El apocalipsis previo

“Sí, el novelista conocía a los seres humanos, qué poco valían, gobernados por los testículos, empujados por el miedo, vendiéndose a todo en medio de la codicia…El novelista solo tenía que tocar el tambor y obtenía una respuesta. Y observando las reacciones de la gente, el novelista reía, por suepuesto, llevándose la mano a la boca” (Philip K. Dick: El hombre en el castillo)

Y qué lindo resulta levantarse en la misma piecita del barrio Rivadavia, cualquier domingo perdido, y mirar todos los espacios en uno solo, todo el tiempo en un fragmento de segundo. Como estar completado por primera y (tal vez) única oportunidad. Como si explotara el apocalípsis previo a nuestra venida al mundo, esa que seguramente se inventó David Lynch unos instantes antes de morir para todo el resto de esta historia. ¿Una de ciencia ficción? Vamos a poner por caso que sí, que llegamos hasta este punto en nuestras vidas, y que finalmente nos dimos cuenta de que estamos metidos en una de ciencia ficción, pero una de esas a la Philip K. Dick. Con replicantes y androides que lloran, que no se sabe si son humanos o más humanos que los humanos, y con humanos que son viejos derrotados por estados totalitarios, que se empeñan en reconstruir cada década, para un lado del vértice ideológico o para el otro, con reyes, dictadores o presidentes totalitarios, supremacistas, dispuestos a expandir su ego hacia el resto del universo, llegando al punto extremo de perder el límite entre lo humano y lo divino. Mezclándolo todo, afirmando que es posible crear un mundo en un futuro no muy lejano, donde ya no importe demasiado qué facción política se encuentra ocupando el trono circunstancial, porque ya el daño se repitió tantas veces, el gesto se desparramó por tantos lugares por tanto tiempo, que poco y nada importa quién sea el encargado del castillo. Y el resultado en todas las circunstancias es el mismo, la eterna paranoia, la certeza de que poco y nada se puede hacer, salvo seguir escribiendo novelas para obtener revanchas transitorias, y al menos, seguir respirando. Tal el caso del trastornado de Philip. Y qué lindo debe haber sido estar una tarde entre sus historias, escuchando las respuestas a preguntas increíbles de su amigo periodista de la Rolling Stone, Paul Williams, escuchando de fondo a la genia de Sachiko Kanenobu tocar todo su disco Misora en continuado, entre los rasguidos más occidentales de la guitarra, que se rinde a la voz bien oriental, jodidamente folk, pero muy oriental. Y después terminar de volverse loco, porque no existe mujer en el mundo capaz de darle la tranquilidad que nunca pudo tener, el insoportable de Philip. Y está ese momento todo el tiempo, pasando en continuado, como una suerte de programa de streaming, pero en una sala misteriosa, con telón rojo de fondo y unos conejos con cuerpo humano, que contestan un teléfono que siempre suena en el mismo momento, y el que habla del otro lado es el bueno de Philip, al que se le perdonan todos los crímenes, porque está tan perseguido el pobre, tan necesitado de una temporada más en el manicomio, atendido por aquel doctor flaco y blanco, con pelo negro azabache, uno muy parecido a Nick Kave, uno que también le enseña cómo ser ordenado a la hora de tomar las drogas de todos los días, para poder seguir siendo medianamente funcional. Y acá en este barrio, en este tiempo, todas esas historias que necesitan una profundidad importante para desarrollarse, no serán oídas nunca más, no serán leídas ningún domingo a la tarde, porque sencillamente no hay tiempo. O el tiempo que hay está debidamente segmentado para poder ser subido a la “historia” vaporística de cualquier red social. Toda la profundidad y aquello que no se entiende pero que está jodidamente copado, resumido en una imagen estática y muy boluda, a la que se le asignó el nombre de meme, porque acá la comedia viene pasteurizada y bien subrayada para que no quede idiota por convencer. Y después, que venga el próximo magnate megalómano y antiderechos a llevarse puesta la diversidad, proclamando a los cuatro vientos la victoria de su conservadurismo rancio en nombre de los dólares que acumula en el tesoro de un estado democrático que ya no sirve para nada. Propaganda y “likes” y “viewers”, y que las cosas lindas y profundas que alguna vez disfrutamos, sean debidamente fusiladas contra el muro de un aparato electrónico que diseca los cerebros de sus propios consumidores, vendiéndoles un: “Ok, acá está todo lo que tenés que saber, y con una aplicación extra que te explica ese resumen, para que puedas seguir lobotomizándote tranquilo el resto de la semana”. Y claro que el trastornado de Philip no está más, y que David también se fue, y que Kurt se pegó un escopetazo en la cabeza a tiempo, porque para qué mantener al convaleciente conectado a la nube cibernética, si lo mismo da que hable ahora o calle para siempre. Y levanten los brazos en todo el barrio Rivadavia, los amantes del poderío económico con huevos colgando desde la estatua de un Hitler que se vive evocando pero sin decir su nombre, como un Cristo al que mejor negar de momento, pero que siempre aparece en un fondo cada vez más berreta, cada día más simplón y grotesco. Y la libertad de poder levantarte ese domingo a la mañana, con un puñal en la mano, para descargarte con el cuerpo débil y fracasado que se te cante, porque ”lástima que no estuvo del lado de la vereda del sol”, los triunfadores, los encargados de escribir esa “otra” historia de aquel “otro” escritor de El hombre en el castillo. Una ucronía que plantea que a la guerra la ganó el otro bando, y que la historia fue totalmente al revés. Pero eso sí, ojo, el resultado siempre es el mismo. Por una vía o por otra, las cosas terminan mal también. Porque el error está, tal vez, en esa primera escena, la del amanecer en la piecita del barrio Rivadavia. A lo mejor sería lo correcto, cerrar los ojos, todos los tiempos al mismo tiempo, todos los espacios en un mismo espacio, y explotar hacia cualquier otro apocalipsis previo, empezando por el lado que nunca existió, ese que hay que crear desde cero, imaginando, pintando, hundirse en la profundidad de una de esas historias geniales que algún día volverán a sonar, a escribir.


*********fondo musical sugerido:

*****************************humildemente, Juan***********desde este lado del universo*********el cielo todavía se ve bien*******tratemos de no cagarla tanto********


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

El príncipe de Persia

Saltar, pasar en zigzag. Supongamos que un príncipe Persa cierra los ojos mientras le cae una bomba en el medio de la cabeza, y todo estalla...