Penas de alma


Una tarde de esas, que amagó con llover en modo diluvio de fin de mundo, para finalmente terminar en unas pocas gotas con cielo oscuro de fondo. Escenario perfecto para que los mismos personajes de siempre se junten a tomar una cerveza, en la misma esquina de siempre, Francia y Garay. Estamos en el oscurísimo rincón del barrio Rivadavia, donde estos tres personajes de siempre hablan de las cosas que sienten y que les pasan, o que sienten otros y les pasan de cerca a ellos. La China, en particular, estaba como abrumada por lo que había sido la odisea interminable por Güemes, el día anterior, y contaba cómo los taxis habían ocupado todos los espacios dejando el tránsito imposible de cumplir una función fluida. Después de la calentura, compartida con el resto de los ocupantes del micro en el que viajaba, llegó a una conclusión más serena y la compartió: “el intendente hizo la gran Pro, se victimizó y le echó la culpa a los demás por lo que él no quiso solucionar, y así soy intendenta yo, porque suena muy fácil”. Y Scardanelli la miraba y asentía, pero no le perdía rastro a los últimos salpicones de cerveza. Lo sabía mejor que nadie, fin de mes, hay que estirar todo lo que se pueda, enero es como la Historia sin fin, y la billetera como un corto de cinco minutos. Y se acordó de la película que había conseguido trucha el fin de semana, y que había visto con mucha expectativa: “Es una de las que juega por el Oscar. La va de un tonto de pueblo isleño por Irlanda, que un día es ignorado por su mejor amigo. En concreto, ese sorete no le habla más, y el otro pobre tonto se desespera porque no sabe qué cosa hacer. Tampoco sabe por qué carajos el otro se rayó. Y la verdad, esa isla / pueblo te da una sensación de encierro que sí, es como para volverse loco. Los dos se vuelven locos. A tal punto, que uno de ellos empieza a mutilarse, a cortarse los dedos, echándole la culpa al otro por no aceptar su silencio, por no aceptar la ruptura del vínculo”. Se miraron, se quedaron pensando si algo similar les estaría por pasar. ¿Sería que la ciudad también podía volverse una especie de isla desoladora, habitada por idiotas que lo único que podían hacer era desesperarse hasta el punto de ir autoflagelándose, autodestruyéndose, y tirando los restos cercenados en las puertas de sus vecinos? Gran dilema, el de las grandes pequeñas ciudades, de sus temporadas de verano, de sus grandísimas lagunas empobrecedoras de medio término y de todas esas promesas de abundancia anual nunca concretadas. El Yo que dice yo también tenía su propio mambo, porque en algún lado había escuchado o leído que los cetáceos marplatenses estaban empezando a comer mucho plástico, y que eso les causaba una muerte temprana, antecedida por una calidad de vida espantosa: “Mal día para ser cetáceo por estas costas. ¿No estaremos comiendo mucha porquería nosotros también? ¿Esta cerveza no es nuestra perdición? Digo, los cetáceos tienen una buena excusa, porque no pueden razonarlo. Pero nosotros, ¿no tendríamos que esforzarnos un poquito más por no hacernos tanto mierda? Porque parece que lo único que nos falta es tomar petróleo puro”. En eso, también se acordó que había podido recuperar un libro, una persona muy querida que se había ido lejos lo había sorprendido la tarde anterior. El libro en mano y una sonrisa, dos ingredientes que en verdad le alegraron el día y le dieron un rayito de esperanza a su futuro lector. Estaba decidido a abordar esa historia otra vez, relectura número mil. El libro en cuestión era uno autobiográfico de Patti Smith, Just kids. Por esas geniales páginas Patti es una flaneur por Nueva York junto a su inseparable cómplice, el fotógrafo Robert Mapplethorpe. Colarse en museos, comer de la basura, dormir en cualquier rincón y experimentar con ansiedad de juventud, desesperación de poeta. Y esos primeros recitales de poesía, llenos de furia y ardiendo revolución contra cultural. El Yo que dice yo pensaba en qué lindo sería estar en un escenario parecido a ese, con sus amigos, con la China y Scardanelli, listos para la aventura transformadora, preparados para cambiar el mundo, corriendo por calles de libertad, llenos de colores y pasión y músicas para camaleones, y versos donde el cielo camina debajo de la tierra, donde los agujeros son llenados por acuarelas y las personas caminan de cabeza, pensando en que lo mejor es besarse y después seguir hacia la próxima estación, donde aguarda una nueva esperanza, un nuevo amor. Pero era todo una fantasía, por el momento. Las relaciones en el barrio resultaban un poco más complicadas que eso. La China no sacaba fotos buenas, Scardanelli estaba tramando como tomarse el 554 sin pagar el boleto. “¿Boleto? La SUBE querrás decir. Sos Enrique el antiguo. Y a vos te digo, eso de Patti Smith debe ser una exageración. Porque las anécdotas y las relaciones suenan muy lindas cuando las pasas por escrito, obvio. Si yo tuviese que contar nuestra historia, ni en pedo transcribo el día de hoy, o el de la semana pasado, o el de la semana que viene. Mucho mejor, me invento mejores cosas, nos pongo otra ropa y raros peinados nuevos. ¿Qué dicen?" Los otros dos sonrieron y se imaginaron con sendas crestas punk de distintos colores. La vida podía ser de otra forma, eso lo tenían en claro. Pero para que la historia tipo Cenicienta funcionara, se necesitaba de un verdadero golpe de suerte, dar con un hada madrina que no cobrara tan caro, que tuviera buena onda, que no estuviera tan quemada por el Sistema. Era justamente eso: soñar con la Revolución. El tema era saber bien con cuál. Y de repente, la noche, y un saludo con baja sensación térmica, y el último que apague la luz, después de un tibio: nos vemos, que anden bien.


*****Con esa fuerza y esa esperanza, siempre:

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