“A Rosemary
le encantó aquello de los calzoncillos. Era lo bastante ingenua como para
responder sinceramente a la sencillez elegante de los Diver, sin darse cuenta
de su complejidad y su falta de inocencia, sin darse cuenta de que se trataba
de una selección de calidad, y no de cantidad, en el bazar del mundo, ni de que
también aquella sencillez, aquella paz y aquella buena voluntad propias de una guardería
infantil, aquel resaltar las virtudes más simples formaban parte de un pacto
desesperado con los dioses conseguido a base de luchas que no podía ni
imaginar. En aquel momento los Diver representaban en apariencia el estadio más
perfecto de la evolución de una determinada clase, y por eso la mayoría de la
gente parecía deslucida a su lado. En realidad había sobrevenido ya un cambio
cualitativo que Rosemary no notaba en absoluto” (Francis Scott Fitzgerald
“Suave es la noche”)
En el
recontra rebuscado y poco imaginativo escenario real, la repartija de papeles a
representar parece inabarcable, imposible de enumerar. Por desgracia, basta
salir a dar un par de vueltas por cualquier barrio, en cualquier ciudad, a
cualquier hora, para notar que no es tan así. Como el mundo es un gran círculo
al que volver luego de las vacaciones tan poco merecidas, todo tiende a
morderse la cola. Es decir, salimos para encontrarnos, otra vez, en el mismo
lugar del que habíamos partido. En esa vuelta, que puede durar toda una vida –
que no es casi nada en términos cósmicos, lo siento – podemos detectar un
número finito y bastante repetitivo de papeles representados por personajes,
que la verdad parecen haber olvidado la letra del guión, con improvisaciones
que dejan mucho que desear, un vestuario más bien gris y con una falta de
sentimientos alarmante. No me estaría convenciendo esta nueva temporada de la
realidad, confieso. Tampoco quiero caer en el viejo latiguillo tanguero de que
todo tiempo pasado fue mejor, y que ahora solo resta llorar sobre las cenizas
de lo que fuera un paraíso, que en verdad nunca existió. Pero hay que llorar
sobre cenizas derramadas, sin preguntarse qué fueron antes, porque por las
dudas hay que estar cubiertos, no vaya a ser cosa…que la realidad y sus
personajes están ahí, no hay dudas. Que podamos cambiarlos, tampoco. ¿Qué
debamos cambiarlos? A menudo se reza que para poder cambiar algo uno mismo debe
aceptar esa transformación primero, cosa que siempre me pareció muy religiosa.
Como si me estuvieran invitando al bautismo para luego yo poder salir a
bautizar. No creo que funcione así, al menos no en la realidad que percibo, o
en la realidad que se percibe en la novela que cito de Francis Scott
Fitzgerald. ¿Y qué tendrá que ver Suave es la noche con el barrio
Rivadavia? El acto de lectura, primero: esa es mi realidad de esta tarde, un
libro, la cerveza – perdón, acá debería mentir y sonar más criollo, podría bien
decir mate, un lector de la generación perdida mateando en el manso atardecer
de la avenida Jara, que no es mansa ni parece atardecer nunca – y la certeza de
que muchas veces me dejo llevar por la visión inocente de Rosemary. Y no porque
me crea lo que a la legua se nota que no es, sino porque la mirada inocente
ayuda a volver el objeto más reluciente de lo que a las claras resulta, y
porque esa es la única manera que encontré para dejar de mirar esta obra de la
realidad con ojos desencantados. Mejor dar la vuelta al mundo, que es un par de
cuadras de cualquier barrio, mirando a los lados como si fuera la primera vez
que se sube al infierno de un temporal, con ese mismo extrañamiento que cambia
las cosas de lugar para trastocar los sentimientos. Desde ahí quedamos
obligad@s a ver qué carajos pasa, que cosas pueden acontecer en un espacio tan
encantado como terriblemente desolador. Y esos personajes, extraños faunos
suburbanos, roedores mágicos que planean todos los días un extraño amor hacia
cualquier cosa, que no saben enfocarse en ese guión porque a la mierda con el
argumento, la Historia es un poco más compleja que eso, porque si todo fuera
tan simple, si en verdad quisiéramos esa afamada tranquilidad de propaganda,
nos moriríamos descosolad@s por el aburrimiento. Entonces, unos pasos más allá,
debemos aceptar ese amateurismo glorioso que tanto nos engalana, ese descontrol
exacerbado, fatalista disfrazado de inevitabilidad con el que cargamos como una
piedra que no necesita ser llevada a ningún lado. Las cosas, supuestamente,
están bien ahí donde están, pero qué le vamos a hacer, por algún extraño giro
argumental nos tocó aparecer este día, en este barrio, a esta hora y con esa
lluvia que no para de joder. En cierta forma, nunca va a dejar de llover, como
tampoco van a desaparecer los días lindos y los rayos del sol y el viento que
todo lo termina jodiendo. Menos van a desaparecer esos pozos en mis calles de
todos los días, en Castelli y Jara, en Garay y Francia, ni en pedo. ¿Y esos
personajes que ya me rompieron el corazón y las pelotas tantas veces? No,
adivinaste, van a seguir parados en una especie de rutina residual del
universo, desplazándose a gusto por las veredas de mi memoria. Deberemos seguir
dando vueltas, simulando entender al director de escena, que no sabremos nunca
desde dónde inventa tanta mierda, como una suerte de titiritero con talento
sólo para cuestiones aborrecibles. Qué fácil que es odiar, qué fácil es ponerse
en ese papel y mirar ese mundo-redondel de esa misma y estúpida forma. Espero
poder volver una vuelta más, para mirarme a los ojos en el pasado, antes de
salir otra vez, decirme: ¡pará un poco que ya tuvimos suficiente! ¿Por qué
carajos no me contestás de una buena vez, la única pregunta que vale la pena?
“¿Te
importa que baje las cortinas?”
Ahora,
porque ya
sabés,
ese sol me
jode,
y ya no
tengo pestañas
para
aguantar
una vuelta
más…
y otra…
***Todo
esto mientras el viento no para de llevarse cosas, como en la película. La
música de fondo podría ser una suerte de respuesta amable a pregunta obvia
después de un temporal:
*************Humildemente, amigues, yo:Juan*************Tranquil@s, todo va a estar más o menos bien**************************
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