No me digan
que no me entienden nada de lo quiero decir. Entre los tantos defectos que me
adornan, puede ser que se encuentre el de la cabezadurez. Y digo puede ser,
porque todavía mi psicólogo no lo pudo definir con nitidez. Pero no, mentira,
todavía no saqué turno con ningún psicólogo, como todavía no lo hice con
cualquier otro médico. Porque una de las premisas centrales de la adultez, ya
pasando los cuarenta, ya pisando los cincuenta, y ya hundido en los sesenta, es
esa de que resulta fundamental la opinión de los profesionales de la salud sobre
las capacidades de tu cuerpo para mantenerse vivo. Terrible realidad que suena
inobjetable. Al parecer, después de cierta edad, las fallas en el sistema son
muy comunes y es mejor anticiparse para no pagar tan caro el colapso. Entonces
aparecen esos casos ejemplares en los que una persona “podría” haberse salvado
de morir tan rápido si le hubieran detectado a tiempo la enfermedad “x”. Y ya
no nombro ninguna enfermedad por las dudas, me volví bastante supersticioso.
Además, conozco cada vez más gente que se siente “tocada” cuando escribo el
nombre preciso de alguna afección. Afección, pésimo sinónimo de enfermedad, que
casi no tiene nada que ver con esa palabra que no quiero repetir, pero qué le
voy a hacer, el paso de los años no son gratuitos. Porque del intento de escribir
la gran novela monstruosa a lo Moby Dick,
va quedando un balbuceo semanal que no sirve para casi nada. Y esto último se
lo leí a Vila Matas en su última novela. Ok, no fue exactamente eso lo que
escribió, pero tampoco quiero pagar derechos de autor, y menos de Vila Matas
que vende su novela a un precio bastante elevado para un bolsillo del barrio
Rivadavia. Ojalá hubiesen proliferado los escritores, las escritoras en la
esquina de Francia y Garay. Ojalá hubieran contado todas las historias posibles
y me las hubieran vendido por cien pesos. Qué feliz que sería. Y qué
desconfiado que sería, porque de la felicidad, en este momento de mi vida,
desconfío un montón. Mejor tomar esos instantes tan lindos como versos de Verlaine,
lejanos y hermosos, pero tan efímeros como……….una comparación que prefiero
dejar en blanco, porque a esta altura ya estoy saturado de comparaciones. A lo
mejor la lectura no me sirve para nada. O peor, la lectura me sirve para ir
eliminando cosas que ya no necesitan ser escritas. Entonces ¿qué escribir? *Y hago
una aclaración: el ¿para qué escribir? que se me hace la primera pregunta que
debería hacerse todo aspirante a la escritura, ya no es una cuestión que me
preocupe en este momento, este año 2023, en el que vi en un semáforo de Jara a un flaco vendiendo rosas a mil mangos.
Considero que esa pregunta está obsoleta, porque la realidad es que escribo y
punto, como respiro o voy a cagar al baño, y esa es una – mejor dicho dos –
comparación que vale la pena escribir. Y ya me contradije, porque lo que tiene
de muy interesante – como la revista – la escritura es eso: resulta un campo
autónomo en donde puedo probarme la pilcha que se me venga en ganas. Y no,
obvio, tampoco necesito que Richard Gere me ponga cara de pelotudo alzado para
ver qué cosa me queda mejor. También estoy un poco pasado de tiempo para eso.
Pero el ¿qué escribir? sí es una pregunta que se me aparece en los sueños.
*Otra aclaración: es increíble lo bien que estoy soñando últimamente. Pido
perdón por eso a todas las personas que se preocupan por mí, a la realidad
diaria en el barrio Rivadavia que no es la mejor, pero la verdad es que cuando
me acuesto y sueño la paso cada vez mejor, aunque no me acuerde los argumentos.
Tal vez, es la muerte tirándome onda, ¿quién sabe? Tiempo. Bien, sobre ¿qué
escribir discurrimos? La fantasía nunca se me dio bien, lo siento. La realidad
ya está bastante bien delimitada por las sociedades, tampoco necesita de mis
servicios, de mis malas comparaciones, de mis metáforas gastadas, paso también.
En el medio puede haber un gris oscurísimo, y ahí encontrar mi lugar para
continuar quemando hojas. *Otra aclaración más: “quemar hojas” llamo al arte –
o lo que fuere – de sentarse a escribir. O tirarse a escribir. Es más, una vez
escribí andando en bicicleta, en una etapa medio confusa en mi vida. Otra
tarde, emulando a Mario Santiago, me lancé por la avenida Jara escribiendo, en
una esquina sin semáforos. Creo que no me pasó nada, o a lo mejor sí y ese es
el problema. Como sea, comprobé que se puede escribir en cualquier situación,
inclusive con Coronavirus y mirando la final del Mundial. Y digo escribir
cualquier cosa, lo que aparezca en el momento en que el rayo creativo parte la
cabeza inerte. Esa última imagen puede que haya sido literal, porque una vez
escribí caminando bajo una tormenta eléctrica. De vuelta al lugar gris en el
que siento algo de comodidad para la escritura, puede ser que mi estilo esté
más cerca de eso que se podría llamar “grupo de poetas desterrados”, y que es
un término inventado de tanto leer poetas Franceses de la Edad Media, que se
dedicaban más al robo y el tráfico ilegal que a la poesía. Pero para mí y mis
cofrades, la escritura es un robo y es un contrabando constante, que tiene que
ir por carriles opuestos a los de la lógica diaria, y que tiene que ser
inyectado como una droga de dudosa calidad. Después, ver qué pasa, cuáles son
los efectos en cada lector, en cada lectora. Ese es el terreno del pánico, por
eso no pienso nunca en quien va a leer cualquier cosa que escriba. No es mala
onda, no es indiferencia, es………no tengo idea de qué puede significar esa
negación mía. Ya les dije, todavía no saqué turno con ningún psicólogo, ninguna
psicóloga. *Última aclaración: los escritores de la esquina de Francia y Garay
no tenemos obra social.
*****¿Qué carajos tiene que ver la foto? Muy poco, fue una noche de pileta probando giladas, intentando emular la portada del disco de Nirvana pero sin bebé ni dólar. Ah! y por eso va este tema de fondo:
****************************************Humildemente, el Yo que dice yo***************que manda fruta***********transmitiendo desde una estación fuera de tiempo***********
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