“-¿Qué es esto? ¿Qué me sucede? – Decía – No quiero dejar la jungla, y no se lo que me pasa. ¿Me estaré muriendo, Bagheera?
-No, hermanito. Esas son lágrimas, tales como las que acostumbran a verter los seres humanos –Respondió la pantera- Ahora no me queda duda de que eres hombre, y no un cachorro. En lo sucesivo, la jungla estará cerrada para ti. Déjalas correr, Mowgli. Son sólo lágrimas”
(El libro de las tierras vírgenes,
Rudyard Kipling)
En algún
momento de su infancia había leído ese pasaje de El libro de las Tierras vírgenes, en el que el pequeño Mowgli, criado
por los lobos, debe separarse de ellos y es el acto de llorar lo que le marca
su carácter humano, el límite de separación con el resto de los animales de la
selva. Ese instante puede ser trasladado a cualquier momento de la vida en que
las cosas cambian. Pero no cualquier cambio, sino esos cambios que resultan
irreversibles, que son también grandes pérdidas. Así se sentía en aquel
momento, el de la mudanza. Ya no estaría más por las tardes en la esquina de
siempre. Abandonaba aquel rincón del mundo y no sabía si sería posible un
regreso. O sí lo sabía, porque era factible volver en algún momento. Pero
ninguna vuelta es igual, nunca vuelve la misma persona que se fue, y tampoco es
exactamente el mismo y preciso lugar que fue abandonado en el pasado. Tampoco
lo consolaba el hecho de que las cosas y las personas y las vivencias quedaran en
lo más estimado de su memoria, porque sabía que eso era algo espectral, y que
se iría alejando con el paso de los días. Tal vez algunos fantasmas o sombras
de amistades lo acompañarían en un primer tiempo, algunas frases o palabras
características que le arrancarían una sonrisa, y ese gesto angustioso
acompañado por un: “cómo desearía que estuvieras acá”. Para ver las cosas como
las veíamos antes, cuando parecían eternas y nosotros con ellas. Pero nada
perdura, es imposible. Y la mudanza definitivamente lo ponía en ese lugar, el
del ser en traslado, en busca de una nueva configuración, un nuevo entorno.
Entonces la ansiedad y la expectativa por lo nuevo se mezcla con la angustia
por dejar ese lugar, el lugar de la manada, el espacio donde se congregaban
todos los días unos habitantes que tenían algo muy particular: lo querían. Él
también, con alguna lágrima por el piso, quería querer a esas personas que lo
acompañaban en el intransferible acto de sentarse por las tardes a compartir una
cerveza. Tantas tardes, tantas botellas, tantas charlas al pedo. Que son las
mejores cosas que nos pueden pasar en una vida, y en varias. Llegaba la hora de
la separación con el seno barrial, un lazo tan profundo como irrompible, un
trozo de ADN, un pedazo de identidad que llevaría como herencia irrenunciable.
Se sentía el pequeño Mowgli, llorando, separándose de sus amigos y su familia
para ser nada menos que: un hombre entre hombres. Y esa era la razón total de
la especie, su ontología, su marca distintiva dentro del reino animal, dentro
del universo: el llanto. Y no cualquier llanto, sino el que se forma producto
del abandono del lugar de arraigo. A partir de allí, viviría como un exiliado, errando en cualquier parte, acompañado por sus convicciones y algunos libros.
Sobre todo, esa novela de Rdyard Kipling. Y eso que sabía perfectamente que el
escritor hindú-británico había sido un imperialista recalcitrante. No le
importaba, porque a esa novela la amaba, porque esa novela le hacía recordar
todas las cosas que eran importantes en la vida: la pertenencia a la manada, a
su gente, a la calidez de quienes lo querían así como era. Y lo inolvidable de
ese pedazo de espacio, esos caminos, esos árboles, esos pastos, esa esquina,
los lugares que eran él mismo. Las cuadras que resultaban el universo entero, y
que no hacía falta nada más. Nunca entendió a las personas que no sentían
arraigo por el lugar en el que estaban, no tenía sentido para él. Pensaba: “Y
si se quejan todo el tiempo, ¿para qué están ahí?” Pero ahora le tocaba contradecirse,
se iba del lugar al que pertenecía. Cualquier excusa no le satisfacía.
Oportunidades nuevas, cambio obligado por la situación económica, una casa que
vino de arriba en otra parte, etcétera. Todo eso podía ser verdad, pero no lo
consolaba. Y lloraba casi sin quererlo, las lágrimas se escapaban con propia
voluntad y sin ser advertidas. Era el cuerpo el que más extrañaría aquella
esquina, el barrio Rivadavia. Armó un bolso con las pocas cosas que tenía, se
fue directo a la esquina de siempre, que ya no tendría esa eternidad encima, ya
no cargaría con su historia, con la densidad de sus emociones. A menudo, un
pedazo de cordón y una medianera son las cosas que más amamos en el mundo. Pero
nunca termina de alcanzar, porque existe el deseo, o alguien inventó esa
palabra y ya no hubo vuelta atrás. A vivir deseando lo que nunca sabemos qué
carajos significa. Gran manera de vivir la de estos días. Entonces Mowgli se le
venía al pensamiento. Mowgli paseando por su selva, por su espacio. Mowgli
definido por cada gramo de tierra, por cada cardo pisado, por cada rama
arrancada a un árbol. Mowgli hablando a diario con la pantera, su gran aliada,
su amistad más gloriosa. Y luego Mowgli fuera del paraíso, en el espacio que le
dicen que es el suyo, pero que él no siente así. Mowgli siendo otra cosa.
Mowgli llorando, siendo hombre por primera vez y para siempre. A partir de allí,
un largo camino de envejecimiento paulatino, alejado cada día un poco más de su
lugar de pertenencia, de sus objetos, de su manada. Se secó las lágrimas con la
mano, se fue a tomar el colectivo a la avenida Jara. No saludó a nadie, porque
nadie pensó que se estuviera yendo para siempre. El Yo que dice yo empezaba
otro camino. El Yo que dice yo se despojaba de su propio nombre, de su
contexto. ¿Para qué escapar de donde uno se siente tan bien? ¿Cómo era esa
palabra que había inventado la humanidad en algún momento? ¿Ese sentimiento que
lleva a cometer las empresas más disparatadas y sin sentido? En el colectivo
sacó el libro de Kipling y se lo ofreció a una pequeña niña, que viajaba a su
lado. La niña apartó la atención de su celular. Lo miró sin entender el gesto
en un primer momento. Luego, se negó a tomar el libro, no tenía donde poner
semejante artefacto, que además no se conectaba a ninguna red wi-fi.
*****Y una música de partida, como telón de fondo:
***************************Humildemente, yo**************posta que me quedé sin agua caliente en el calefón***********
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