La cumbre


La verdad es que escribo para olvidar, así puedo dormir algo a la noche. O a lo mejor escribo para recordar, porque me estoy empezando a olvidar las tramas. Tal vez, confieso, me pasen las dos cosas en simultáneo, pero por suerte el resultado no se contradice: escribo y punto. Pongamos por caso que hoy lo hago para dejar testimonio de lo raro que se puso el cielo, un color medio rojizo, como si estuviéramos contemplando un atardecer en Marte. Tuvo su aporte irreal este lunes, y dejó una marca de lo que se me viene. En una viejísima carta que me mandara una hermosa amiga, leo despistado: “lo que me encanta de vos es ese enfoque en el presente que tenés”. Me emociona verme escrito por alguien más, y agradezco la posibilidad de analizarme desde el presente, porque ese Yo del pasado no existe más. Y claro, con tanta juventud el presente en ese momento se me hacía enorme, imagino. Calculo que por eso no me hacía falta escribir, tenía el tiempo de mi lado, todo estaba por pasar. Después comienzan a precipitarse los años, y de repente uno siente que se quiere bajar del mundo, porque tiene la absurda sensación de que se las sabe todas y mucho más. Pero con el paso de los días, la sensación es la del exilio, la del peregrino en un desierto que vuelve después de mucho tiempo al viejo barrio que lo vio crecer. Y lo que sucede es el olvido, y eso duele un montón, y después sigue el rastreo de lo que queda, de los pocos seres queridos que quedan. La verdad es que escribo desde siempre para contestarme ese tipo de preguntas: ¿por qué carajos habremos inventado una expresión tan rara: “seres queridos”? Siempre me sonó a película de ciencia ficción. Esos seres queridos como zombis o extraterrestres, o robots, o cualquier cosa no humana, que llevan adherido algo de mí. Una marca, un recuerdo, una imagen que ya no es, donde me reconozco aunque no estoy más ahí. Otra cosa que duele, eso de reconocerse en las anécdotas y comentarios de personas del pasado. La verdad es que escribo para traer de vuelta el pasado, ponerlo de cabeza, y ver qué quedó de todo eso. Aunque vale decir que escribir, necesariamente, es habitar el pasado. Por más rápido e inconsciente que lo haga, no puedo dejar de plasmar por escrito cosas que ya tengo transitadas. Inevitable. Entonces será eso, la escritura, mi único acto inevitable. Bueno, no tan único, porque están el nacimiento y la muerte, y todos los acontecimientos que pasan en el medio. Me corrijo, dije una boludez, escribir no es nada único. Sería algo así como cagar. Alguien más dijo eso, me parece. Algún grupo vanguardista, esos que se juntaban a cagar mientras escribían, y si era diarrea mucho mejor, porque eran versos que salían a chorro, y apestaban como la humanidad creadora de las guerras mundiales, las bombas atómicas y la comida chatarra. Eso, escribo un poco para no comer tanta comida chatarra, y porque no me banco las vanguardias diarreicas ni a Bretón. Todo eso ya quedó aislado en las instituciones, no se nos permite manosear más ahí. De poder elegir, diría que escribo para ser feliz. El peor de los motivos, porque fue la misma escritura la que inventó un concepto tan tóxico. Paso, con eso lucra demasiado el autoayudismo, esa secta de hacedores de best selers que están dispuestos a vivir de la ayuda de aquellos pobres infelices que les compren los libros, que los invitan a que se pongan las pilas porque depende de cada uno de ellos mejorar sus propias vidas: es el género literario del perro que se muerde la cola. Escribo para avivar giles: guarda, si estás mal y estás solo, es obvio que no le encontraste la vuelta. Entonces, tené cuidado, porque por ahí te encontrás con un libro de mierda que encima te echa la culpa y te invita a que te autocures. Una estafa por donde lo leas. Mejor algunos versos de Mario Santiago o de Juana Bignozi, o de Juan L Ortiz. Ese sería mi concejo de autoproblemático. De eso sí que podría escribir mucho, sin sentir un ápice de culpa. Escribo para autoproclamarme como un ser contradictorio y en problemas, que puede dar muy buenos concejos para dos cuestiones fundamentales de la vida:

1) Contradecir

2) Problematizar

Con eso estaría por arribar a una conclusión más o menos interesante. Ahora, vale una aclaración: si me vas a dar la razón, te olvidaste del punto uno y no entendiste nada. Otra cosa, a menudo me suelen tildar de persona que hace demasiado problema por todo, entonces no te recomendaría el punto dos. Mejor autoayudate ayudando a alguien más, gran receta para salir un poco del ombligo propio y hacer algo lindo por el mundo. Era eso, por ahí, escribo para hacer algo lindo por el mundo. Lindo chiste después de releer eso de la diarrea y de los vanguardistas cagadores. Quisiera pensar que estas líneas son algo trascendental, un hecho en sí que vale la pena ser transitado, como escalar el Himalaya y llegar a la cumbre para contemplar el mundo en su total inmensidad y dar cuenta de la verdad del todo…¿cuál sería? Se me ocurren algunas cosas:

1) El frío de la cumbre, insufrible.

2) El silencio de la cumbre, insoportable.

3) La soledad de la cumbre, una cagada.

4) El cagazo gratuito de estar en una cumbre, totalmente innecesario.

Ahora sí, algo de eso será la escritura. Repaso para ir terminando: La verdad es que escribo porque ahora tengo frío, y porque hay un silencio de cementerio que es insoportable, y porque estoy demasiado solo, y porque tengo un cagazo que no puedo ni explicar. Eso sería todo, escribo porque no me sale escalar el Himalaya. Y no tengo tanto la culpa, la cumbre queda muy lejos del barrio Rivadavia, además tengo la SUBE en saldo negativo.


*Y sí, Kate era una genia, y ya va siendo hora que la ponga como música de fondo:

****************Humildemente, Juan**********o soy Kathy, y tengo frío*********dejame entrar por tu ventana****************


Sobre la culpa


La frase es más larga, pero no importa, porque lo central es lo que dice ahí: “Toda comodidad debe ser pagada”. Pertenece a Ernst Jünger, pero yo la saco de un cuento de Guillermo Saccomanno, de un libro recopilatorio que se editó hace muy poco, y que tuve la fortuna de conseguir a tiempo. A tiempo sería el fin de semana, que me da unas horas más de libertad lectora. Si es que eso puede llegar a existir. Como sea, lo que hay es un conjunto de relatos escogidos de un escritor que me parece fundamental en la actualidad. En cualquier actualidad. Esos relatos funcionaron ayer, funcionan muy bien hoy y van a funcionar perfecto mañana. Además es un escritor que anda por la costa bonaerense, y eso me genera identificación instantánea a prueba de balas. No que yo pueda escribir como él, sino que yo pueda leer lo de él. Y con eso basta, y sobra montón. Soy consciente de que se trata de una comodidad total de mi parte. Me siento a leer en la esquina de casi todos los días, con un poco más de tiempo de lo normal, y no hago más que pasar muy bien el rato, con una birra de fondo. Comodidad extrema, que seguramente tendré que pagar. Y no hablo de la deuda inmediata, que podría ser un poco de frío, el dolor en el culo por estar sentado en una vereda muy dura del barrio Rivadavia. Sino de todo lo que vendrá más tarde, cuando las horas pasen y otra vez empiece una semana, y la carrera contra el tiempo se haya comprimido lo suficiente como para hacerme sentir que ya está, las cartas sobre la mesa y el pescado podrido que ya no vale la pena ni regalar. Estoy de acuerdo con eso y con todos esos mensajes que me llegaron el domingo y no contesté. Quisiera ponerme al día, pero me da fiaca viajar al pasado a través de un celular. Prefiero el Delorian, tiene más glamour, y un volante al menos. Resulta que hubo gente que se enojó porque no vi alguna publicación importante en una muy poco interesante red social. Calculo que enojos eran los de antes. O por un mensaje de voz o de texto - ahora gracias a una de esas empresas da lo mismo y vale nada hacer las dos cosas pornográficamente - que no atendí. Sigo pensando que si los mensajes por celular continuaran siendo cobrados, nadie me mandaría uno en su puta vida, menos un domingo. Pero bueno, eso pasa, y no tengo más que decir que lo siguiente: lamento mucho ser un decepcionador serial. Lo siento, va a pasar, conteste o no conteste, seguro vas a quedar decepcionado/a/e con mi respuesta. Tranqui, no vas a tener la culpa, es algo que me sucede de toda la vida, me distraigo muy fácil y la soledad se me adapta con demasiada comodidad. Entonces empiezan a llegar todas esas facturas y mensajes que sí hay responder para evitar la nueva guerra mundial – no pongo número porque la verdad no tengo ni idea de cuántas pasaron hasta hoy -, y alguno que sí vale la pena, como ese que en realidad es una encuesta para saber más o menos a quién sería capaz de votar en las próximas elecciones. Lo cierto es que sería capaz, incluso, de no votar un carajo, lo que sería contradictorio con mi pasado democrático nivel sarmientino. Pero qué sé yo, a lo mejor justo ese domingo se me atraviesa Francia y Garay, y hay un solcito divino, y todavía me queda algún cuento de Saccomanno sin leer. Quién te dice. Igual contesto la encuesta y digo que no soy tan garca como para votar a la derecha, y que no me da el corazón para votar a esta izquierda, y que el resto de las opciones que se escapan al amplio espectro coyuntural no me interesan demasiado, y que soy peronista los jueves y los viernes, pero que justo la elección cae domingo, que ciertamente es el día peronista por excelencia. Y también la encuesta pregunta si voy a misa, a cualquiera de ellas, y contesto que no porque me dan fiaca los lugares con mucha gente y mucho silencio, y que las iglesias y templos religiosos suelen tener los techos muy altos, lo que transforma el lugar en un frigorífico insufrible en invierno, y que en verano prefiero la playa, porque la verdad no suelo creer en muchas cosas, menos los domingos. Definitivamente, los domingos soy agnóstico, me levanto tarde, y en verdad no salgo de la cama. Tampoco el mundo me necesita demasiado, siempre se las arregló bien sin mí, o si la cagó no fue por mi culpa. Es una relación casual, la nuestra, una de esas relaciones modernas, cada uno en su cama, nos mensajeamos cada tanto si pinta, no hay ningún tipo de exclusividad, y los domingos cada quien con la suya. Así la vida y yo, tratamos de no molestarnos mucho. Con la muerte es otro cantar, el pacto no funciona con tanta facilidad, es una relación mucho más tóxica. Al menos por ahora, más adelante se verá. Se me fue el tiempo para escribir lo que en verdad quería escribir, que tenía que ver con esa frase del principio. Cierto, el tema de la comodidad y el precio que hay que pagar por gozarla. La conclusión, después de tanta vuelta, sería algo obvio: la frase de Jünger es la de un judeocristiano culposo, porque la comodidad no tiene por qué ser pagada una vez que se encontró. Al menos no necesariamente. A menudo me encuentro en la siguiente situación: yo estoy bien de la manera en la que estoy haciendo “x” cosa, pongamos por caso leer ese libro de Saccomanno. Alguien conocido/a/e deja un mensaje en el contestador (puede actualizar (F5) el medio y sería un guasap) diciendo que se siente muy mal y que necesita compañía para esa triste tarde de domingo. Pero yo, a veces, estoy cómodo sin tener que padecer y compartir esa incomodidad ajena. Y tampoco siento que vaya a tener que pagar nada por sentirme así. Pasando en limpio, estoy muy cómodo no sintiéndome culpable. Y ojalá que los domingos se puedan pasar siempre así.  


*Por ahí pensás que soy muy choto, y a lo mejor tenés razón. Pero no te dejes llevar por el lenguaje, porque es más opaco de lo que nos parece. Dicho lo cual, sobre culpas hay mucho cantado:

*****************Humildemente, yo*********o Juan********irremediablemente culpable, sin culpa********


Noches sin dormir

Estaba pensando en todas esas cosas que se vienen encima con los años, en los pasados que no dejan de crecer y agotar el almacenamiento, y toda la ansiedad que empieza a comprimir un futuro cada vez más contraído. Y con eso el presente no es más que una serie de noches sin dormir, como si estuviera completamente absorbido por la pureza de una droga fatal. Pero es peor que eso, porque la droga alivia los dolores, y lo de la fatalidad se le añade en todo caso por el bien del control de la humanidad. Sí, todo lo que se enuncia como nocivo o malo es lo mejor que nos puede pasar cualquier martes de cualquier semana, en cualquier parte en la que estemos. Y que el cuerpo se la banque hasta que ya no haga falta más nada. O tal vez lo mejor sería convertirse en un homeópata del placer, y que la cosa sea en cámara lenta, la degradación más espaciosa, y el dolor se filtre cada tanto pero sin provocar esas ganas irrefrenables de reventar como un sapo en medio de la avenida Jara. Otro espíritu muerto por la inercia del 554. Todo por no tener la SUBE al día y dejarse comer la peluca por gente que jamás lo iba a querer. En fin, a veces se hace mucho esfuerzo por nada, o solo por pasar una jornada más en unas paredes que son siempre similares a otras, con una frazada y algo de calor para decir: “No se está tan mal nadando en el medio de tanta mierda, mientras se pueda comer algo”. Otra noche sin dormir y van…unas cuantas vidas sucediendo en simultáneo, pero repitiéndose casi iguales, porque falta originalidad en las esquinas. Grises, asfaltos mal trazados, veredas ajadas por el tiempo y una cantidad irreal de baldes que las bañan todas las putas tardes. Nadie se pierde la oportunidad de transformar su vida en un conjunto de acciones sin sentido, pero que engranan perfectamente para servir de modelo al día siguiente. Otra droga, la más fuerte y pedorra de todas: la rutina. Que viene acompañada de esa sustancia que es la más peligrosa y adictiva: el miedo. Grandísimos inventos de una humanidad cuyo principal objetivo es la decadencia y los museos y el turismo de iglesias. Más todos esos lugares donde supuestamente pasaron cosas que sí valieron la pena, pero que no sirvieron de un carajo porque siempre todo está a punta de pistola, con un par de psicópatas que se pasan de giles inventando tardes para tomar merca al sol y jugar un rato con el botón rojo de la destrucción del mundo. Que, por otro lado, es un hecho que nunca se produce, porque es como llevar al límite una paja, pero frenar justo antes de eyacular. Coquetear con ese final, amagar, estarle encima, vivir dilatando el placer. Todo para levantarse una mañana más sin entender la diferencia entre padecer insomnio en el banco congelado de una plaza, o soportarlo en una cama King-size en una habitación de hotel cien estrellas. La angustia es la misma bajo cualquier cielo, en cualquier lugar. Y ojo con eso, porque también es una droga destructiva y súper adictiva. Mejor pasar la página y comenzar un nuevo relato, que no tenga mucho más de mil palabras, como este, para no perderse en el camino. Porque si hay alguna que otra verdad que valga la pena ser recordada, tiene la obligación de poder ser reproducida en muy pocos caracteres, porque las grandes verdades merecen ser leídas por todo el mundo. Un hecho democrático sin igual, y tal vez el único al que podamos aspirar con las cosas así. Una tarde noche que puede ser de un frío alucinante, o de un calor ingobernable, dependiendo de donde se estén apoyando las yemas de los dedos en el globo terráqueo. Tarde noche al fin, con millones de almas desesperadas que deambulan buscando algún sentido a sus rutinas, que se empeñan en denominar: “Vida”. Vos podés hacer lo que quieras con la tuya: mentira número mil. Nadie hace nada que no haya estado prefabricado por la generación anterior. Y si logra una pizca de desvío e irreverencia, a prepararse para el mayor de los sufrimientos: el exilio. Eso sí, mucho más tarde, cuando la postrera sombra selle nuestros párpados, llegará la justificación, la canonización a destiempo. Un castigo extra post mortem: la pasteurización de alguna rebeldía. Y a seguir cosechando para sembrar, y que el círculo agricultor siga generando suficiente fuego sagrado como para mantener el vacío total con vivacidad, listo para seguir devorando las almas de los justos, los injustos y los otros. Horas sin sueño, sueño sin ira: la última enseñanza de los malos tiempos. Eso de saber que se puede resistir casi cualquier cosa, que el cuerpo es más fuerte de lo que uno imagina, y que el tiempo y el espacio pueden ser extrañados, pueden ser envueltos en burbujas, mezclados, y perder todo tipo de referencia. Y que lo que se pensó que era el final, no es más que un capítulo atrasado de una vida que nunca puede ser lineal. Mucho mejor las curvaturas que la dictadura de la línea recta. Tanto más interesante es perderse en la seductora forma serpentina del mundo, llegar hasta el final que haga falta, ir tras ese imposible y recibir la derrota definitiva, para luego levantarse bien cagado a trompadas y volver a buscar eso que nunca va a llegar. No importa, de los peores sufrimientos se sale sufriendo un poco más, y sin ser tan boludo como para pensar que al final de todo existe un desenlace feliz. En todo caso, habrá un final y punto. Y con eso, todo tendrá que haber valido la pena. O por lo menos casi. Rescato una tarde de invierno en la que el sol me dio de lleno en la cara y lloré. Hacía mucho que no lloraba, hacía mucho que no me miraba el sol. Fui feliz, seguro.


*Música noctámbula para cualquier noche de insomnio:

***************Humildemente, Juan*********y a seguir durmiendo***********

Los peligros de escribir

En la mesa tengo las siguientes cosas desplegadas: un mate que no paro de usar y ensillar y volver a usar, una foto de jaco Pastorius tocando su clásico bajo sin trastes – esos mismos que decidió sacar con un cuchillo de untar mantequilla de maní, objeto que solo se utiliza allá en el lejano norte – y un libro de poesía contemporánea de poetas argentinas. Y lo que menos tengo es ganas de salir, porque hace un frío del demonio, y porque estoy moqueando desde temprano – cuando sí tuve que salir, porque por quedarme acostado todavía no me paga nadie -. Ya sé que a todos estos objetos inanimados, incluido yo, les hace falta mezclarse en el barro de la realidad, donde sucede la historia: la calle. Y sobre eso versa otro libro que estoy leyendo, y que tiene pasajes interesantes, pero que también es una cagada total. Es de un periodista / performer / chamán/ falopa / mercenario /filántropo/ estafador/delincuente, que no pienso nombrar. Lo único que diré es que esa especie de autobiografía que escribe / comenta / exagera tiene la virtud de la ambigüedad en varios aspectos. Será porque parece una voz muy sincera, exenta de compromisos más allá de la propia celebración de lo que consideró como la “mejor manera de vivir”. Además, y esto tal vez es lo más interesante, deja mal parados a muchos héroes del rock nació-mal. Eso me encantó, y sobre todo hace quedar bien a tipos que sí banco a muerte, como es el caso de Willy Crook, que aparece en una anécdota en una playa en Villa Gesell, en la que el líder de los Funky Torinos rescata a una mujer cuando dos tipos la quieren violar: él los caga a trompadas y los obliga a desnudarse y meterse al agua, luego les esconde la ropa para que se vuelvan hacia la Avenida 2 en pelotas, cagados de frío y de vergüenza. Un dato no menor es que Willy tenía un arma, una pequeña ventaja que agradecieron la mujer atacada y el final feliz de la historia. ¿Será verdad el relato? Si algo aprendimos en los primeros años de vida como lectores es que: no, no es verdad un relato. Como mucho es una interpretación, una manera de reconstruir la realidad, de representarla. Lo que más hay en esa historia son ganas de creerla, porque me parece genial y estimo mucho al artista que la protagonizó. Entonces, que esa pasión no sea destruida por la inteligencia. El famoso “elijo creer” viene al caso cuando el que escribe la anécdota no es una persona confiable. No es un escritor en el que confiaría para nada. Igual, y valga como aclaración, no confío para nada en ningún escritor, escritora. Pero en el momento en el que estoy transcurriendo la lectura, muchas veces dejo que la pasión se desate y juego a que las palabras son transparentes. Ojo, después tengo las pesadillas que tengo. Y metido en un infierno mucho peor, me veo de pronto escribiendo sobre esas escrituras, como un falso apóstol mintiendo sobre otra mentira, pero creyendo inventar una verdad. Después lo leo, eso mismo que escribí, y ya no se siente nada bien. Pasan las horas, intento dormir, no puedo. Pasan las noches de insomnio, agarro otros libros, leo porque es placentero, y más luego vuelvo sobre lo que escribí y otra vez todo es muy artificial y mentiroso. Ese es el momento exacto en el que tengo que sí o sí salir a la calle, volver a la esquina de siempre en el barrio Rivadavia, tomarme una cerveza cagado de frío, y terminar de digerir lo que fue ese acto de escritura tan innatural, tan forzado, tan amargo. Con el sabor de ese cordón de calle, puedo editar todo nuevamente y que las cosas queden saldadas hasta el próximo crimen. Y es así que vuelvo sobre la mesa en la que estoy ahora, sentado cómodamente, con el mate, un libro de poesía y la foto de un bajista genial que una vez hizo lo siguiente: ya cansado de meter variaciones con su bajo en una grabación súper virtuosa y enrevesada, Jaco abandonó el estudio con sus colegas músicos allí, que quedaron pintados. Luego se fue a caminar por el centro comercial, y se metió en una disquería. Allí comenzó a sacarse la ropa hasta quedar completamente en pelotas. Acto seguido, tomó todos los discos que pudo, la mayoría de artistas y bandas que amaba. Como si fueran suyos salió sin pagar del local y los empezó a regalar en medio de la calle, a cualquier persona que pasara frente a su desnudez. La historia no termina nada bien, y creo que se la pueden imaginar. Entonces, a partir de este momento, les dejo a ustedes lectores/as el remate de la anécdota. Pueden cometer el crimen cuando quieran. Les reitero, les va a hacer falta amarme un poco, odiarme después, salir a caminar a cagarse de frío esta noche, y luego seguro que les van a entrar ganas de escribir, de terminar esta historia del bajista. En una de esas logran desenterrar un secreto guardado en lo profundo del inconsciente ser que nos habita, o tal vez se empiecen a llenar de noches sin dormir, que son las mejores porque van acomodando todas las cosas en su debido lugar. Cuando logren reconciliarse con todo eso, vuelvan sobre lo escrito, y ahí habrán llegado al punto en el que arrancó esta especie de nota/reflexión/vómito. Es verdad eso de que hay que tener cuidado con lo que se desea, porque se puede llegar a hacer realidad. Pero más cuidado hay que tener con los que se escribe, porque por ahí de carambola se puede volver como realidad para alguien más. Y eso sí que es peligroso.


*Ya que es el héroe de esta historia, mejor volverlo a escuchar por hoy:

***************************Humildemente, Juan Mnp******extrañando esos recitales*****y otros también********


Magnus


En una jugada impensada, inimaginable, imposible de imitar en cualquier deporte o actividad similar, el ajedrecista Magnus Carlsen logra vencer, una vez más - y seguro que por última ocasión - a uno de sus rivales más complicados. El tipo es una celebridad, y con esa confianza ingresa al centro del salón donde se lleva a cabo el campeonato mundial, el último - o uno de los últimos - que va a jugar, porque dice estar cansado de todo lo que tiene que ver con el ajedrez, de las piezas, de cada casillero, de las mismas caras de los derrotados que lo saludan con un gesto que ya se le hizo insoportable. Pero está esa jugada, que ni de lejos fue la última, pero es la primera que le veo hacer, y es un video que está muy genial, aunque es demasiado corto. En él, Magnus entra a jugar la partida con una chomba que lleva su apellido, como una típica camiseta de equipo de fútbol. Después se sienta frente a su rival, ante la atenta mirada de cientos de personas, y comienza su ritual de toda la vida, desde los trece años, momento en el que dejó la escuela para dedicarse a eso de ser jugador profesional, un maestro. Sus movimientos corporales son los típicos de un neurótico, un tipo ansioso, nervioso. Todo lo que uno imagina que un campeón del mundo de ajedrez no debería ser. La partida se da frenética, a pesar de que su rival - cualquiera de los que son vencidos por él todos los años - luce más sereno y concentrado. El reloj va y viene, los movimientos al principio son más automáticos, las piezas son sacrificadas en cada momento en que se plantea el intercambio. Todo así hasta que el juego comienza a entrar en terreno de definiciones. Ese momento en el que cualquier movimiento puede inclinar la balanza definitivamente, para cualquiera de los dos lados. Ellos lo sabían de ante mano, la gente que mira con dramatismo lo sabía de ante mano: todo el mundo preparado para ese momento, el de las definiciones. Ese instante del juego en el que los pocos peones sobrevivientes intentan llegar al campo contrario para coronar y metamorfosearse en reina. Los dos reyes custodian sin adelantarse demasiado, para no caer en el paralizante jaque. Dos peones se sueltan, uno de cada lado. El negro va camino a coronarse, un casillero por delante del blanco, que corre de atrás y parece que nunca llegará a tiempo. El blanco es el de Magnus, y tal vez por eso cuenta con un algo diferente, aunque reitero: no lleva las de ganar. El público sabe perfectamente que quien primero transmute su peón por la reina será el ganador de la partida, por una cuestión muy obvia: tendrá un movimiento de ventaja, y en el terreno del ajedrez profesional, un movimiento de ventaja es un montón. Magnus también lo sabe, su rival trata de manejar la ansiedad que lo empieza a atrapar. Está a punto de vencer al súper campeón noruego, algo impensado. Muere por ver su cara de derrotado, sueña con el gesto que va a poner cuando tenga que darle la mano indefectiblemente, aceptando lo inevitable de la derrota. ¿Y qué dirá después de tamaño cimbronazo Magnus? ¿Se retirará con una derrota? ¿Acabará su legado un movimiento por detrás de su rival? El  mundo del ajedrez se paraliza, como hace siglos lo viene haciendo frente a un tablero, que tiene la peculiaridad de ser siempre el mismo, con las mismas piezas, los mismos movimientos, las mismas respiraciones, un jugador contra otro. Nada más, tan simple como eso. Y tan complejo como contemplar cada jugada con el reloj a un costado, marcando lo frenético de la vida, eso de que hay tiempo para pensar, pero tampoco tanto. Porque el reloj se va consumiendo, las piezas se van gastando, los jugadores envejeciendo. Magnus mira el tablero, luego mira la pantalla gigante, como buscando resolver un misterio que termina con su defunción. Algo antes debe haber, un intento más tiene que resultar, un salto a la nada, quién sabe. La partida llega a su momento crítico. El peón de Magnus llegará a coronar un movimiento después que el de su rival, es un hecho. Las negras tienen ventaja, el peón ya es reina y se pondrá a tiro del rey de las blancas en su próximo turno. El rival de Magnus está extasiado, a pesar de que pone cara de póker, cara de cazador seguro pero medido. Magnus es pura locura. Magnus es Mozart, una última vez. Y como él, tiene pensado inventar algo inesperado, algo que va a dejar al resto del mundo con la boca abierta y una certeza: lo inevitable, termina por suceder...siempre. Magnus llega con su peón blanco un movimiento por detrás, y lo corona. Pero no elige a la reina, lo que todo el mundo hubiera hecho, lo que su rival sabía que iba a hacer. La pieza por la que cambia al peón es un caballo. Las miradas del mundo ajedrecístico quedan congeladas, la sorpresa es mayúscula. ¿Qué hizo Magnus? ¿Se rindió? Nadie, ni siquiera su rival lo termina de comprender. Solamente la realidad lo notó: ¡Es jaque! recuperó la ventaja, imprevistamente. La Historia estaba preparada para que cambiara el peón por la reina, estaba diseñada para ese fin, tenía que seguir ese libreto. Pero a Magnus se le ocurrió una última genialidad, un cambio rotundo de argumento: que sea el caballo el que, con ese peculiar movimiento que permite saltar uno o un par de casillas, se adelante para poner en aprietos al rey, y así paralizar a la reina de las negras, que se disponía a terminar la partida. La sorpresa es tan grande, que su rival no sabe qué hacer, no tenía pensada una jugada para ese cambio, toda su maquinaria ajedrecística de años estaba preparada para que Magnus hiciera lo que se suponía tenía que hacer. La partida termina ahí. El rival de Magnus no quiere continuar, sabe que el final será el inevitable fracaso, una vez más. Ese caballo lo perseguirá hasta que termine entregando a la reina, y luego el jaque mate irreversible. ¿Dónde había quedado la ventaja? ¿Cómo no vio venir esa jugada? Estaba controlado, todo el tablero. Pero un instante de lucidez, un instante de Magnus como Mozart, y la vida entera cambió. Terminada la partida, llega el saludo de siempre, los aplausos de rigor, la revisión de jugadas, para luego terminar con las notas a la prensa especializada. Y la pregunta del millón para Magnus: ¿Cómo se le ocurrió cambiar el peón por el caballo en un momento tan crítico? ¿Cómo confió en una pieza tan débil para el final? Y la respuesta del campeón noruego es tan clara que parece obvia: "Necesitaba saltar para adelante, porque debía recuperar un movimiento. Y el caballo es la única pieza que puede hacer eso" Lógico, tan lógico que nadie más pudo verlo. Y nadie más lo verá.

 

*Tal vez las palabras de Magnus no fueron exactamente esas, pero en la recreación me pareció que quedaba bien que las dijera así. Creo que después de ese retiro volvió a jugar hasta no hace mucho tiempo, y no le fue tan bien. Igual es considerado uno de los jugadores más grandes de la historia del ajedrez, juego del que sé apenas mover las piezas, pero que considero que tiene una belleza en sus movimientos que vale la pena atender, sobre todo si es Magnus Carlsen el que ejecuta. Música de fondo, de su noruega natal, por Aurora:

****************************Humildemente, Juan**************recreando escenarios noruegos*********


El príncipe de Persia

Saltar, pasar en zigzag. Supongamos que un príncipe Persa cierra los ojos mientras le cae una bomba en el medio de la cabeza, y todo estalla...