(Jorge Luis Borges, Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges)
La memoria
como una cuarta dimensión, o como una mansión que empieza vacía y se va
llenando con el paso del tiempo. Se va llenando de caras, de gestos, de
humores, de cosas, de techos y de todas las densidades que los vínculos arrojan
como piedras pesadas desde la calle. Y la memoria no puede salir de sí, porque
es esas paredes, esos espacios ocupados, esos vacíos dolorosos y demás
menudencias. Pero no puede salirse hacia la calle, no puede ser la memoria del
mundo, exterior. Apenas le alcanza para una habitación y sus compartimentos
¿Hacia dónde ir con la memoria, es posible volver a vaciarla? No, las cosas que
se posan en ese ambiente, quedan y no tienen un sentido lineal, no respetan
orden alguno. Como mínimo dejan una huella, una marca que indica que por allí
hubo algo que tuvo su lugar, su intención, su sentido. Imposible vaciar ese
espacio con la voluntad de olvido, simplemente no funciona ¿Elegir lo que la
memoria va a dejar entrar en su living? Menos posible, todavía. Las cosas
entran porque de alguna manera sabían el camino, conocían el mecanismo de la
puerta y sus lucubraciones. Pero no hay nada que se pueda hacer para dejar
afuera lo que mejor sería no recordar. No funciona de esa forma tampoco, no hay
portero o lista de invitados ¿Entonces? Rendirse ante su poder, y sentarse en
ese sillón de entrada para ver todas esas caras que se van acumulando, todos
esos gestos que no van a dejar de despertarnos una madrugada, para demostrarnos
que las cosas no se pueden controlar, no se deben controlar ¿Cómo evitar la
locura? Imposible, contra ciertas enfermedades no hay cura, simplemente porque
no existen como tales. Sería un modo de percepción, un camino que hay que
elegir. Y defenderlo, nunca olvidarse de defender los ¿para qué?, sin eso la
mansión se cae, se derrumba por el peso del tiempo. Tiempo, una historia, un
segmento de vida que se comparte con un montón de vacíos y tinajas sangrantes.
Varios saltos para cualquier lado, el desorden de los compartimentos que nunca
pueden ponerse en fila, porque van más allá del lenguaje y de cualquier otro
sistema. La memoria y sus propios motivos, sus incognoscibles reglas, sus
idiomas desconcertantes. Ese poema de Borges que, precisamente, está lejos de
ser el más memorable. Ni siquiera es uno de los mejores, pero que tal vez
explica mejor todo este misterio. Unos versos, bastante pocos, dedicados a la figura
de un antepasado militar, muerto en alguna batalla intestina de esas que se dan
todo el tiempo en la Historia del siglo diecinueve. Y sobre guerras es de
seguro que alguien va a escribir, y que alguien más va a leer, porque es un
clásico de todos los tiempos, de todas las humanidades. Entonces, el coronel
Francisco Borges es abordado por este poeta más de un siglo después. Mejor
dicho, es contado por sus versos. Y el poema es más una justificación de una
mirada: Francisco es recordado como le hubiese gustado ser recordado, en su
universo que es el del campo de batalla, en una tarde que va desapareciendo
paulatinamente junto con su figura que será ametrallada. Y sin embargo esa
figura en la memoria del otro Borges, es eterna, porque es un guerrero en su
caballo, con su espada y rumbo a su destino. El único destino del que es digno.
Y todo es una gran mentira del lenguaje y de la memoria. Pero no importa. El
Borges poeta aclara que para describir en versos a ese coronel Francisco Borges
intentó no moverlo mucho, que la poesía casi no lo toque. En ese casi está toda
una mansión, llena de recuerdos, poblada de caprichos, de rayos que iluminan lo
que quieren. Otra vez, de gestos, de destinos que vaya a saber en qué realidad
pueden llegar a habitar. Todo dando vueltas en una especie de abismo que es el
olvido, y en el que nadie quisiera caer. Mucho menos Borges, que le temía
mucho, más que a los espejos. Después escribe eso de la memoria como cuarta
dimensión, y ya la alquimia queda expuesta. Borges recuerda lo que quiere, y lo
pasa por los versos que le parecen mejor. De ahí en adelante seguimos caminando
sin pararnos a mirar atrás, porque no vaya a ser cosa que nos choquemos con
alguna realidad, y eso sería terrible para la poesía. Seguir hasta que esa
tarde crepuscular se someta al juicio final, nos someta al juicio final.
Después bajarse del caballo, porque a todos nos toca. Sentarse a morir entre
los pastos de la llanura mansa e idiota de cualquier campo. No sin antes mirar
hacia atrás, ahora sí, para contemplar esa mansión gigantesca. Pero esta última
vez sí, abrir la puerta para que todas esas caras, esos gestos, esas cosas,
esos vacíos, se esfumen para siempre en el horizonte. Dicen que esa parte es el
instante en que la vida se te pasa toda junta, como en una película. Creo que
es mucho más verosímil pensar que lo que se va proyectando es lo que la memoria
guardó con recelo por todo el tiempo que le tocó habitar. Y que en esos últimos
suspiros, nos liberamos de ella para siempre. ¿Cómo se llamará ese estado? Alivio,
sin arrepentimientos, como si el suave viento pampeano tejiera su último
recuerdo en la retina cansada de un chimango.
****Como fondo musical, siguiendo el tren de lo clásico:
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