Las fronteras
de los barrios en la ciudad, por las noches, son tan difusas que suelen
desaparecer. Y las almas empatan los partidos que los días del año con su
rutina se empeñan en separar. Pero siempre hay cosas que aparecen de repente
para darnos algún tipo de aviso, como el caso de la paloma muerta que apareció
en la vereda de una calle cercana a la zona de la nueva terminal. Dejando a pie
el barrio Rivadavia, en dirección norte, se suele desembocar en ese laberinto
de calles cortadas para que pase un tren con muy baja velocidad y peor
frecuencia. Pero como es barato, pareciera que no hay derecho a posibles quejas.
Aclaración, los únicos seres capacitados para quejarse son, paradójicamente,
los que se reparten los pocos dólares que hay en la ciudad. Y son muy pocos
porque negrean el ochenta por ciento, desesperados por sacar ventaja para sus
próximas vacaciones en el exterior, desesperados por pisar el suelo de “un país
en serio”, donde seguramente a la gente la dejan negrear en paz y los impuestos
son sólo una fábula de noche de brujas. Justo, por una de esas calles, lo que me
encontré fue una paloma destripada en la vereda. La forma casi intacta, y un
corte transversal que dejaba ver la anatomía interna de la colombina, con las
tripas para afuera y un puñado de granos de choclo o semillas que habría
picoteado poco antes de morir así, tan violentamente, tan repentinamente. Y en
eso, haciendo libre asociación, me entraron los recuerdos de algunos tipos de suicidio, el del estoico Hemingway, el
de la marítima Alfonsina, el del desengañado Mayakovski, el de la culinaria
Sylvia Plath. ¿Cómo sería mi suicidio? Era la pregunta que se caía de madura,
en ese soleado y caluroso día de otoño en camino de verano. El caso de mi
suicidio pasaría casi desapercibido, y lo imagino de manera suave, poco sutil y
nada original. Imagino una bañera con agua tibia y mis brazos sangrando hasta
el final, todo acompañado de una última botella de ron. Dorado, Habana club, en
lo posible. O cruzando una avenida en hora pico sin mirar, como Mario Santiago,
corrido a un costado rápidamente para no molestar al tránsito…murió a
contramano entorpeciendo el sábado…Pero lo que resulta bien torpe es el
tránsito desmedido y desorientado, convencido de que se encuentra en el mejor
estado de orientación, yendo a los lugares que debe ir para saberse estando en
el mundo de los seres humanos. Vivir así es morir un poquito todos los días, y
acá sería Charly el que nos grite que todo el mundo en la ciudad es un suicida…y
qué se le va a hacer, calculo que mi idea suicida no sirve para una primera
cita, o sí que sirve para espantar a esa otra persona que llega a una primera
cita, esperando encontrarse lo que sabe perfectamente no va a estar ahí. Como
sea, seguir caminando y ya no pensar en suicidios, sino en el temita del
cuerpo. ¿Qué hacer con un cadáver? Imagino que no se puede simplemente
suicidarse sin considerar esa carga que le queda a quien asista a tan
sorprendente y horrendo primer momento. Como en el caso de la paloma, un
reviente más o menos quirúrgico puede generar vómito instantáneo, asique
debería cancelarse. La pileta del baño llena de sangre tampoco es opción, muy
de martes trece. El cuerpo volador, impulsado por un vehículo descontrolado, aterrizando en el cemento tal vez pueda ser
lo más limpio, apenas unas líneas sangrientas denotando el reviente interno de
los órganos vitales, esos que dicen que son los máximos encargados en
mantenernos con vida. Después siguen el velatorio y el entierro, o la cremación
y posterior transmutación en cenizas que deberían ser arrojadas…¿dónde? Acá no
tengo muchas ideas, calculo que la esquina de Francia y Garay para mí puede
funcionar, porque es bastante tranquilo ahí los domingos a la noche, porque el
silencio y el buen descanso van de la mano y son salud, aunque se esté más allá
de la vida, más acá de la muerte. En eso se me fue el día con su rutina, y
pegué la vuelta repitiendo el camino. Desorientado. Porque estos días se me
pasan así, como viviendo al revés. Sin ir más lejos, en un chino del barrio Don
Bosco, la cajera me corrigió la dirección con la que había entrado a su caja. “Señor,
está entrando al revés, es por el otro lado”. En mi defensa, daba igual el
sentido del changuito, la diferencia no hacía mella en el resultado final, que era
poner los productos inflacionados lo más cerca posible del lector de código de
barras. En fin, parte del orden psicológico de las personas viene de la mano
del orden rutinario, y si en el laburo cambian las cosas de lado, bueno, se
corre el riesgo de terminar como yo. Unas bolsas en la mano, y la vereda de la
misma calle otra vez, y el cadáver de la paloma repartido entre un buitre,
varias hormigas y unos gusanos. Y esa es la escena con la que me quiero quedar,
esa es la epifanía de mi primer día en un nuevo barrio. No importa cómo vaya a
terminar mis días, lo que de verdad me alegra mucho es saber que mi cuerpo va a
seguir sirviendo de algo a este sórdido mundo. Con gusto, una vez terminado mi
papel secundario en este sencillo acto al que llamamos vida, me voy a entregar
a todos los seres vivos que quieran comer de mí, con orgullo y emoción. Gracias
a todas esas aves rapaces, sean profesionales o no, abogados, arquitectos,
escribanos, médicos, gracias por llevarse los restos de este humilde ser humano
que un buen día se va a despedir de una vez y hasta siempre. Eso sí, cuando
terminen la faena, por favor, recuerden lavar la vereda, sería terrible tener
que habitar como fantasma unas calles con restos de sangre y pelos. Por favor,
evítenme el tener que salir otro día de rutina por el barrio y encontrarme con
las tripas afuera de un pobre animal.
*y el tema que se sugiere...
*************************************************************************************************humildemente, Juan***************************transmitiendo ao vivo desde las calles del Don Bosco**************
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