¿Cuántas veces soñás en una sola noche? ¿En una semana? ¿En un año?

 


- Primer sueño -

Sabías que era una trampa. Hiciste todo para que lo pareciera, a pesar de tu silencio. Ahora estamos atrapados y es probable que no podamos salir. Y sin libertad, sabés muy bien, no se puede estar, no nos corresponde algo así. Lo natural, si querés, sería que volemos un rato, que sintamos el aire en nuestros pulmones sin que nos destruya...

Lo que pasa cuando no hay libertad es que los tobillos se agotan y no necesitan caminar

Lo peor es elegir esa costumbre, la de la falta de libertad. Entonces aparecen todas esas ciudades pintadas de colores brillantes, con las marquesinas enlatadas y reproducidas hasta el hartazgo, y nos vemos al final de un callejón, el mismo donde se han cansado de violar a todos los animales de este asfalto,

 este,

lleno de basura, de restos de cosas que ya se dejaron de usar para eso, porque ahora sirven para algo bien distinto. Como nosotros. Ya no nos podemos usar como antes, cumplimos otras funciones, que es seguro que mantengamos hasta que una infame tarde de martes, fallezcamos atropellados por el olvido. Eso es nuestra libertad, un olvido programado, tres, dos, uno y se murió la batería. No pongas cara de sorpresa, ya lo sabíamos, tenía que pasar. Lo inevitable es eso, para empezar, inevitable. La famosa trampa perfectamente diseñada por nosotros para nuestra hermosa y épica caída en desgracia. Todo un marco de postes de luces sangrando de a chorros naranja sepia, y mariposas sin color golpeándose contra grandes y fogosos focos de bajo consumo. Todo a la baja, porque claro, hay que llegar a fin de mes. ¿Llegar a dónde y para qué? A un final o dos, para terminar perdiendo la libertad. ¿Y la libertad para qué? Para moverse en esas direcciones improbables que de seguro atraen la desgracia. Llegar a ese puerto vacío una noche de agosto, fría como los huesos de las personas que ya no están con nosotros. Un bolso que cae en el muelle, dos barcas que se hunden de aburrimiento y un viejo capitán que mira el horizonte sin mirar – es de noche y nunca tuvo buena vista – porque queda bien a su estirpe, aunque jamás timoneó nada. Entonces él soy yo, pilotos expertos de aquello que nunca pudimos conseguir. La yuta madre con esas metáforas y comparaciones de mierda. No las necesitamos. Necesitamos tirar a la mierda todo lo que ya no sirve y volver a buscar esos sueños de año nuevo en la casa de la juventud.

- Segundo sueño - 

Pasa que la trampa es tan perfecta…

no me puedo acordar de ninguna dirección, ni de cómo te llamabas, ni dónde te podría encontrar. El para qué, convenientemente, tampoco me puede asistir. Seguiremos varados en el puerto, esperando por un horizonte que, un domingo de estos, se deje ver.

Y claro, claro, ya lo sé: el artista es un observatorio subterráneo,

Lo sé y no sé, porque no ando por las noches contando los sueños, uno dos tres, imposible llevar el registro. Es al pedo llevar la cuenta, las cuentas, porque no nos va a servir para nada en el final, que siempre es olvido, y en ese olvido la oscuridad y la sensación de que si dejo de escribir me muero, atrapado en ese observatorio de mierda, encerrado en el ataúd de los recuerdos que ya no me pertenecen, porque pasó el tiempo adecuado para perder los derechos. Y estamos bien con eso de que nos roben los sueños, los categoricen y nos inventen un nuevo yogurt para consumir, una nueva bolsa de monedas para traicionar, pueden ser reales o intangibles, imaginarias, tan incontables como los sueños. Qué bien saber apostar allí, entre cangrejos ladrones de ilusiones y patrocinadores del olvido...

Mejor, necesitamos dormir profundo y rescatar las imágenes que nos quisieron desarmar

- Pérdida de la cuenta - 

Y esa historia que sale desde algún lado, con la música de fondo, para taladrarnos el sentir y decirnos que desde lo más recóndito del observatorio subterráneo podemos seguir contando…

La pequeña historia de hoy

- Último sueño -

El pobre de Johannes Brahms enamorado de la mujer de su mejor amigo, Clara. Ese amigo que lo bancó en los peores momentos, cuando más lo atacaban, cuando más criticaban su música. El bueno de Schumann preparando unos tragos mientras el pobre de Johannes le mira el ojete a la siempre atenta Clara. Un triángulo amoroso con la mejor música de fondo. Todas las trampas puestas en conjunto y alentadas por sus propias víctimas. ¿Por qué forzar historias que nos van a hacer pelota? No hay mejor explicación que esta: nos gusta demasiado la literatura, tanto como los sueños. Aunque alguien no lea, esa necesidad de literatura lo va a llevar a este tipo de conflictos. Y no es que se curaría leyendo todos los días, para nada. Esa necesidad de literatura no aplaca nada, por el contrario alimenta la sed de más historias, más trampas, más literatura de la vida, más soñar en el subterráneo. Porque sino todo estaría acomodado por la razón. ¿Y quién querría ser esclavo de la razón? Preferible caer, cada tanto, en ese agujero mal cubierto, que sabemos que algún día nos vamos a encontrar, porque lo hicimos nosotros hace un tiempo, previendo que esa caída tenía que lucir inevitable. Mentira, somos obreros de la mentira, pero apasionados con el trabajo que emprendemos...

Vigilia


*Creo haber soñado una historia que mezclaba las siguientes cuestiones: un par de fragmentos de Ada or ardor de Nabokov y de la novela Delatora de Joyce Carol Oates, la música de Brahms - para intentar dormir y contar sueños - que dejo a continuación y la falta de consistencia del lenguaje onírico. Ojalá quede algo y sigamos comunicades:

 

******************************************************************************************Humildemente, Juan, desde la misma vereda de siempre, en el corazón del barrio Rivadavia, ya sin temor a la oscuridad, a la música clásica y  a las horas de escritura sin razón*****************************************************************************


Existen especies que no cambian al llegar el invierno

 


Tarde de día soleado en el barrio Rivadavia. Aunque calculo que debe haber pasado lo mismo en todos los rincones de la ciudad, al menos, en este hoy. Y lo loco de pensar que mientras me arde la cara por acción directa del despiadado sol de febrero, sé que hay mucha gente que no puede hacerle frente a una ola de espantoso frío. De ahí todas las teorías y discusiones sobre el cambio climático, con sus ciegos negadores y sus fervientes combatidores. Pero no es de eso que quería escribir hoy. ¿Por qué será entonces que no puedo evitar los desvíos, los desvaríos? Creo tener una probable respuesta. Es porque se trata de una propuesta de juego, podemos llegar a llamarlo “cachito de literatura en la tarde”. Me entusiasma – acá freno un toque para tomarme un trago de cerveza – esta idea del juego. No digo que la literatura sea “jarana”, como a varias personas les gustaría que sea. Quiero decir, tampoco me puedo hacer tanto el boludo, por respeto a Sartre y etcétera. Está la literatura comprometida, que tiene a sus grandes exponentes, por supuesto. Todo materia vieja, de otro juego que no me toca desplegar hoy. En el tablero actual pongo un par de fichas, una amarilla que, me representaría a mí y otra azul que representaría a mi fantasma. Porque por supuesto que uno siempre juega contra su propio fantasma. Los colores no tienen ningún tipo de significado, podrían haber sido otros. Pongamos por caso que el que primero arroja los dados es mi fantasma, ya que me considero una persona respetuosa en esto de los juegos de mesa. Bien, saca un número x y avanza los casilleros que debe hasta llegar a uno determinado, que tiene un premio o prenda o castigo o lo que sea. Es mi fantasma, lo conozco un poco porque estamos juntos en mi pasado – o debería decir nuestro -. Es un fantasma tenso, bastante transparente, pero que se deja ver con un poco de luz solar. No alcanzo a distinguir si hace algún gesto, aunque parece conforme con lo que le tocó. Resulta que es una especie de encrucijada, en la que por una elección azarosa de número del dado, podría llegar a seguir avanzando o a perder el turno. Hace su elección y sacude el dado, lo arroja casi sin fuerza y consigue hacerse camino en la primera parte del tablero. Lógico, porque sintió mi impaciencia y de eso se alimenta mi fantasma. Espero controlarme y revertir la situación rápidamente. Cae en un casillero regular, que no tiene más que un número de posición. Mi fantasma se dispone a esperar a ver cuál es mi suerte. Ahora es mi turno, pero el hecho de que haya comenzado mi fantasma este juego, me pone en una situación de mierda. ¿Por qué mi fantasma tiene más ímpetu que yo? Con el dado en mis manos exagero el movimiento y lo arrojo, como si con eso me aseguraría sacar un número alto. Avanzo x casilleros, también caigo en una encrucijada. Tengo que elegir entre la posibilidad de seguir adelante o de quedarme quieto en el lugar. No parece difícil la situación, el tema es que si escojo avanzar y sale un número impar en el dado, retrocedo hasta el inicio del juego. Tengo una duda. Mi fantasma lo sabe y comienza a regocijarse en mi sufrimiento. Intento, lo juro, quiero arriesgarlo todo, pero sucumbo ante la posibilidad de que mi fantasma se aleje definitivamente. Opto por la salida que me parece lógica, la conservadora, la salida de siempre, la que todo el mundo esperaría que se tomara. Mi fantasma ahora parece sonreír, toma el dado y lo arroja con delicadeza. Los números le son favorables, avanza por el tablero y continúa arriesgando todo en cada encrucijada que le toca afrontar. La distancia que me va sacando en el tablero resulta cada vez más grande. Yo continúo con mi ritmo reservado, meticuloso, demasiado esperable, como si estuviese convencido de que al final por no arriesgar nada, por no transformar nada, voy a obtener la victoria. Nada de eso se refleja en el juego, porque mi fantasma continúa su camino hacia el final, tan tranquilo que casi no parece sentirse emocionado. Yo transpiro, tomo otro trago de cerveza, trato de incentivarme, entiendo que tengo que empezar a arriesgar, pero por alguna razón no me sale hacerlo. Mi fantasma entra en el último tramo del juego, arriesga otra vez, gana, se tira de cabeza hacia los últimos casilleros. Allí lo espera la última encrucijada: en el tiro del final debe sacar un número impar, caso contrario tendrá que volver al casillero del inicio. La tarde se extingue por la ruta 226, como siempre en el barrio. El calor cede su reinado ante una pequeña sobra de brisa marina. Igual yo estoy sudando a chorros. Ya me terminé la cerveza. No dependo de mí en el juego, y ese fue el error que cometí desde el principio. Cruzo los dedos, pido al universo y a todos los dioses que existen y que tienen sus mostradores en varios locales del barrio, donde dan cosas a cambio de otras. Me siento en esa película de Bergman, pero rifando mi vida en un juego de mesa con dado y camino de encrucijadas. Creo que estoy llorando del miedo a la victoria de mi fantasma. Tira el dado que decide el futuro, él y no yo. Sale un número par, yo respiro y me seco los ojos. Mi fantasma no parece alterado ni abatido, sino todo lo contrario. Muy confiado vuelve al inicio del tablero. Continúo con mi marcha conservadora por los casilleros, mi fantasma me mira ahora más concreto que nunca, con una sonrisa como gesto. Sabe que me va a alcanzar en pocas jugadas, sabe que yo sé que ya perdí, el juego estuvo, está y estará en sus manos, para siempre. ¿Qué puedo hacer? Aguantar hasta que llegue otro inútil invierno.    


*****Juégale, apuéstale, pero no te olvides que hay que arriesgar. Como mucho, empezamos otra vez desde donde habíamos dejado y...

*************************Apostando por los fragmentos que le puedo robar a los libros que me gustan y a la música que es mi todo, humildemente, Juan Scardanelli******************************************************Barrio Rivadavia, Batán - mdp, era febrero y llovía***********


El atroz reinado de un viejo dios

 


Gastado, como una pila sin ganas, entró en ese mágico mundo del autoconocimiento. Rápidamente se sintió un poco viejo y deprimido. Más lentamente empezó a notar que ya se había olvidado de demasiadas voces, muchos rostros, incontables palabras. ¿En qué momento se había comenzado a degradar tanto? Buscó los rezos de siempre, las plegarias que lo animaban diariamente, pero no las entendió. No comprendía cuál era el tiempo al que se estaban refiriendo. Escuchó algunas confesiones que le parecieron demasiado irritantes, nada nuevo bajo el sol, porque el sol no tenía nada abajo. Corrió por el prado más verde y encantado que se podría imaginar hasta el más enfermo de sus creyentes, vio pasar incontable cantidad de corderos, pero no tuvo ganas de sacrificios. El manantial vinoso para escanciar le dio un poco de asco, y todo ese orden paradisíaco parecía atentar contra el futuro inmediato de su esplendor divino. Quiso apagar las luces en pleno mediodía y sacarle brillo a tanta estrella, a tanto ángel idiota que volaba sin entender para qué carajos servían los dos testículos que les colgaban en la entrepierna. Sintió que esa barba larga y blanca como la nieve era algo que le había impuesto vaya a saber qué santo mártir, que para él no era más que un  cómico en decadencia. Pensó que debería haber dicho algo, luego de tantos miles de años de silencio. Se dio cuenta que era tarde, ya no podía empezar, de repente, una mañana, con su propia catarata de confesiones, para que todes escuchen que él también podía ser inclusivo y que no tenía nada que ver con la mierda del mundo. Se había quedado en los primeros capítulos de la segunda temporada, cuando las cosas empezaron a volverse desérticas, cuando ese crédulo pueblo pensó que la libertad era gratis y que un par de chabones los podían llegar a salvar en el último suspiro. No se quería hacer cargo de la mala literatura, no consideraba que fuera su culpa lo que hacían las editoriales y los jueces del patriarcado. Tampoco estaba de acuerdo con que él había inventado la bonaerense, los talibanes o las embajadas de Estados Unidos. Eso de ponerle categoría a los países, el primero, el segundo y el tercer mundo, ¿a quién se le había ocurrido? ¿Suecia primer mundo, Brasil tercer mundo y quién ocupaba el gris, ese segundo espacio indescriptible? No entendió a dónde se había ido la política internacional o cuándo había crecido tanto el mapa. ¿Qué cosa era el Papa o el líder espiritual o qué otro payaso que decía hablar con él directamente? Imposible, su teléfono no lo tenía nadie, no había sido un invento que lo entusiasmara en lo más mínimo. Algo sí que quería o deseaba aclarar: nunca había escrito nada. Ni siquiera un poema, un tanka o un haiku o una palabra. Estaba seguro de que no sabía escribir. Tampoco había dictado nada a nadie en ninguna montaña o cueva o cerro. Odiaba ese tipo de lugares, le daban miedo las alturas. Y, sobre todo, lo que más temía era a esas personas con largas barbas blancas como la suya. ¿Hijes? Ni en pedo, nunca se había casado. No entendía a las personas que hacían algo semejante como casarse, ¿cuál era la gracia? ¿Los sábados, los domingos? Jamás había elegido días particulares para descansar o para meterse en aburridos templos a escuchar a un chabón disfrazado con una sábana blanca hablar en su nombre. Pensaba que cada quien debía hacerse cargo de sus excentricidades. Estaba de acuerdo con que lo saludaran cada tanto, pero no necesitaban inventar cosas como la culpa y los castigos. Según su punto de vista, nada de eso le concernía. Y algo debía quedar claro: el espacio que se había inventado como perfecto era solo para él y algún que otro animal. No deseaba en lo más mínimo llevar compañía a su paraíso, después de todo no conocía a ninguna persona como para invitarla con confianza. Nunca supo qué cosa podía pasarle a la gente de a pie después de la muerte. Solamente se enteró que existía porque alguna vez sí que perdió a algún ser querido, no lo pudo evitar. Claro que aquella vez dudó de sí mismo y de su fuerza. Se dio cuenta que había metido la pata y que ya nada volvería a ser como antes, como cuando no lo jodían tanto, como cuando estaba tranquilo en su propio espacio de rey inmaculado. Pero todo eso termina alguna vez, y sintió que ese día estaba cerca. Ya no era joven, estaba claro que lo empezaban a necesitar cada vez menos. Respecto a su inmortalidad, no estaba seguro, no entendía mucho cómo funcionaba. ¿Acaso no estaba muerto desde siempre paseando en el paraíso, tomando sombra del árbol de la vida? Lo habían mal interpretado, entonces. Se sentía más como un zombi, que algún día despertó en la muerte y se quedó sentado en un trono vacío, vacante, que nadie se atrevió a ocupar, porque no estaba claro dónde se ubicaba el reino. Pensó que ya basta, que ya estaba bien, que nunca había existido un reino, que sólo se trató de una fábula con una moraleja al final del camino, que no sabía cuál era. Se arrepintió de haber derramado sangre tanto tiempo sin saberlo. Deseó no ser un chabón, no serlo aquel día, ni el anterior y no serlo tampoco en el futuro de nadie. Quiso pedir perdón, pero no tuvo con quién hablar. Se sentó por última vez frente al lago cristalino que bañaba los cuerpos de los inocentes corderitos, que serían sacrificados por hermosos querubines asesinos del tiempo. Contempló su jeta en la superficie del agua. Se vio viejo, ridículo y cansado. ¿Todos sentirían lo mismo en ese momento, al verse reflejados? Lloró como nunca lo había hecho, como nunca lo haría. Sintió por última vez la tremenda carga del universo, sus partes, sus sistemas injustos, sus devenires horrorosos y todos los poros que había asfixiado con falsas justicias impuestas en su nombre. Poco a poco, se fue esfumando con el viento, que azotaba por primera y última vez, un paraíso que se había intoxicado demasiado. Su lugar desaparecía, lentamente. Él se desvanecía. Una última pregunta acompañó su pensamiento, antes de pulverizarse con la barba blanca como la nieve: ¿Se darán cuenta a tiempo de que las cosas cambiaron para siempre?  


******Cuando finalmente me toque desaparecer, debería sonar algo como la música que sigue:


**********La semana fue triste en el barrio Rivadavia. No debería decir mucho más. Humildemente, yo. Gracias y seguimos la semana que viene***********


La actividad de la memoria del narrador

 


Voy a empezar contando un sueño que tuve hace un par de noches, y que desde ese momento no me permite volver a dormir. ¿Me habrá generado un trauma? ¿Una fobia, tal vez, al hecho inevitable de cerrar los ojos y apagar el cerebro por un rato? Veremos próximamente. Por ahora, me voy a limitar a confesar este sueño, que pareció tan real como el insomnio con el que escribo ahora – y vaya una aclaración por acá, tratar de acertar una oración o un párrafo con tantas horas sin dormir es una epifanía que no sucede con frecuencia, lo que quiere decir que esta reflexión/confesión va a estar bastante mal escrita, como si estuviese anotando frases sin sentido un día antes de ser fusilado – y que me trajo otros inconvenientes, tal vez, peores. Resulta que soñé con Marcel Proust. Sí, ya sé, un sueño un tanto snob ¿no? Pero no lo estoy inventando para pasar como pseudo intelectual, porque bien podría haber soñado con Carmen Barbieri o Flavio Mendoza, lo mismo da. Es más, ojalá hubiese soñado con cualquiera de esos otros dos personajes de la farándula. Pero me tocó soñar con Proust. Y no con cualquier Proust. En la pesadilla – ya la podemos llamar así, por las horas de descanso que me sigue quitando – Marcel Proust aparecía muerto. Bien duro y con las ojeras resaltadas, como en la foto de Man Ray. Y despertaba y el cadáver de Proust estaba al lado mío, bien frío y rígido como solo la muerte puede describir los cuerpos. La primera idea que se me viene  ahora sería una obviedad, mi cabeza se representó dos obsesiones claras que no oculto para nada: mi enfermedad-fanatismo por En Busca del tiempo perdido y mi obsesión por la muerte- que todo ser mortal padece - . Hasta ahí parece normal, pero el transcurrir del sueño me llevó para otros lados. Lejos de reaccionar – mi Yo del sueño, digo – aterrado, lo que sentí fue una desesperación por tener que hacerme cargo de un cadáver, entonces pensé ¿por qué carajos será que nos incomoda tanto una persona muerta, cuando en realidad debería darnos una paz inmensa?. Lejos de llegar a esa conclusión, mi yo del sueño se desesperó porque no sabía qué cosa iba a hacer con ese cuerpo. ¿A quién llamar, a dónde ir, qué decir para no sonar sospechoso? La causa de la muerte estaba clara, lo había leído en alguna biografía del escritor francés, era neumonía. ¿Pero y si diagnosticaban coronavirus? ¿Qué hacía él con ese cadáver del siglo pasado ahí? Mi yo del sueño debía deshacerse de ese incómodo cadáver, como sea. ¿Pero y su valor? Pensó – pensé en mi sueño – que tal vez tenía que llamar al embajador de Francia en el país, al ministerio de cultura a Beatriz Sarlo, a quien sea que a lo mejor fuera capaz de llevarse ese cuerpo para embalsamarlo y colocarlo en algún rincón de París. Así que mi yo del sueño se daba cuenta de algo terrible, era mentira que la muerte nos igualaba a todes. Aún en la muerte, una vez que somos cadáver o cenizas o polvo, hay estratos, niveles, divergencias, clases. Porque sino mi abuelo estaría embalsamado como Lenin en la Plaza Roja. Pero no señor, hay cadáveres y cadáveres, y los polvos se diferencian como más o menos decía Quevedo, aunque en su caso dividía entre el polvo de cadáveres que amaron a alguien cuando vivos, de aquellos que no amaron más que a su propia aspiradora. Bien, gracias sueño por ese descubrimiento, porque ahora empiezo a odiar al cadáver de Proust, en el sueño. ¿Y no será En busca del tiempo perdido, con todas sus siete partes, una extensión del  polvo de Proust? ¿No estaría, en verdad, soñando con las novelas de Proust, y todo sería una gran metáfora de algo que no estaría entendiendo mi Yo del sueño? Tengo piedad con él – digo con Yo – porque es imposible razonar mientras transcurre un sueño. Lo que había eran sensaciones un tanto desordenadas y el cuerpo de Proust en mi cama. Un cuerpo incómodo, un cuerpo desbordado, como una obra literaria entera, como un estilo y una forma de trascender el mundo terrenal y el otro, que no tengo idea si existe, porque mi vuelo no es tan elevado. Miré otra vez ese rostro sufrido, ese rostro de escritor, ese rostro lleno de horas de verborragia literaria. Creo que mi Yo del sueño lloró o es un toque de edición de mi parte consciente. De todos modos, debería haber llorado, debería haber declarado mi amor por Proust en ese instante. Hermoso final para la historia, ya no en Combray o a los lados del camino de Swan, sino en el límite entre Sodoma y Gomorra, mi habitación, mi cama en el barrio Rivadavia. Ahora puede ser que esté llorando un poco, y está bien, perdí mi chance de ser feliz en el pasado. A lo mejor cierre los ojos esta noche y desee volver al sueño anterior, cosa improbable, porque no se pueden editar los sueños en tiempo real , no se les puede escribir el guión. Además, soy un pésimo actor, no lograría más que una falsa imitación de un sentimiento que inventé para escribir algunas palabras este jueves de febrero, tan parecido al primer día que supe de Proust, de los avatares del Yo en el acto de escritura. Una cosa más recuerdo del sueño en el que mi Yo de ese territorio se despertó una mañana de sábado junto al cadáver de Marcel Proust, y es que ese cuerpo sin vida tenía un pequeño papel enrollado en su mano derecha. Lo que decía es imposible que lo pueda reproducir, porque ya saben que no se puede leer coherentemente en los sueños, es como una regla general. ¿Será eso o es que, simplemente, somos incapaces de retener las lecturas que hacemos mientras divagamos en el mundo de nuestro inconsciente? En verdad, poco importa. Lo que sospecho por experiencia de lector es que tengo que haber encontrado algo así o no podría volver a descansar… “Pues en este mundo donde todo se gasta, donde todo perece, hay una cosa que cae en ruinas, que se destruye más completamente todavía, dejando aun menos vestigios que la belleza. Es el dolor”

Gracias por eso, buenas noches, y que nos encontremos en la próxima edición de un sueño de mi Yo…


*La foto es de Man Ray, obviedad absoluta. El fragmento citado es de la última novela que conforma la totalidad de En busca del tiempo perdido, que se tituló El tiempo recobrado. Si bien Proust había terminado con la escritura de toda la obra antes de su muerte, a esta última parte le faltó la corrección final. ¿Se habría titulado así, habría sonado así? La literatura - como la vida y los sueños - está llena de misterios. Y como fondo para cualquier lectura de Proust, vamos con...

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Tengo un baile de marineros en mi cabeza

Eso sería el título o a lo mejor una cita de comienzo, o tal vez el epílogo, o un verso que me quedó haciendo ruido, desde una lectura de ha...