Hay una
sabor que se perdió por algún lado, en alguna mañana de primavera, detrás de
algún atardecer con baldosas tibias y grandes chorros de manguera made in
barrio Rivadavia, y los gritos de unos pendejos que tiran piedras y le dan la
vuelta a la esquina, buscando a dónde carajos les tiramos su futuro. Un futuro
que es uno de los tantos microbasurales que sobresalen en cada cuadra, cada
calle, cada vez que hay que tirar esas cosas que empiezan a dejar de funcionar,
y como todo lo que ya no sirve rápido y eficiente, hay que tirarlo, dejarlo de
lado, como a tantas ideas y amistades y amores que alguna vez gozaban de ser la
gran novedad en cualquier vida de turno. Detrás de esas sierras de basura, se
levantan las grandes pirámides del siglo XXI, las pirámides hechas en honor al
consumo, nada más y nada menos que un sinfín de galpones oscuros, destinados a
depositar cosas que llegan desde distintas partes del planeta. Cosas como
celulares, accesorios varios para celulares, derivados de los accesorios para
celulares, soportes para los derivados de los accesorios para celulares,
adornos para los soportes de los derivados de los accesorios para celulares, y
demás cosas que circundan el mismo universo, que ahora está bien comprimido en
ese invento que parece haber llegado para quedarse y funcionar como agujero
negro de la vida, destinado a ir consumiendo y desmaterializando todo lo que se
le pone al alcance, incluidos los supuestos “usuarios”. Y toda una política,
una sociología, una psicología derivadas de ese mismo objeto atracador de
subjetividades. Lo esencial es lo visible a la pantalla de un Áifon, Androide y
demás inteligencias por el estilo. Por ahí pasa más seguido ahora, que suena
una voz y no se sabe bien de donde viene, que la realidad está muy confusa, las
cosas se mezclan en la nube creada por la artificiosidad, y se pierde un poco
la capacidad analógica que traemos de fábrica. El ser humano ya no es lo que era,
es un producto bastante obsoleto y muy poco confiable. Sin ir más lejos, a lo
mejor ni siquiera este texto vale la pena media lectura, porque ya hay una
inteligencia artificial en el barrio Rivadavia, donde se reproducen las
historias diarias, y donde hasta se logra desarrollar un estilo. ¿Y para qué
carajos tendría que ponerse a escribir alguien de carne y hueso y dedos sobre
un teclado? Mejor teclear un par de palabras clave, darle “enter” al programa
de escritura creativa automática, y ya está. Llenar el casillero de “estilo”
con el siguiente apellido: Arlt. Y listo, sentarse cómodamente en la esquina de
Francia y Garay, destapar una Quilmes negra y a leer lo nuevo de esos
escritores que se pensaba muertos. La inteligencia artificial como la
posibilidad de volver a vivir lo que nunca se vivió, completar y perpetuar lo
que no hacía falta. Y que esté todo bien, porque es mitad de semana, y hay que
ver si llegamos al próximo feriado…¿de qué la iba? Aguantá que lo gugleo y
escucho cómo me lo cuenta la voz robótica de copáilot, un soberano que llegó
también para meternos a todos en su mágico universo de la falopa cibernética.
De verdad, ya me están cansando los adictos a los celulares, que se la pasan
poniendo excusas para poder tocarlos a cada minuto, y que encima se dan el
gusto de sermonear a los más pendejos indicándoles que “son una generación que
nació con el celular, están perdidos”. Ojo, nos perdimos nosotros primero, la
cagamos fuerte y los condenamos a ellos. Para colmo ni siquiera podemos
terminar de razonar eso del calentamiento global y las derechas fascistas,
pensamos que son cosas que están ahí y que alguien más lo va a solucionar. Pero
antes de cualquier cosa, primero debería actualizar mis “estados” en cada red (a)social.
El estado de no estar, un estado de zombie a caballo de los destellos de una
pantalla, que sigue siendo la misma de siempre. Y eso es lo más triste de todo
este procedimiento eterno: se viene mordiendo la cola hace rato. Y nosotros –
no pensaba dejarme afuera – lo seguimos entre ril y ril, como peces detrás de
un anzuelo de colores, siempre dispuestos a ser conquistados, porque eso nos
enseñaron nuestros antepasados…los espejitos de colores, las armas de fuego,
hay que tener eso que otros no tienen para poder someterlos, humillarlos. Una
vida de esclavo del Sistema vale más que un razonamiento más o menos propio.
Que cada quien haga como pueda, lo mío ya está cagado, y ¿qué otra cosa se
puede hacer salvo ver películas? La que vi hace poco y me encantó es El Jockey. Y sí, es Argentina, y sí es
súper flashera y como que el argumento vale verga, porque el cine es mucho más que
un argumento, hay imagen y sonido, y no tienen que ser manipulados para
reflejar algo que nos formatearon como “realidad” en algún momento de la
historia artística. Mucho mejor molestar al público y quebrarle ese sentido
unívoco a la hora de contar una historia, sacudirlo con lo que el cine tiene,
porque es cine. Después hay pocas cosas que se vayan de lo establecido, en una
ciudad nacida para robustecer esos valores conservadores que le entran perfecto
en la camperita de Polo club al
intendente de San Isidro, que reina en Mar del Plata-Batán los fines de semana,
creo. ¿Nos quedará algo por vender? Las siete de la tarde y el sol se baja en
la próxima parada, los pendejos siguen jodiendo a las gitanas que riegan las veredas,
y es una escena que parece sacada de una película de Almodóvar, que también
estrenó hace poco su última historia sobre la muerte y la amistad, y que es una
hermosura. Me quedo con esa escena, una que viene desde tiempos inmemoriales,
una que disfruto mientras termino la cerveza de antes, que todo el mundo me
dice que ahora es una cagada, y que mañana me va a deja una acidez brutal. Qué
importa, esto no es la realidad, es apenas la última escena de la tarde en el
barrio.
*La música nombrada por ahí, acompaña la escena:
****************************humildemente, Juan***************en la frontera vidriosa de los barrios Don Bosco y Rivadavia*********
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