Y sí, ya va
siendo hora de irse despidiendo. Ese acto irremediablemente inevitable que la
vida nos regaló sin que se lo pidiéramos. Una idea que no estaba presente este
último fin de semana, en el itinerario de un viaje relámpago a Capital Federal,
pero que terminó haciéndose más presente que la inmensidad de campos
transgénicos, el fondo anti clímax de cualquier historia de ruta pampeana. Y
fue un amigo quien, durante las horas de viaje, me puso en órbita, en una
órbita que por ahí no quería / necesitaba. Porque tal vez, se nos ocurrió, este
puede llegar a ser nuestro último viaje juntos, la última vez que nos veamos,
antes del irremediable “pero si yo estuve con él hace unos días y parecía que
andaba bárbaro”. Porque la vida es así, perdón, mejor dicho, la muerte es así,
no suele avisar, aunque se sabe siempre de su próxima venida. Y como el reloj
del país del nunca jamás, ese que es el único en su lugar y que descansa en las
fauces de un cocodrilo eternamente desesperado de hambre, el tiempo va
desarrollando su historia de animal salvaje, devorador de todo y de todos, y ya
vamos empezando a terminar de deglutir el año, y parece que casi no nos dimos cuenta…aunque
a lo mejor un poco sí…todo lo que me llevó a lamentar un par de cosas que sé
muy bien que no voy a tener nunca más. En primer lugar, ya sabía que mi
librería favorita iba a cerrar para mitad de año, porque el invierno y la
crisis económica número x, porque una vez más hay que atravesar el desierto o
el laaaargo túnel, para recién ahí comenzar la recuperación y que con suerte y
viento a favor nuestros nietos vivan en la Argentina prometida, esa tierra
movediza que sale muy bien enunciada en diversas lenguas ideológicas, pero que
no termina de materializarse jamás. Al menos nunca se materializa para una
cantidad enorme de sus habitantes. Hay algunos pocos que sí, que parecen vivir
en un verdadero terruño del primer mundo, que salen de edificios de última
generación y van corriendo por los hermosos y siempre verdes campos de Palermo.
Y saben perfectamente cuál es el límite, porque cuando empiezan a adentrarse en
zona conurbana pegan media vuelta y activan el modo “ojos que no ven…” de sus
aplicaciones sentimentales. Todo manejado desde la central de inteligencias
artificiosas que, astutamente, no actualiza nunca el modo “empatía” que alguna
vez funcionó. ¿Alguna vez funcionó, o será que el mismo tiempo lo devoró y ya
no me acuerdo, no nos acordamos? Como sea, ese reloj se comió esa librería que
tanto me gustaba, y sobre todo dejó en la calle a personas valiosas que ahora
tienen que pensar qué carajos hacer para sobrevivir en la ciudad feliz de los
alfajores, los pulóveres y los food trucks... Seguimos por CABA, dando vueltas alrededor
del remodelado Estadio Monumental, un día de sol y que me trajo recuerdos y otra de esas
certezas que no quería atender: a partir de ese mismo día, después de la media
noche, perdería el zapato de cristal para siempre jamás, sin chances de que
ningún príncipe lo recupere para mí. Última noche con Paul McCartney, una de
las personas que más felices nos hizo. No quise darme cuenta de entrada para no
ponerme melanco, pero siempre supe que esta sería mi última chance de
escucharlo en vivo. Y con él, también, se termina una historia de la música,
una parte muy importante, la parte importante para mí. Una manera de sentir la
música, una manera de componer, una manera de tocar, una manera de cantar, una
manera de compartir. Y sé que habrá resistencias, que otros tomarán su legado y
etcétera. Pero la realidad es que nunca va a ser lo mismo. Con ese grito medio
fallido en Maybe I’m amazed, se
produce el primer indicio del pronto final de época para mí. Un grito en crudo
y sin autotune de un artista mítico, que regala sus últimos esfuerzos por
retratar lo que es la música para su alma y para la de todos los que
participamos del ritual. No pude evitar derramar una lágrima y aplaudir solo, y
decir, casi a los gritos también, algo así como: “¿No ven que este tipo nos
está entregando todo lo que le queda, no ven que nos está tragando el tiempo y
esta es nuestra última fiesta?” Y después todo es una gran despedida a lo
grande, una escalada y descenso por el último enganchado clásico de lado B de Abbey road, y el tan hermoso como
lapidario: “y en el final, el amor que recibís es igual al amor que das”…Y un
hasta la próxima, aunque bien sabemos que no habrá próxima. ¿La coda? Nada más
que una marea de gente buscando la salida más cercana, tarareando una música
que queda muy de fondo, un clásico que no fue tocado: No more lonely nights. Esa es otra mentira piadosa. Pero cada tanto
es lindo mentirnos así, con un poco de amor y mucha pasión. Vuelta en micro por
la noche, y esta vez la ruta se parece más
a una película de terror que a un paisaje bucólico contaminante. Pero
también está todo más tranquilo y en paz. Vuelvo con la sensación de que perdí
muchas cosas, y que esas cosas ya no van a volver. Tal vez tendría que ensayar
un peeerooooo…Y a lo mejor esa historia es la próxima, la de la semana que
viene, porque el tiempo es tirano para con cualquier habitante del barrio
Rivadavia de la ciudad de Mar del Plata. Porque al toque es lunes y hay que
volver a empezar a rascar de las piedras de las escolleras para llegar a fin de
mes. Después soñar soñamos todos, porque es gratis y obligatorio. Y creer,
siempre creer que también las cosas que ya no están son parte de nosotros y
seguirán estando ahí, en algún lugar. Como cuando Peter Pan pide al público que
crea en las hadas, porque es la condición fundamental para que puedan existir.
Y sí, al tiempo hay que ayudarlo y darle algo de sentido…
Reflexiones berretas, trozos de ficción, ensayos bonsai , trampas de lectura y escenas robadas, realizados por el Yo que dice yo: Juan Mnp, habitante del barrio Rivadavia / Don Bosco nacido en los ochenta. Tomate unos minutos y sumergite en alguno de estos textos. Contacto juanmamnuelpenino@yahoo.com.ar
Y en el final
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