El gesto de los tiempos

Mientras lo iba siguiendo por la calle, tuve una impresión rarísima que nunca había tenido antes y que, no quiero mentirle, me intranquilizó bastante. Me parecía que caminábamos por la misma calle, en el mismo espacio, pero en tiempos diferentes. (“La grande”, Juan José Saer)

 

Las últimas tardes en el barrio Rivadavia se pusieron calientes. El verano y su impaciencia hicieron de las suyas y adelantaron los cambios de ropa, más precisamente, el desprendimiento de camperas y pantalones holgados, y qué bien que todo se condice con un futuro más respirable y agradable. Pero perdón que desconfíe. No está en mi naturaleza ser tan entusiasta, y menos hoy que hace tanto calor y la cerveza tiende a calentarse, perder gas muy rápido y volverse intolerable al cuerpo. Porque si bien uno puede pasar distraídamente por cada esquina de Jara, meterse por adentro a mirar las veredas, encontrar alguna plaza con algún arreglo pedorro – gentileza de un intendente al que la gente vota sin que haga casi nada -, el contexto es posapocalíptico. Y acá me voy a poner utópico y esperanzador, porque estoy afirmando que la peor parte de la historia ya pasó. Más que afirmar, es la expresión de un deseo compartido por tod@s. Sin embargo, y acá me pongo tan oscuro como una sala de cine que está a punto de proyectar una película poco estimulante, lo que queda de todo ese caos coronavirósico es bastante lamentable. Hace poco leía sobre las proyecciones económicas, el mejoramiento del ánimo de las poblaciones, la salida amigable de una crisis mundial y profunda, y un largo etcétera de opiniones que auguraban un futuro de humanismo buena onda y puro. La necesidad de esas personas por volcar sus buenos deseos es más bien una necesidad de ficción, enfermedad de la que padezco hace décadas. Entonces, me veo caminando por esos mismos lugares, ese cruce de Castelli y Francia, esa vereda que hoy luce como si fuera el desierto de Duna (y ese es el bodrio de película al que me refería, y que me tocó padecer esta semana en la pantalla grande con caramelos confitados, eso que sí agradezco poder volver a hacer), y todo luce tan igual como desolador, pero con algo diferente. Como si las cosas hubiesen envejecido cincuenta años, y siguieran estando ahí, a la espera, en el mismo sitio. Calculo que para ellas yo me veré igual, el mismo tipo caminando de la misma forma, con el mismo gesto, pero como si me hubiese caído el reloj del Tiempo encima. Iguales, pero diferentes. Si me preguntan de la película, debo decir que todo se resume a una cara, unos gestos, y el andar de un único actor: Javier Bardem. El español más hollywoodense del momento, interpreta a un nacido y criado en la tribu originaria de ese planeta desértico, que es el protagonista de la película. Un planeta por el que nadie desearía pasar ni cerca, porque es un solo y gran desierto irrespirable, habitado por una tribu muy ortiva que vive debajo de la arena, aprovechado por unos gusanos gigantes devoradores de cualquier cosa, castigado por monumentales tormentas de arena y condenado a la guerra eterna por obra y gracia de una sustancia muy lucrativa, tipo petróleo. Obvio que no importa el lugar ni el tiempo, la historia es siempre la misma, los colonizadores llegan y arrasan con lo que sea para tomar lo que les parece valioso. Más allá de eso, lo que quería destacar es el resumen en el gesto del actor Bardem. Tanto su cara como sus movimientos son de un tipo cansado, harto, desesperanzado, desengañado, que no se apasiona ni cuando ve morir a un amigo. Todo parece darle lo mismo. Sin embargo, hay algo en su mirada, como un destello que intenta demostrar que hubo algo mejor en otros tiempos, y que la venida de un salvador –muuuuuuy en el fondo- es posible y es la demostración de que hay esperanza. Incomprobable en la primera parte. Para mí, incomprobable para siempre, porque toda la película es ese gesto de Bardem, desganado, desanimado, dramático pero sin pasión. Me veo caminando ayer, por esta misma esquina, a lo mejor no con este calor tan raro para esta época. Me veo sentarme en esta misma vereda que nunca cambió, y me veo clavarme un trago de cerveza mirando lo que queda de cielo y diciéndome: J, ¿qué carajos irá a pasar mañana? Ahora me miro otra vez, hace calor, las cosas que pasaron para qué te las voy a contar, si las sufrimos junt@s. Mejor me siento, aprovecho la sombra de la medianera y me tomo un trago más de birra, y que mañana se venga la segunda parte, o la tercera, de esta historia que vaya a saber a quién se le ocurrió. Lo único que espero es que no haya tantos de esos gusanos chupa todo, agazapados esperando a crecer a costa de la sangre de todo un pueblo. Estaría bueno que tampoco soplen tantos vientos huracanados y que nos quede algo de agua para la próxima generación. Pero, sobre todo, espero no tener que encontrarme con esa cara de hartazgo y resignación, con ese gesto desapasionado y ese ritmo cansino del personaje de Javier Bardem. Espero que esa cara no haya sido la mía, que nunca más sea la mía. Otros tiempos pasaron no exactamente como los esperábamos, otros tiempos se avecinan. Dejemos volar los buenos deseos, pero, por las dudas, no nos entusiasmemos tanto


*****Para fondo de cualquier intento de nota medio desanimada:

*****************************************************************************************************Humildemente, Juan, desde el Rivadavia**************Cualquier similitud con la realidad, poco importa**************************************

Y tal vez tu coche se chocó la otra mañana y te darás cuenta de que Say No More es más importante de lo que creías

 


Una vez creí que nada iba a pasarme

Una vez pensé que nadie iba a matarme.

El tiempo pasó…

 

Reloj de plastilina

Charly García

 

J se desayunó con una noticia que lo puso de buen humor: Charly García había ganado el premio Gardel de oro la noche anterior. ¿De qué servía ese premio? Para nada ¿Qué impacto podía tener esa novedad en el Barrio Rivadavia? Ninguna. Pero J amaba inexplicablemente a Charly García, y no concebía nada más impresionante en el mundo que escuchar un disco suyo, de principio a fin. Sí, desde el tema 1 hasta el del final, sin mover el orto de donde estuviese, atento solamente a la música y a todo lo demás que pone un artista como García. ¿Qué otra cosa puede ser la felicidad? Pero J quería más, extrañaba tenerlo tocando todos los años en Mar del Plata. Ese día en particular era como año nuevo, la ansiedad atacaba de temprano, había que devorar todos los discos que se pudiese antes del show y empezar temprano la previa, con amigos, aliados. La bebida casi daba igual, un porro y tampoco había guita para mucho más. La botella de birra camino al recital “esta es la banda de Say no more”. Entrar agitando y que García salga a escena como esté. J lo bancó en todas sus formas, en todos sus caprichos, hasta una vez que entró a dar un concierto en Sobremonte, tomó el micrófono y dijo algo así como “acá son todos re caretas”, arrojó el artefacto al piso y se fue para no volver más. Otra vez, apareció de improviso en un bar que se llamaba García y Compañía – lugar que solo duró abierto un par de meses, nada escapa al abismo del invierno marplatense -, tapándose el rostro con una hoja que chorreaba pintura. Se sentó, saludó a los pocos parroquianos que estaban allí sin poder creer su fortuna, tomó la guitarra y empezó a tocar por arriba temas de los Byrds, que sonaban de fondo. Magia. Para colmo, después de eso presentó algunas músicas de su nuevo disco, Asesíname. Luego le cambiaría el nombre por Rock and Roll yo, en un ataque de paranoia “No vaya a ser cosa que me pase como a Lennon y un loquito me quiera matar”. Esa misma noche, luego de terminar con Rehén, prometió volver de inmediato con sus músicos a grabar un disco, porque le había encantado la onda del lugar, la gente, etcétera. Se paró, firmó un par de autógrafos, alguien le dio un billete de $5 porque no tenía papel, Charly lo tomó y se fue en su limosina blanca. Teniendo en cuenta lo que el fan había visto y escuchado, cinco mangos no eran nada, pero igual un poco le hinchó las pelotas: Había perdido $5 y una firma de Charly. J y las diez personas que completaban el bar se quedaron esperando por el regreso glorioso de SNM…Pasaron las horas, era obvio que ya no iba a aparecer. Igual nadie se movió de su lugar, quién sabe, este loco podía caer en cualquier momento. Ya era la hora del desayuno. Ok, Charly no volvería. J pagó sus cervezas y se fue entre extasiado y desilusionado, un sentimiento extraño que siempre pensó que era la mejor definición de Say no more. Otra vuelta lo encontró de casualidad en un boliche de Constitución, pero lo tuvo que ver de afuera. Era una fiesta privada o para gente con algo de dinero. Sería 2001 o 2002, J estaba al horno y sin laburo, solamente esperó en la puerta para saludar a su único ídolo en este lío ¡Y lo logró! Tuvo que correr la limosina de García a la salida de la disco, hasta el semáforo que tuvo piedad y se puso rojo. J le golpeó la ventanilla polarizada y el ídolo se copó, bajó el vidrio, sacó su mano flaca y larga como una rama de árbol y le regaló el trago que estaba tomando. J lloró como un niño y se clavó el fondo blanco más hermoso de su vida, sin poder descubrir nunca qué carajos tenía ese vaso…

El tiempo pasó…J ahora estaba más viejo, tanto como Charly. Pero el vínculo entre fan y artista es algo que está incorporado en el ADN, y que se va a despertar cada vez que se manifieste una situación cualquiera. El último disco – Random -  le había regalado recientemente una sensación única, de unión increíble, siete años después. J escuchó…

 

Yo te mostraré el camino

entre la cana y los demás

vos siempre vas a estar conmigo

soy tu testigo, tu disfraz.

 

El círculo perfecto. No es que García volvía o se reinventaba, o lo que fuera que dijera la prensa. Para J, Charly siempre estaba. Era él quien lo olvidaba cada tanto, interponiendo otras cuestiones en su rutina. En definitiva, la vida era eso que pasaba entre recital y recital de SNM. Pero ahora Charly ya no toca en Mar del Plata, y es más difícil. El país está cada vez más ortiva y J en el barrio Rivadavia pensó que lo mejor que podía hacer era poner Filosofía barata y zapatos de goma una vez más. Y sí, volverse a alegrar porque su ídolo había ganado un premio, no importaba cuál ni por qué, ni que en la terna hubiese estado con Axel y Luciano Pereyra. Más tarde la vida seguiría, más o menos igual. El invierno se acerca y, como siempre, otro intuye todo en el alma de J…

 

…quería que todo fuera eterno

se fue el amor

llegó el invierno

y anduve tiritando en cualquier lugar

y sólo pude llorar.

 

 *Nota para leer escuchando: Reloj de plastilina, Spector, el resto de Random, el resto de Filosofía barata y zapatos de goma y Quinta dimensión de los Byrds.



La lectura y sus movimientos

 


Forma de ficción parasitaria, la traducción es el gran modelo de la práctica borgeana. A diferencia de la “escritura inmediata”, cuyo mecanismo suelen velar  “el olvido”, “la vanidad” y “el prurito de mantener intacta y central una reserva incalculable de sombra”, esta literatura mediata no teme hacer visible las reglas de su propio funcionamiento. En particular una, la más abstracta y, también, la más medular de la poética borgeana: hacer ficción es deportar un material  ya existente de su contexto e injertarlo en un contexto nuevo. La fórmula es simple, económica, de una elegancia casi ajedrecística. Lo incluye prácticamente todo: la política del parasitismo, el elogio de la subordinación, el goce de la lectura y la glosa, la desestabilización de las jerarquías, las clasificaciones y las categorías, la relación entre lo Mismo y lo Otro, la repetición y la diferencia, lo propio y lo ajeno; la idea-fuerza de una literatura que sólo tiene sentido si se mueve, si se desarraiga, si pone en peligro su propia integridad” (El factor Borges, Alan Pauls)

 

Moverse es ir de un lado para el otro, sin importar demasiado lo que suceda en el camino. Un traslado, un corrimiento, pero con dos bases bien diferenciadas, bien plantadas: el punto de partida, inevitable, y el centro de llegada, que tiene la particularidad de ser más susceptible a las variaciones. Por ejemplo, puedo arrancar este apartado contando la historia de cualquier persona, que amanece casi todos sus días en la misma habitación del barrio de siempre. Punto de partida esperable, me voy como siempre a comprar la birra al chino y me la clavo acá, en la veredita primaveral de Francia y Castelli. Pero después comienza el movimiento. Y no solo se trata de un traslado espacio temporal, sino que – el tiempo tiene estas cosas – ese movimiento puede ser concretado en ese mismo lugar, quieto. Es más, es este el movimiento planteado y que no para: la escritura. Mientras escribo sobre yo sentado tomando cerveza en la esquina de siempre, ya no estoy ahí, sino que estoy pasando en limpio un par de ideas que se me subieron con las burbujas frescas. Más aún, ahora estoy leyendo y corrigiendo, lo que plantea otro movimiento más, otros escenarios posibles. Ya me estoy empezando a marear, tanto movimiento y tanta cerveza. Algo así sería ese parasitismo del que habla Alan Pauls, al referirse a Borges y su escritura. Pero no te pongas nervios@, esto no tiene nada que ver con cualquier planteo demasiado complejo y conceptual, sino que se me vino la idea de poner en juego ese movimiento sin acción, solo para ver qué pasaba. Parece que el mundo, el universo, no habría detectado tanto sacudón. Sin embargo, la hora de lectura es la hora de envejecer, de llegar al destino último, hasta que finalmente no hay más allá. Sabemos, gracias a Roland Barthes, que hay un grado cero de la escritura, pero nos resistimos a aceptar que hay un final para todo esto, una imposibilidad de ir más allá del texto, el final de todo. Esa angustia me recorre el cuerpo mientras devoro las páginas de la última novela que escribió Juan José Saer, y que para más dolor, dejó inconclusa. El drama angustiante se agrava al descubrir que lo único que le faltó de esa novela La grande, fue el último capítulo. Una referencia temporal  es el corte abrupto de todo un universo literario. Sería lunes, obvio, el último día del mundo. Y tenía que ser en otoño y con la llegada de la lluvia. Todo eso es la concreción del concepto de final en una opaca y limitadísima oración. Pero no hay nada más allá, hasta ahí Saer, hasta ahí su universo, hasta ahí la lectura. Todo lo que venga después, los corrimientos, las interpretaciones, los parasitismos, los plagios, los comentarios, las citas, los congresos, los ensayos, ya no son parte de ese universo. Lo intentarán recrear, subrayar, exprimir, expandir. Pero es el límite para la lectura de Saer. No hay más, no habrá más Saer para leer. ¿Y qué carajos puedo hacer en un mundo sin otra novela se Saer, cómo pasar los momentos de mi vida sin estar envuelto en alguna de sus historias que parecen estarse quietas yendo y viniendo en el tiempo, con una naturalidad casi fantástica? Siempre entre el río, un campo y el pueblo, pero con ese halo de inmensidad atrapando a quien se digne a inmolarse en la lectura. Y llega la certeza de que ya no queda más allá, que el más acá se terminó, y que el único consuelo es volver al punto de origen, para arrancar el movimiento nuevamente, y ser un poco el Pierre Menard autor del Quijote, intentando frenéticamente volver a escribir un universo entero, palabra por palabra, resignificando y trastocándolo todo sin tocarlo, provocando el cambio más gigantesco, sin mover una coma del texto releído. El consuelo es la locura de un lector psicótico, única creatura capaz de darse la cabeza contra la pared, hasta que salga algo jugoso de allí: la pared filtrada sangrando o los sesos chorreando su gracia. Sigo este camino, que ya no tiene vuelta atrás, recorro el punto de partida y me pierdo por Colastiné, releyendo un final trunco desde el barrio Rivadavia, el último suspiro de un santafesino que murió en París. Ese movimiento que me rompe las pelotas, porque ese final trunco se escribe en Francia, ¡Mon Dieu!  Movimiento, un movimiento más, hacia el atardecer, rio abajo, con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño el tiempo del vino. ¿Desde dónde habremos partido? ¿Hacia dónde habremos llegado? La lectura es acción imparable. Todo lo destruye para volver a construir, para volver a destruir, para volver a construir…

 

*Juro que estuve pensando todo el tiempo en este tema, mientras escribía:

***********************La foto está sacada del sitio: Río Colastiné, desbordado. En la boca del Ubajay /Santa Fe. Autor fotos: Pablo Cruz (colaboración especial para educ.ar). | Foto, Santa fe, Río (pinterest.com), pero toda retocada por mí, por lo que pido disculpas*******************************************Humildemente, Juan, del barrio Rivadavia, Mar del Plata-Batán********************************

La política del pudor

 


Si no trasingís y llegás a un arreglo, o lográs una victoria pírrica o te quedás destrozada, hecha una ruina. Te convertís en el eco fantasmagórico de un muro destruido. (Suave es la noche, Francis Scott Fitzgerald)

 

¿Qué otro sonido menos audible que el que nació para no ser escuchado? Ese parece ser el mejor tono con el que vamos marchando, cruzando cualquier semáforo, en cualquier esquina del mundo. Esto vale para el lugar que sea. Y acá incluyo, además, el traslado temporal. Porque una esquina de hoy en el barrio Rivadavia, dialoga de manera directa con las esquinas de los barrios porteños que Borges celebraba en un atardecer, o con esos rincones donde se tiraba a pincharse heroína William Burroughs, después de haberle hurtado a algún ebrio unos cuantos dólares, para continuar en esa forma de vivir. Y todos igual de cuidados, susurradores apenas, cultores de la voz baja, unidos por el vicio de la invisibilidad. Nosotros, digo, cruzando calles con la mirada perdida en la rutina, pensando siempre en eso que viene después, y qué cagada que se me rompió el flexible de la chota canilla de la bacha, lo tengo que cambiar y a esta hora la ferretería está cerrada, y qué carajos voy a hacer para comer, y cómo mierda me voy a arreglar para llegar a buscar a los pibes a tiempo a la escuela, y para qué mierda me habré metido en este laburo del orto si no me pagan ni para cubrir el alquiler, y para qué carajos me habré puesto a salir con esta persona que tiene más quilombos que los que traía yo encima, y qué carajos voy a hacer si no parece que haya nadie que quiera darme una mano, y qué mierda que me tocó ser tan orgulloso como buen argentino, y la yuta que los parió a todos los que gobiernan váyanse al carajo, se me pinchó la rueda de la bicicleta… Un largo etcétera de sucesos cotidianos que este personaje, que se sienta en la esquina de siempre del barrio Rivadavia – cito Castelli y Francia -, suma arbitrariamente para llegar al fatal destino de tod@ compatriot@: soy la persona con más mala suerte del planeta, no me sale ni una, la recalcada…Mejor parar acá para tomarme un trago de birra y que el efecto burbujeante me afloje las piernas y empiece a sentir que todas las cosas de este miserable mundo me chupan un huevo. ¡Ah! Ese consuelo reconfortante bien de nuestro país, porque ya me acabo de dar cuenta de que nada voy a poder hacer para solucionar todas esas cosas que no puedo controlar. Aflojar los brazos, apagar la cabeza, ir aceptando que lo único omnipotente en este mundo es la crueldad. Listo, salir de melancolía, acto seguido, desengaño, evitar el llanto. Que la tierra me trague un rato vendría bien, pero esta tierra siempre se empeña en escupir, mal del país. Un poco más y me olvido de por qué llegué a esta situación, aunque sé perfectamente, pero viste que el dolor no percibido por la razón no es dolor del todo, ojos que no ven y eso. En fin, ya estoy perdiendo el hilo. Cierto, la frase de Fitzgerald, que para algo la habré copiado, o solo fue una joda. Bastante mala, ¿no? Porque mejor que vivir arrodillado es morir de pie, como decía el Che, pero resulta que ya nadie se acuerda de lo que era estar de pie, erguido. Puede ser que hayamos involucionado y vuelto a andar en cuatro patas, o puede ser que en realidad lo que logramos es una evolución difícil de entender como tal. Como sea, no me hagan caso, es mejor pelear, porque nadie quiere ser un eco sordo de tristes ruinas ¿Verdad? ¿Cuánto pagarán por eso? ¿En serio?, hay que hacer eso nomás y listo, ¿salvado de por vida? No entendí el dilema de la serie coreana, esa del todos contra todos, y que el último que sobreviva se lleve el premio para él solo. Es lo que sucede a diario desde que tengo uso de razón. Todas las peleas, que son siempre a muerte, terminan igual. Los arreglos, las agachadas, son parte de lo mismo. Y no me jodan con que ahora la humanidad se va a poner a zapar una de Lennon y listo con toda la mierda. Imposible, lo que va es una música bien apocalíptica, una melodía que sea una patada en las encías, y otra vez a correr para el lado que se pueda, falta poco, y todavía hay que seguir alimentándose ¿Quién habrá perfeccionado estas máquinas de hacer mierda todo? ¿La naturaleza, los dioses, una explosión mala leche? Eso, ¿cómo pueden pensar que un Universo puede generar algo lindo a partir de una explosión? No tiene sentido. No tiene sentido seguir nadando contra la corriente, porque no hace falta. No hay corriente, para empezar. Eso mismo, intentemos llegar a un arreglo. Ya te dije, soy de acá a la vuelta, pretendo seguir caminando con la cabeza gacha, pasar desapercibido, no generar más explosiones. Si vos andás con ganas de incendiarlo todo, te dejo el camino a partir de acá ¿Yo? Me quedo al costadito, no te hagás problema, desde esta vereda lateral al mundo las cosas se suelen ver menos borrosas, las ruinas suelen ponerse a tono para comunicar. Más vale estar atento y seguir escuchando. Hablé demasiado y la cagué por completo, más de una vez. Qué lindo cuando la tarde se va sin que nos demos cuenta, y girar para ver por última vez al sol, que sale sin barbijo por la 226, todos los días. Una ruta que es como uno, ¿no? Una orilla, un abismo, el vuelo bajo y tranquilo, una sombra de escombro, un flexible que ya dejó de intentar sostener lo que pesa mucho.

Cuando el mundo tira para abajo,

Burroughs lo sabía,

mejor aceptar la vida

como viene en la segunda mano

y que al final

nos salga el tiro por la culata,

sin que haya nadie en frente,

obvio,

¿no?


****Y bueno, en una de esas, por ahí somos human@s, víctimas nomás:

**************************************************************************************************Humildemente Juan, desde el cuarto blanco del Rivadavia*************************************

El escribiente


Sentir la oscuridad es un cliché, o como se escriba. ¿Quién dijo que alguien no podía sentarse en medio de un texto para decir: ¡Hey! Miren, acá estoy yo, con todas mis dudas y mis miedos, dispuesto a entregarme, sin máscaras, sin trucos, sin contar las palabras? ¿Tan difícil es lograr un acto de escritura sincero? ¿O todo tiene que ser tamizado por la figurita del escribiente, todo tiene que ser tan publicable, tan del gusto de un par de giles legitimadores del buen decir? Pero cuando aparece alguien y se sienta para gritar la desesperación, que es patrimonio universal del escribiente…bueno, pasa esto. Hay que esgrimir algún motivo, un pensamiento lúcido, algo que justifique el acto de escritura, donde hay un texto ficcional en desarrollo. ¿Qué carajos es un texto ficcional? Yo no sé, él tampoco. Actuamos con instinto. Mire, algún día alguien me dio una pista sobre signos y lenguajes y esas cosas, por lo que sorprendentemente aprendí a escribir y a interpretar lo escrito. Todo muy mágico, como los signos zodiacales o las danzas para atraer la buena cosecha. Pero pronto volví a desaprender, y me quedé varado en el medio del mar de símbolos, signos y sentimientos inexpresables. Pero ya estaba lanzado, algo había que hacer, alguna cosa tenía que inventar. Me caí, me levanté, me rompí la cabeza cien veces, pero seguía empeñado en interpretar, en escribir, en despejar sábanas de falsos fantasmas. Entonces tuve la idea de subirme a la santa montaña, desnudo, cargando las piedras de mis antepasados, las de mis post-pasados. Y acá me tienen, tierno como al inicio de los días, listo para ser devorado por los lobos rapaces, quienes están muy seguros de sus corazas, quienes tienen los colmillos afilados para la ocasión. Y no, no señor, no estoy diciendo – perdón – escribiendo, que soy una víctima. Conozco perfectamente los roles que estamos cumpliendo. Sé mejor que nadie, que debería estar haciendo otra cosa, más noble, más amena. Pero soy así, una gente de mierda, un escribiente, un depredador de malos concejos, un llorón de cuarta que juega al filósofo de jardín, al psicólogo de baulera, al mago de conejos muertos. Todos los trucos, todos mis falsos trucos, han sido expuestos, siglos atrás. Yo los tomo, los cocino de nuevo y los saco como si fuera la primera vez. Y siempre habrá recienvenidos con ganas de sorprenderse con una Arcadia, una Atlantis, una Troya, un Dorado. La verdad es que todo ya pasó, que la montaña es de cartón – pese a estar tan bien diseñada y adornada – y los monjes son pésimos actores de reparto. Más te cuento, no dejo de equivocarme en la escritura, tengo que retroceder con el teclado cada palabra, porque hace frío y tengo los dedos entumecidos y estoy solo y todo eso…Vez, ya caés de nuevo en el engaño. No me creas, solo confiá cuando te digo que estoy acá sentado y desnudo, dispuesto a confesarte todos mis artilugios, como esas palabras que vos dirías ¿cómo se le ocurrieron? ¿A mí? Nada, las palabras me preceden, todos los textos me preceden, las historias me preceden. En todo caso, si tengo una característica positiva, es la de que sé robar bastante bien. Y que no necesito ningún cómplice, me basto solo en el arte del buen robar. Sé dónde encontrar esas palabras que necesitaba para terminar la oración acá. También tengo esa capacidad de seguir, casi sin razonar, como si las letras se apilaran voluntariamente, para decir “era justo esto lo que estábamos pensando”. Nadie piensa, todos repetimos de mala gana. Ejercitamos sobre lo que ya estaba hecho. Como salir a correr, a caminar, o a pegar un grito. Así de común y vulgar, como existir. ¿Quién sabe salir mejor del vientre de su madre? Nadie. Y todos. Esto es igual, yo estoy acá sentado confesando todo, sacándole el velo a tus ojos de lector, de lectora,  de lectore…¿Y quién me va a decir algo? ¿El FBI de la literatura? ¿La RAE? ¿Qué institución represiva me puede venir a decir qué hacer con las palabras, con las historias? Como mucho me ignorarán, es la forma más fácil, la más efectiva. Este escribiente no responde a nada más que sus caprichos de infante mal agradecido. Apenas si se le entiende cuando habla. Déjenlo, no vale la pena ni un centavo de atención, ni unos segundos de lectura. Que se ahogue en las ediciones de barrio y las redes sociales, creadas para gente que no lee más que un título de una falsa noticia en un celular. Insisto, no estoy de humor para vacunarte contra el tiempo, eso te toca a vos. Si querés seguir con el engaño, te espera una vida color de rosa, tenés todas las de ganar, el juego fue creado para ser jugado así. También, me podés atender un instante, un minúsculo segundo, falta poco para el final de la historia. Algo te vas a llevar, confiá en mí, creéme. No te duermas, todavía. Aguantá. Hace frío, me acabo de sentar, casi al final del texto, estoy desnudo, desnudo de trucos, desnudo de piel y de sentimientos. Te digo la verdad, la única verdad que puede ser escrita: esto se terminó, se terminó para mí, para él y para vos. Nunca nos vimos, no nos conocemos, no nos vamos a conocer. En cien años no va a quedar nada ni nadie de tod@s nosotr@s. Qué importan los vocativos y los intentos de arreglar el Universo. El Universo se las arregla solo. Nosotros, vos, él y yo, lo intentamos. Nos salió esto: los tres sentados en la vereda de una casa de barrio común y silvestre. Quedamos desnudos, mirando el cielo…es todo tan lindo, cuando ya no importa nada. Fin.


*Con el siguiente fondo, que se explica solo:


 **************************Humildemente soñando y sin lugar a donde ir, Juan****************************************************************************************

El príncipe de Persia

Saltar, pasar en zigzag. Supongamos que un príncipe Persa cierra los ojos mientras le cae una bomba en el medio de la cabeza, y todo estalla...