La utopía
era ciencia ficción, pero al cien por cien. Supongamos que no hay más dónde
escapar, porque finalmente nos dimos cuenta de que todos los lugares son más o
menos lo mismo si nuestra cara de orto a la mañana va a ser siempre así. Y lo
celebro, esta tarde de lluvia y frío en el barrio Rivadavia, porque todas esas
caras de orto que se pasean por el chino de Jara y Garay, son las mismas que
podrían estar en cualquier otro supermercado del mundo. Y no es un consuelo. La
única verdad es que a nadie se le ocurriría contar una historia que no tuviese
al menos un drama existencial, un drama vincular, unas imágenes totalmente
dislocadas, unas historias que vale la pena designificar por el bien de quien
tenga ganas de compartir esa excitación incontrolable, que es el combustible
del lector. Esta semana me encontré con dos historias muy distintas, dos
espacios muy diferentes, dos autores que no tienen (casi) nada que ver, aunque
los dos le escriben a las ciudades que habitan, o que los habitan. Uno la
Villa, el otro Nápoles. Uno comienza su relato con la brutal aparición de un
cadáver, que tiene cinco agujeros en el cuerpo producto de los impactos de una
nueve milímetros. El otro empieza con el sol y el mar de una ciudad que de tan
perfecta, parece que se va a derrumbar. Y eso lo que un joven le dice a su tío,
mientras contemplan la costa napolitana desde una habitación de ensueños: “No
se puede ser feliz en el lugar más hermoso del mundo”. La clave está en que
nada ni nadie contiene a la perfección en sí, y que la utopía es eso y nada
más, ciencia ficción. Por eso, tal vez, la Villa de Saccomanno sea el lugar
perfecto de tan podrido que está. A lo mejor sus criaturas ficcionales con sus
excesos y su camino hacia la autodestrucción desemboquen en la pantalla
estilizada de Sorrentino, y Nápoles se vaya tiñendo de una realidad que no es
lo que se creía perfecto. A lo mejor el deseo es una droga que impera en todas
las ciudades y villas del mundo. A lo mejor ese deseo nunca saciado sea la
verdadera comunión universal. Pero se trata de poéticas muy distintas, eso
seguro. Y después está quien lo mira y lo lee todo desde un café oscuro del
barrio Rivadavia, mientras llueve y un par de personas discuten por el tránsito
en el cruce de la avenida Jara con cualquiera de esas calles que no tienen
semáforo. A veces pareciera que a la ciudad la hicieron a propósito para
cagarle más fácil la vida a la gente. Y yo tomo mi primer café con leche del
año. Y no puedo terminarlo porque un pibe entra y me ofrece un porta celular, y
entonces le doy lo que queda en la taza, y le pido perdón pero ya no tengo casi
nada de efectivo. Y la realidad ya no se puede adornar, y es por eso que la película
de Sorrentino es tan genial. El todavía puede embellecer eso que quiere contar,
aunque lo que se cuenta es bastante horrible. Es un contraste que resulta
estimulante, y que se puede detectar…en esta esquina del Rivadavia también. Y
lo puedo unir con la Villa de la última novela de Saccomanno, porque hay
motivos similares. El más parecido es la obsesión por contar un lugar, por
dejarse poseer por un lugar, por intentar sumergirse en él, mostrar su óptica
como solo esos lugares pueden ofrecerla. Y ver qué pasa al final del camino,
cuando se termina de salir de allí. Atmósferas que son irrespirables,
personajes que ya están condenados aunque no lo sospechen. Y la fragilidad de
los que sí lo sospechan, y no aguantan y se tienen que volar la cabeza de un
escopetazo, o dejarse caer desde un precipicio en la costa más hermosa del
mundo. No se puede ser feliz en ningún lugar, conclusión apurada. Buscar un
respiro. Tal vez un destello de sol en la tarde más oscura, o un día en que la
gente sale a festejar dejando la mugre debajo de esa alfombra que está
detonada. Y bueno, sí, estas historias funcionan porque estamos detonados. “Hay
que estar en movimiento” ¿pero para qué? No se puede ser tan pesimista, pero si
las cartas están boca arriba y vienen mal, ¿qué otra cosa se puede hacer?
¿mentir para consolar, reírse como un idiota mientras todo se cae a pedazos?
Bueno sí, tal vez esa sonrisa del niño que vivía sin hacerse mayores problemas,
esa sonrisa que se va tornando gesto adusto y amargado con el paso del tiempo.
Y luego todos los recuerdos manoseados puestos por escrito o en la pantalla,
todo irreal, ciencia ficción. Más las lecturas nuevas que aparecen de aquello
que ya no es, y que en verdad nunca fue como se recuerda. Ese movimiento puede
ser la clave de lectura de esta semana. Dos historias que se suman a la mía.
Tres lugares que nos consumen el alma y el lenguaje. Tres lugares que nos
persiguen y no nos dejan dormir. Tres lugares tan distintos que se parecen
mucho. Tres lugares que son más chicos de lo que se cuenta, porque son solo
algunos personajes, unas cuantas historias, y muy pocas cuadras para describir.
No se puede ser feliz en el lugar más hermoso del mundo, no se puede ser feliz
en el lugar más sórdido del mundo, no se puede ser feliz en la ciudad feliz.
Aunque sí se puede ser feliz escapando con una lectura, sí se puede ser feliz
en el cine todavía, y sí se puede “aislarse de la desgracia” escribiendo una
tarde en un café del barrio Rivadavia.
*Aclaraciones: entrecomillados van fragmentos que saco casi textuales de las dos obras citadas 1) la novela de Guillermo Saccomanno Arderá el viento 2) la película de Paolo Sorrentino Parthenope. Cualquiera de las dos cosas me resultaron geniales y son recomendables. Así como esta música que viene de fondo, y que es de la peli:
*************************humildemente, Juan****************************siendo el viento******************feliz otoño!!!*********************
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