Entonces me voy corriendo a esas páginas que, a lo mejor, me
sirvan de reflexión, o de simple goce estético, o de algarabía literaria. Lo
que sea va a estar más que bien, porque la otra realidad contada diariamente no
está en un episodio de los más estimulantes. La evasión, esa cosa que no existe
para nada, pero que puede funcionar como concepto esta tarde en el barrio
Rivadavia. Tarde con poco trabajo, mucho sol y bastante soledad. ¿Será que hay
mucha gente de vacaciones? En Francia y Garay se ve gente, pero no la conozco.
¿Turistas por acá? ¿Y los que siempre están?, supongo que se habrán ido de
vacaciones o a la playa. Volvamos a la ficción y el cable a tierra que me ofrece: por un lado, un protagonista – o como quieran llamarle
– que se juega lo que no tiene al punto y banca, hasta que se queda seco, y así
pasa los días, mientras escribe un ensayo que no le importa a nadie y come uvas
junto a la muchacha que limpia su casa, y que dicho sea de paso, ya le prestó
dinero ahorrado para que se lo queme en el juego también. Grandísimo personaje,
perdedor nato y sin ánimos de interpretar otro papel. Y otro perdedor genial es
ese detective alcohólico y adicto a la autodestrucción, que se inventa un
asesino en serie para que le den bola desde más arriba, en una ciudad plagada de
crímenes que no le importan a nadie. Dos protagonistas totalmente arruinados
por su propio accionar, pero también planchados por el contexto, por estar en
lugares que son no lugares, limbos terrícolas, llanuras desérticas con ropaje
de ciudad, con habitantes que se parecen más a zombies que a humanos. Y el sexo
sin sentido y las pasiones desviadas y la insatisfacción constante, y las ganas
todo el tiempo de que las cosas terminen por destruirse, destruirlas,
autodestruirse. Pero, sin embargo, levantarse al otro día y que las cosas estén
en el mismo sitio, y los vicios igual de destructivos y bien latentes. Algo
así, puede ser una novela de Saer (Cicatrices) o la serie policial The Wire, lo mismo da.
También, puede ser el barrio Rivadavia, con todas esas historias que por ahí ya
no venden tanto, pero que siguen pasando. Me hablaban de historias quietas, con
avance al ritmo del caracol o la tortuga, en plena tarde de verano. Todo muy lento,
como se cocinan los personajes en la sartén de Juan José Saer, o como se
fagocitan los protagonistas random de la serie norteamericana de Baltimore.
Pero pienso, luego…¿ese es un sentido que les doy yo, solo por el hecho de
estar padeciendo una desesperación similar? Sí, porque a veces el orden
personal no es más que un desorden ficcional. Y para poner todo más o menos en
fila, mejor la lectura. Hago la aclaración, por las dudas, ver una ficción
también es leerla, en un sentido comprehensivo, generalizado, atado de los pelos.
A lo mejor, estar sentado tomando esta cerveza, en la esquina de todas las
semanas es ficción también, es una lectura posible de la realidad. Es una manera
de escribir una historia más, bien chica, en minúsculas, y que pasa casi
desapercibida. Al igual que un personaje de esa novela, o uno de esa serie
televisiva. Un pequeño grupito de escritores de una realidad en puntos
suspensivos. En Zama, de Antonio Di Benedetto, la novela está dedicada a todas aquellas personas que
esperan, y es una historia bastante quieta en ese sentido, pero lo que un
personaje de historia en puntos suspensivos hace no es esperar, solamente. Tampoco es
resignarse, exactamente. Más bien, lo que se hace es operar en segmentos del
mundo que ya están fosilizados, como si eso fuera el total de las
circunstancias, y como si eso mismo fuera un mal presente en todas las esquinas
del universo. Se puede decir que ese historizar en puntos suspensivos es una
reducción a la más mínima expresión de esos avatares tan comunes a todos los
seres humanos, que suceden incluso antes de que en verdad pasen. Ahí descansan
todas las frases hechas y las situaciones que se sabía que iban a suceder, en un momento dado de la Historia y la sociedad. Y no
está ni bien ni mal, porque no es una cuestión moral. Es lo que es, la realidad
de la historia en puntos suspensivos, con un muy probable segundo capítulo que
no varía mucho del primero, y con un final cantado, como todos los finales. THE
END. No hay forma de que suceda otra cosa. Y no es falta de ganas de vivir,
todo lo contrario. Es la vida en su máxima expresión, porque estos personajes
surfean sobre los puntos suspensivos, y en todo caso llevan su desesperación
hasta un nivel casi fuera del orden. ¡Caramba! Resulta que, en algún punto, son
revolucionarios. Y como yo me incluyo en ese pelotón de desesperados en puntos
suspensivos, ergo…soy revolucionario. ¿Acá, en esta esquina, tomando esta birra
industrial? Y sí, ni en pedo tomaría esos artefactos artesanales que son tan
pesados que hacen mierda el estómago. Reivindico el estado punto suspensivo, y
sus alcances revolucionarios en la realidad y en la ficción. Como así también
reivindico la mal llamada birra industrial. ¿Qué se logra con estas
reivindicaciones? Lo mismo que cada personaje en cada una de las historias que
estuve leyendo, mirando y recolectando esta semana: nada. Lo mismo que logro
con mi realidad diaria: nada. O puntos suspensivos, que no es lo mismo pero es
igual. Brindo por la libertad de las historias sobre puntos suspensivos, y
celebro a todos sus personajes, sobre todo a mí mismo. Porque, en verdad,
nacimos en la esquina equivocada del universo, la que no tiene iluminación, la
que no va a ser tapa de ningún diario mañana.
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