanza en algo. Uno de los asistentes de siempre se quedó mirando una libreta escrita en cursiva, mientras tomaba su cortado. Miraba obsesivamente esas raras palabras, que eran como jeroglíficos que vaya a saber qué cosa conjuraban. ¿Sería algún secreto? ¿La fórmula del éxito? ¿Recuerdos innombrables? ¿Poemas jamás recitados? No lo supo, no lo sabría, ni tampoco le importaba tanto. Siguió mirando el café, el lugar, su gente. Reconoció a un antiguo vicioso del Casino, que cada vez que perdía – y esto era lo más común – se pedía un champagne para celebrar que todavía respiraba, y que mañana sería mañana y él estaría ahí para jugarlo. Le llegó la botella en la frapera, descorchó y brindó en soledad recordando ese pase que no le funcionó. Dos señoras mayores dejaban rastros de labial rojo carmesí, en sendas tazas de té, porque el café genera mucha acidez, y ellas pensaban en una batalla más, una temporada más de juego, que es algo que todos nos merecemos cualquier noche de invierno.

…por él, por ella, por todos los jóvenes que en esos años estaban enamorados, pobrecitos.

Hacía frío, lo cual es muy obvio. Él estaba más solo que en otros tiempos, que en aquella temporada anterior. Miró por la ventana, las cosas no habían cambiado tanto, pero ninguna era lo mismo. Le surgió la duda de toda la vida, el tiempo y el espacio, sus misterios. En ese caso, el espacio era el mismo de antes, de hace años, el café de siempre, en la esquina de siempre. Pero el tiempo era otro, y lo sentía. Sentía la espesura del tiempo, sentía su materialidad influyendo en los sentimientos, en las acciones recordadas, en el presente que se consumía con su ritmo frenético. Trasladarse era nada porque el tiempo se llevaba todo. Volver no era volver a ningún lado, sino más bien llegar otra vez. Pero más cansado, porque el tiempo es una magia divina con trampa. Toda esa nostalgia se cortó con la llegada de la cuenta. Se fueron apagando las luces, mientras los parroquianos se retiraban sin saludar. Apenas gestos, porque para qué despedirse si mañana es mañana, y vamos a estar todos ahí, respirando. Entonces tomaron cada uno, cada una, cada une, su camino en la noche, una senda de cemento que en verdad es una avenida mal iluminada, que conduce directo a la costa, donde va a morir cada uno de nuestros fantasmas, o a lavarse las manos para volver a empezar.


*Si unen las partes en cursiva, tienen un poema de Roberto Bolaño que se llama: Chant of the ever circling skeletal familiy, que no habla de ningún café, sino de alguna mujer. Y como fondo musical, lo que sonaba en el café, creo:

*************************Humildemente, Juan*********Bueno, a lo mejor no sonaba ese tema en el café, pero debería******************

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