Nota de suicidio de un discípulo de Cobain para un fanático de Artaud

 


El tiempo puede pasar y las convulsiones sociales del mundo arrasar las ideas de los hombres, pero yo estoy a salvo de toda idea que penetre en los fenómenos. Déjenme en mis extinguidas nubes, con mi inmortal impotencia y mis absurdas esperanzas. 

(Antonin Artaud, Fragmentos de un diario del infierno)

 

He elegido el dominio del dolor y de la sombra como otros el de la irradiación y el amontonamiento de la materia.

No trabajo en la extensión de cualquier dominio.

Trabajo en la duración única (ídem)


Hace exactamente un rato que me pareció escuchar una voz, que se filtraba por la ventana del living del PH donde me toca, ocasionalmente, pasar esta etapa de la vida. Mi vida, debería decir, si tuviese algún tipo de control o influjo sobre ella, pero no es para nada así. A lo mejor, escribir lo que esa voz dice sea una manera de ubicarme en la realidad de este tiempo, un fragmento existencial controlado por fuerzas que me son totalmente ajenas y hostiles. Esa distancia que separa lo no propio de lo que puede hacerme daño, es la realidad o la vida o el presente, lo que suene más sólido para no ser derribado antes de tiempo. Esa voz, que no es la de nadie en especial, tiene un poco de todos los sonidos que he podido recoger a lo largo de los años. Un sonido hecho de cientos de voces, algunas que todavía me hacen estremecer el corazón o remover las tripas. Todas en una única dirección que me afirma que debería alejarme del frío, al menos un par de temporadas. Igual eso no es lo raro. Lo más llamativo es que no puedo captar ningún dejo de cariño en esa voz que son las voces que me acompañaron por un tiempo, que me dijeron te quiero muchas mañanas. Ahora ya no se siente calidez, la advertencia es más una suerte de anuncio de profecía fatal a punto de ser cumplida, como si supiera que con ese aviso se asegurara mi muerte. Porque después de semejante declaración es obvio que no me iría a ningún lado, que si esta noche es fría en el barrio Rivadavia, perderé la oportunidad de salvarme hacia costas más cálidas. Muy por el contrario pienso acostarme en la vereda más congelada, en cuero y con solo un calzón y las medias como abrigo. ¿Para qué tanto sufrimiento? Calculo que es lo mejor que me sale hacer, sufrir en soledad. Un arte que puedo seguir perfeccionando hasta la muerte, y que inclusive podría volver a intensificar en el más allá de cualquier religión. En eso soy el primer mártir que no reclama su derecho divino, ser pintado en un lienzo, aparecer en algún escrito sagrado o ser inmortalizado en bronce o mármol. Digamos que soy un mártir gratuito, que no merece la pena, que no vale ningún esfuerzo, porque lo hace por deporte, no por convencer a los dioses de algo que no les interesa. Esa voz, que son las voces, no me persigue, solo advierte lo que cree conveniente. Pero de necio sería intentar algo que es imposible que me termine saliendo. Nací en el frío de la soledad de una noche de invierno, y he de vivir a la misma temperatura para no sufrir de falsas ilusiones. Esa voz lo sabe bien, porque en ella están encarnadas todas esas voces que me conocen mejor que yo. Sin embargo, insiste en lo esencial de mi huida, como si el espacio y la distancia fuesen lo que me condena, lo único que debería cambiar para al menos seguir con vida. ¿Para qué seguir? Mejor dicho, ¿para dónde? Finjo un sufrimiento que en verdad apenas tengo, porque el fondo angustiante es el mismo desde siempre, sin ningún tipo de originalidad. Un mecanismo de defensa que se dispara en ese preciso instante cuando la voz, que es las voces, se apodera de toda mi atención. Eso quiere decir que los efectos se dan atenuados en mi cuerpo, y mucho más débiles en mis sentimientos. Un revoltijo de mentiras y promesas incumplidas, un amasijo de afirmaciones dignas de ser ajusticiadas frente al muro de los lamentos. ¿De qué soy culpable? De lo que quieras, de traidor, de arrogante, de humilde, de insoportable, de raro. De asesinato de ideales a sangre caliente, de haber dejado marcado el cadáver en el suelo para poder huir con sus propios pies descalzos. Lo mejor de todo es que soy descubierto cada vez, expuesto en público y castigado. Y la mañana siguiente llega, y el cigarrillo sigue siendo el último, y vuelvo a empezar la condena. ¿Para qué acabar con lo que ya nació en estado terminal?. Mejor dejarlo correr un tiempo, hasta que termine dándose cuenta de que nada bueno puede crecer cerca suyo. Después, solo sentarse a contemplar cómo las flores se van marchitando, las hojas secando, el yuyo creciendo. Linda mañana la del primero de abril, tibio sol, pastos muertos y mi cara en la punta de la mesa, sin querer ver lo que el día sirve para el desayuno. Porque no es una cuestión de justicia poética, cosa que nunca existió. Si es justicia no es poesía. No metan cosas en la poesía que la poesía no vaya a querer decir. Métanse conmigo y mi alma, que son tan descartables como el cartón que envuelve los electrodomésticos. Se doblan los pliegues, se compacta con suavidad y se tira en la basura reciclable, todo para terminar corroborando que la existencia se podría haber evitado. Tal vez, un día de esos fríos de primavera, alguno de esos santos sin oficio ni sotana, puedan volverse un poco dioses, aunque lejos del paraíso prometido. No me hagan caso, tengo resaca, son como las siete de la tarde, hace días que no duermo y no creo que vuelva a gritar por un largo y divino tiempo. Me guardo para no perforar el sueño de la tarde, y que esa pérdida termine por borrar los momentos felices que algún día voy a escuchar de esa voz, que son las voces.


*******Algo más para decir:

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