La última hora

Estaba seguro, ahí debía terminar su historia. Un punto final que no promete secuelas con agregados innecesarios, y mucho menos precuelas que contasen pasados que mejor  ni haber transitado. Era uno de esos finales de verdad, de los que no dejan más hojas del otro lado. Y no era cualquier final, era el suyo y el de nadie más. Protagonista absoluto de su última hora y minuto y segundo y final. Ese personaje que tanto le había costado desarrollar, uno del que se había enamorado a destiempo. Sí claro, era tarde para volver el segundero atrás, porque lejos era demasiado tiempo. Se amaba ahora, cuando no quedaba casi nada de presente, cuando el agua nieve le penetraba la última capa resistente del cuerpo. El fin se avecinaba una noche, daba igual que fuese de frío polar, de calor sofocante o de primavera a medio camino. Esa era su noche final, y era el momento en el que se entendía por primera y última vez. Lástima, se hubiese ahorrado miles de pesos en analistas, pastillas y entrenadores espirituales que, palabras más drogas menos, le decían lo mismo, que debía aceptarse para sanar. Y otro montón de cosas más que él razonaba pero que no sentía para nada. Para analizarse hay que estar enamorado, sino es al pedo, no va a funcionar. Ahora reía, porque finalmente se había enamorado de sí mismo, que era la única forma de amor que había experimentado. Empezaba a entender ese tipo de búsqueda, esas palabras que parecen un relleno de versos innecesarios, que no mueven la aguja de ningún sistema de poder, porque son como pajearse en la playa a la luz de la luna, un lunes de diciembre. Se amaba y se podía entender y se tenía pena, pero también mucha compasión. Se perdonó por todo, por haber hecho lo que había podido, por haber sido una persona – al menos de vez en cuando -, por todas sus muertes y todas sus vidas. Con él, esa noche, se terminaba el karma, cerraban todos los ciclos. Seguramente, al día siguiente, se iba a poder sembrar el mundo por enésima vez, porque con él se iban las plagas y las malas rachas. Estaba contento plenamente, por primera y única y última vez en su corta vida. No se acordaba qué edad tenía, pero cuando se avecina la muerte, la sensación es que no se tuvo el suficiente tiempo para desarrollar nada. Era una pena, pero aceptó que por algo sería, a lo mejor las cosas tienen que tener solo cinco minutos de eternidad en la memoria y listo. Un recuerdo para llevar por siempre, y la nostalgia ocupando el resto de los universos de la vida. Pensó levemente, pero pensó, en todos los caminos que había tomado, en todos los daños que había causado. Recordó ese sendero lleno de musgos y pastos largos que denotaban la escasa circulación. Sería ese el camino de la verdad, pocas veces transitado. Pero él lo hizo, a fuerza de arrancar con sus sangrantes manos cada pedazo de hipocresía, a pesar de que doliera y no dejara nada a cambio. Lo hizo, al menos una vez. Y ahí estaba, muriendo de a poco, sintiendo el calor de la locura en medio del frío más crudo del que se tuviera memoria. La escarcha empezó a congelarle el pecho. Sintió el corazón latiendo con una debilidad increíble. Se acercaba el último trato, el recuerdo del final. Se vio alejado del resto de los animales del universo, individualizado como nunca lo hubiese imaginado. La soledad era toda suya y de nadie más. No quedaba más que ese aislamiento definitivo, la aceptación de que la naturaleza separaba su cuerpo vital del resto de las cosas, sin pasión ni resentimiento. Ninguna vida le pasó resumida ante sus desorbitados ojos. Solo un plano cenital en blanco y negro, una suerte de noche devorando el alumbrado de la esquina de cualquier barrio. Daba lo mismo, se muere en cualquier parte, en cualquier idioma. Eran los últimos segundos de un día cualquiera, pero eran sus últimos segundos del día de su muerte. Solo para él, en ese instante, la escena era lo más trascendental de la historia. Y no era nada. Era un tipo más, recostado contra una medianera, arropado por el viento y la escarcha, escuchando el último latido de la noche…Uno más…todavía era difícil morirse…costaba un par de disparos de diafragma… …dejó de ver cualquier cosa… … … estaba…¿no estaba?... … … … le dolía por última vez un pesar, algún residuo de amor que no era de su parte… … … … … ¿Un disparo, un ladrido, un grito salvaje, el sonido primigenio?... … … … … ----------Nada era nada, y mejor no confiar en dioses insensibles a partir de acá, preferible el respetuoso y anhelado silencio________________________

 

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********************************Con humildad y en silencio, Juan***************

Respirar



“Si voy a ahogarme…si he de morir ahogado…si me ahogo...” (Stephen Crane: El bote abierto)

 

Nada especial, algo siempre suele fallar. La gente falla, las cosas fallan, el destino falla. Un desperfecto en cualquier momento y un giro terráqueo que vuelve sus fauces sobre alguien. De tantos y tantas solo uno se perdería el mañana en aquel naufragio. Lo ideal hubiese sido no estar allí. Pero lo ideal nunca termina de suceder por completo. Somos eso, un ideal que choca contra las rocas de la realidad, y que deja de serlo. Pero nos damos cuenta cuando ya es tarde, la única manera que tenemos de entender lo que nos rodea. Todo es comprensible cuando ya no importa, cuando ya no está.

Lo lindo que es poder respirar. Seguramente no hay nada mejor que poder salir a la superficie, levantar la mirada al cielo, reconocer las nubes y tomar impulso para meter todo el aire posible para hinchar los pulmones, y que queden al borde de reventar. Unas malas olas, violentas olas que te juegan en contra. Aunque en verdad no juegan para nadie, solo están allí como manifestación de la indiferencia de la fuerza natural hacia los seres en general, hacia mí en particular. No hay sentimiento alguno, solamente prepotencia de la naturaleza, que impone sus condiciones cuando le viene en ganas. Lo importante es no estar ahí en ese preciso instante, ser un animal inteligente, leer el ambiente de la mejor manera, rastrear algo de sabiduría heredada. Desafortunadamente, no siempre es así. A veces, el azar juega su partida de espaldas al púlpito y puede tocar el peor de los números. Esta vez, de todas las personas que están varadas en el mar, me tocó a mí quedar envuelto entre el oleaje más pesado, en un punto donde es imposible escapar. Y comenzó a sacudir la furia del agua salada, la peor cara de la borrasca del Atlántico sur. No tuve más remedio que empezar una lucha que sabía perdida de antemano. Como la vida misma, pensé, el final es único e irrepetible, y hay que estar a su altura. Pero igual está ese impulso hacia la vida, tan inútil como valorable, honrado, que compartimos con todas las especies. Las brazadas eran una verdadera bestialidad, con todas las fuerzas y dos posibles desgarros exagerados de extremidades casi muertas. El resultado cada segundo empeoró, como es natural. Jamás estuvimos a la par, era claro que tenía perdido el intento, y así pasó, así se fue mi esfuerzo hacia el fondo del oscuro mar. Los ojos cerrados, las vueltas eternas y el golpe en el fondo de todo, el fondo de la humanidad, el final de la vida. Y claro que sentí esa especie de goce del final, esa suerte de salida tranquilizadora. Dejar de luchar, abandonar los esfuerzos y liberar el cuerpo hacia la muerte, el dulce descanso. Pero sentir que no se puede respirar es algo terrible, es lo peor que puede sufrir un ser vivo, incluso más insufrible que cualquier dolor. Porque hay una impotencia encima que golpea en el medio del pecho también. Dos dolores que se unen para crear uno nuevo y aterrador, el sentimiento del ahogo. La vida que no se pasa en ese instante, porque el pensamiento se apaga por falta de energía, no hay caras extrañas ni escenas de un pasado ideal que, por cierto, nunca existió. Pero claro, la posible muerte embellece cualquier momento en el que uno se recuerde respirando profundamente. Eso sí, lo que se siente es un arrepentimiento por no haber aprovechado todos esos momentos en los que uno se despertaba y daba las primeras exhalaciones en el amanecer, cuando el aire es más puro porque no fue contaminado por los quehaceres del día, los tumultos de la rutina. Único e irreparable instante, menospreciado por ser tan recurrente y normal. Si hubiera aprendido lo hermoso que era sentarse en la cama a respirar, una, dos, tres, cuatro, cinco veces, a lo mejor no estaría rodando por el fondo de alguna playa desierta, sin poder escapar al poder irrevocable de las olas, que no me van a dejar en paz. Entonces llegan los últimos instantes de vida, las pequeñas partículas de aire que quedan alojadas en los pulmones antes de que sea todo una realidad líquida, mortal. El cuerpo ya no puede hacer nada, no hay más resistencia. La batalla terminó y no va a cambiar en el último suspiro, como un boxeador que se desconecta por unos diez segundos y pierde toda su valía. Salvo que esta vez, sí que toca llegar al final. 

Y resulta que todo esto se termina acá, esta noche, en estas aguas, a la deriva de un paseo que no tenía pensado. Uno de tantos caminos que podría haber elegido, un dado tirado al aire por el destino, y mi número en el firmamento. De todas las personas que están flotando en el mar, una sola termina su vida acá, ahora, hoy, en este naufragio. Ese final es el peor, porque es una cuenta regresiva de oxígeno, que se va escapando del cuerpo hasta que se siente que algo está por romperse, bien adentro. Otro fondo, el hueco hondo del cuerpo, un algo que estaba ahí adentro y que no había sentido nunca. Un último acto reflejo, un sacudón espasmódico de existencia, el último eslabón perdido de vida, eso que también compartimos todas las especies. Y las olas que siguen su curso, como si nada se hubiera apagado. Un eterno rebotar entre sí contra piedras y fondos de arena, un espectáculo de espuma y burbujas que explotan de rabia para dar una imagen ideal a quien puede ver a lo lejos, tiempo después, desde lo más firme de la tierra, mientras con los ojos cerrados, se exhala una generosa y deliciosa porción de aire puro de mar, pensando en el futuro, en el horizonte perdido por algún desgraciado que apagó lo único que tenía, un suspiro, un cigarrillo consumido por el frío de la última noche.   

 

*****Sobre lo lindo que es respirar…

********************************************************************************************************Humildemente Juan*****************Desde el Rivadavia, sin olvidarse de respirar*************************************************************************************************************

Escritura



Escritura 1

Agoté mis ideas en la cama,

no me quedaron fuerzas

para jugarme la vida

en la escritura

 

¿Qué otra cosa me puede salir salvo

malas imitaciones fragmentadas que,

una vez reunidas, se asemejan a ese chiste,

el del remate tan obvio que ya se olvidó

 

Esa escritura tiene una sola virtud:

no ser escritura del yo,

pero es un odioso gesto de soberbia,

ese rastro que muerde los versos

 

Que pide a los gritos: D e s a p a r e c e r,

no habría que tomarse la molestia,

mejor no pasar un mal rato,

tampoco hacía falta.

 

 

Escritura 2

No importa esto que se escribe,

va a desaparecer mañana

con el primer mate,

cabalgando a bordo

de algún plagio

que de tan malo

será irreconocible

¡Vanguardia por siempre!

Un gesto de escritor

apenas reformista,

que retoma las historias

a la hora de los mandados

y que prefiere jugarse

la vida los domingos

en alguna rompiente,

y que todo el resto

sea despilfarro sexual,

cigarrillos, malas series de TV

y lecturas desordenadas.

Poses sin sentido ni pasión.

 

No puedo ser ese idiota que se pone una campera de cuero y sale los fines de semana a jugar en moto, a perseguir escenas de nacido para ser salvaje, sin ser nacido y mucho menos salvaje. No me sale la parodia del beatnik sudaca, ni el mamón de agenda en mano que se piensa el Che poeta, tampoco el delirio de los maricones que gritan por su inclusión en un mundo que es una cagada. Nada en contra de nadie, solo digo que a mí no me sale, no soy políticamente incorrecto porque me cuesta cagarme en las cosas que quiero tratar bien. Lo más acertado sería pensar que soy un poeta pelotudo, de esos que no sirven nada más que para leer y escribir, y que el mundo olvida demasiado rápido.

 

Escritura 3

Un sueño es el recuerdo de que todavía estás vivo,

con dos recortes novedosos del diario de ayer:

“Murió por falta de sueños intensos”

“Abrió lata y se olvidó de la vida”

 

Hay una imagen de una mujer,

que no es nadie del día,

el obituario que te recuerda

una lista impersonal de nombres

ausentes que son todos el tuyo

 

Y por último, aparecen unos versos raros,

como el agua fría del mar en verano,

que envuelven nuestros ríos

hasta que se hace la hora de recordar:

 

Que nadie puede leer en un sueño.

Que nadie puede retener mucho tiempo un sueño.

Que nadie puede tocar un sueño.

Y que nadie puede escribir en un sueño.

 

Sobre todo eso te quería hablar, pero pasaron los minutos y llegó el 51. Creo que era tarde, que hacía frío y que  a tu campera de jean le faltaban los botones. Todavía, por entonces, yo fumaba. Pero no tenía un mango y nadie me convidó porque generaba desconfianza. Vos también. Éramos dos pobres poetas pelotudos, que todavía se resistían a pagar cuotas sociales, para pertenecer a una logia sin sentido, que respiraba por el solo hecho de que nadie les exigía algo más allá- Poetas pelotudos, que leían a Rimbaud como si estuvieran cerca de sentir esos versos, forzándose en parecer una caricatura de escritor, con Rey Arturo coronando mediante filosa espada de Parra, vuelta en contra de esas espaldas, que no tenían nada de glorioso, porque sus calles eran todo menos gloria. Nos separamos para siempre, la distancia empezó a generar versos, chistes, imágenes plegables y todo lo que dos poetas pelotudos se pueden imaginar, para poder seguir soñando que el 51 todavía no pasó, y que arriba espera Rimbaud con sus versos inmortales de pasión, para regalarnos.

Literatura y algo más

 

Pupé le preguntó si estaba escribiendo alguna cosa y Tomatis sacudió la cabeza varias veces, entrecerrando los ojos y dijo: “Sí. Alguna cosa estoy escribiendo”. Pupé le preguntó qué era. “No sé bien todavía”, dijo Tomatis. “No llevo escritas más que trescientas páginas”. “Pero es una novela ¿o qué?”, dijo Pupé. “Hay un solo género literario”, dijo Tomatis. “No hay más que un solo género literario, y ese género es la novela. Hicieron falta muchos años para descubrirlo. Hay tres cosas que tienen realidad en la literatura: la conciencia, el lenguaje, y la forma. La literatura da forma, a través del lenguaje, a momentos particulares de la conciencia. Y eso es todo. La única forma posible es la narración, porque la sustancia de la conciencia es el tiempo” (Cicatrices, Juan José Saer)

 

Una tarde más de otoño en el barrio Rivadavia. Mientras el sol termina por despedirse de todos los patios desordenados, de todos los largos pasillo que conducen a la nada misma, llegar a ese cruce divino es parte del ritual. Al menos cuando lo puedo pasar a la escritura. Porque en verdad, todas esas cosas se dan por sentado, se dan por existentes automáticamente en la rutina diaria. Este barrio, cualquier barrio, para sus geniales habitantes está dado, cae al mundo ya establecido, como la propia conciencia. Entonces, nadie repara mucho en esas estructuras, en la arquitectura y el diseño de cada rincón, que conforman las obras de arte que más contemplamos diariamente. Pero para poder reparar en esos detalles tan obvios, debe mediar el lenguaje, claro. También, tiene que acompañar el tiempo y, si me permite Tomatis, el lugar. Esta esquina, sentarse en esta vereda, es sinónimo de momento reflexivo, fluir de la conciencia, nacimiento de esta o cualquier narración. Hay una magia, si se quiere, o una intención que sólo se da en la esquina de Francia y Garay. Seguro habrá más sitios similares en el resto de la ciudad de Mar del Plata-Batán. Pero yo conseguí este. Y no fue nada fácil buscar esquina, encontrar vereda amable para tareas literarias. Confieso que tuve que vagar por distintos barrios, conocer y probar cantidad indefinida de veredas. Finalmente, di con esta. Ahora, tal vez más por pereza que por otra cosa, no me pienso ir de acá. Declaro que es el lugar adecuado para mí. ¿Falta de ambición? ¿Pereza intelectual? Si y sí. Pido perdón por eso y por todas las tardes que voy a regalar al universo entero, desde este diminuto rectángulo de cemento, contra esta medianera grafitiada dos veces a la semana, vuelta a pintar cada mes, vuelta a grafitear. Una suerte de bucle espacio-temporal, un marco adecuado para sentarse a tomar una cerveza de cualquier gusto, pero siempre de litro. No sean caretas, las latas y los porrones son muy de serie televisiva de amigxs yanquis. Por este lado de la sombra nos sentamos seguido junto al filósofo berreta, el tan amado como odiado Escardanelli, y la pasamos hablando de cosas que a lo mejor no van a tener ningún impacto más allá de la avenida Jara. Vale decir, mucho menos impacto que ese cráter que parece ir alimentándose de la calle, un agujero negro que no tiene ningún tipo de control. Pero mejor así, para qué queremos que nos vengan a “modernizar” el barrio desde el centro del poder. Allá ellos con sus asfaltos y plazas limpias, acá nosotrxs con…lo que sea que nos quede a disposición, ya vinimos al mundo como estaba dado. Y no, claro, aceptamos que no lo vamos a poder cambiar. Tampoco queremos eso, somos bien conscientes de que nuestra idea de ciudad sería un caos muy precario. No somos tan engreídos, aceptamos que no tenemos idea de qué cosa habría que hacer para ser mejores. Si hay algo de lo que nos enorgullecemos es de que nos aceptamos así como somos, con nuestros defectos y nuestras pocas virtudes…nulas virtudes. Tenemos un mantra que nos gusta divulgar cuando podemos: no cagarle la vida a nadie es salud. Con eso nos manejamos en la vida, que no son más que un par de calles y algunos ambientes mal iluminados que alquilamos como podemos. No buscamos las ofertas del día, eso es para campeones. Vamos atrás de lo que podemos llegar a conseguir. Leemos, eso sí, con desesperación. Tanto Escardanelli como yo, somos enfermos de la lectura. Nos encanta y bancamos a Stephen Crane, adoramos sus historias más crudas, esas que tanto le criticaron sus contemporáneos por ser demasiado oscuritas. También somos especialistas en Tomatis, ese personaje de Saer que es el mejor de toda la historia de la literatura mundial. No, no leímos todo porque eso es imposible. Leemos lo que tenemos más a mano, pero somos muy buenos compartiendo. A veces robamos libros de casas de amigos o conocidos, porque sabemos que son objetos que nadie tiene contados. Están más de adorno que otra cosa. Entonces les hacemos el favor, hacemos justicia literaria. Igual, después de la lectura se los recomendamos y hasta podemos llegar a prestárselos. Es un lindo giro del destino del libro-objeto. ¿En celulares? Claro, leemos donde podemos y como podemos, somos esa clase de lectores. ¿Escribir? No tanto, ¿para qué? ¿Quién sería nuestro público? Los mejores relatos son los que nos salen mientras terminamos la cerveza y charlamos. O eso es lo que la situación nos hace creer. Cuántas veces me habrá dicho Escardanelli “eso tendrías que escribirlo, es una muy buena historia, tiene todo lo que un buen relato debería tener. Lo primero, es que no se entiende un carajo, lo segundo es que termina abruptamente, y lo tercero es que me parece que no tienen sentido esos personajes, no existen en ninguna vidriera de shopping”. Este barrio -y todos los barrios- permite que las tardes se queden un rato más, lo que genera ese extra de conciencia que es la literatura. Al menos es nuestra literatura.  Algo así como la de Tomatis, trescientas páginas que no conducen a nada, que no se sabe bien qué carajos son. Estas fueron, más o menos, mil palabras. Contalas si querés, yo te espero………….¿Viste? Bien, ahora decime qué carajos es la literatura para vos, pero en tu vida, de verdad.  


*****no hay más noches estrelladas...

**************************************************************************************************Humildemente, Juan**************hay noches que no puedo dormir****************no me alcanzan las curitas**********************



S.C.



¿Cómo puedo imaginar

que mis rechazos son

como los que recibiera

Stephen Crane

contado por Auster?

¿Cómo las mismas palabras

de adolescentes estúpidos?

¿Qué es eso de “Te adoro”?

¿O qué “Prefiero este sufrimiento

a no haberte conocido”?

Dos gotas de idiotez

muy similares

::hambre::

::orgullo autoflagelante::

En eso nos reconocemos siempre:

las ganas de humillarnos para

vivir llorando de angustia,

que es la mejor manera

de inventar versos

que tengan la chance

de llegar a otras gotas

igual o peor de idiotas,

y que ahora lo compartan

en alguna otra cosa,

mientras el olvidado

más recordado de Crane,

sale de caza

en busca de una

gloriosa y temprana muerte,

causada por problemas

de corazón,

falta de atención emocional

en primera persona.

Demasiado desapego

como para detectar

que la hiperbolización

del patetismo es

la razón número uno

de muertes en el mundo,

un golpe falopero

a caballo de Neruda:

“A nadie te pareces

desde que yo te amo”,

y qué parecidos todos

esos versos

y ese del tipo

que se come su

propio corazón,

que sabe muy amargo

pero que es rico

porque es propio,

un tragarse dolores

como maquinaria poética,

para que salgan

poemas-chorizo

Libres de colesterol bueno,

capaces de generar

que algún boludo

como yo,

o cualquier suicida

de chinomercado,

salga a saltar

por terrazas ajenas,

llenas de mierda

de enamorados

de su angustia,

que son soretes

de palomas

que se degradan en verano,

para montarse unas

con otras en invierno,

bajo la atenta mira

del rifle de Crane,

el infalible tirador

de grandes ciudades,

el olvidado cazador

-mitológico-

de jabalíes embalsamados

::violencia::

::hipocresía::

::autocompasión::

Te adoro aunque

ya no estés leyendo

tu propia muerte,

hoy,

acá,

conmigo.


El príncipe de Persia

Saltar, pasar en zigzag. Supongamos que un príncipe Persa cierra los ojos mientras le cae una bomba en el medio de la cabeza, y todo estalla...