“Durante un momento tuve la idea de que el mundo donde
estaban aquella habitación y aquellas librerías, y en el que Albertina significaba
tan poca cosa, era quizá un mundo intelectual, que era la única realidad y mi
pena algo así como la que produce la lectura de una novela, una pena que sólo un
loco podría prolongar en un dolor duradero y permanente de su vida; que acaso
bastaría un pequeño impulso de mi voluntad para llegar a ese mundo real y para
entrar en él atravesando mi dolor como quien rompe un cerco de papel, sin
preocuparme ya de lo que había hecho Albertina más de los que nos preocupan los
hechos de la heroína imaginaria en una novela después de acabar la lectura”
(Marcel Proust, En
busca del tiempo perdido: Sodoma y Gomorra)
“Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay
una literatura para cuando estás calmado. Ésta es la mejor literatura, creo yo.
También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para
cuando estás alegre. Hay una literatura para cuando estás ávido de
conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado”
(Roberto Bolaño, Los
detectives salvajes)
Un par de horas de lectura, de corrido y para mí, resultan
como si pasara un lustro. De seguro se me cae el pelo que me queda y encanecen
mis cejas y pestañas. Las uñas de los dedos en pies y manos crecen hasta
partirse. Quedo totalmente encorvado, con todo el cuerpo comprimido hacia el
centro de la tierra. Mis brazos son el amanecer de la tendinitis. Las
hemorroides rebalsan por exceso de silla plana. De seguro, los ojos arden como
cualquier tarde en el desierto. Y quedo sólo, con los muertos en la mesa, sobre
las páginas blancas. Caen lágrimas de impotencia, y una sonrisa sarcástica
remata la imposibilidad de recuperar ese dolor. Tengo la sed del universo que
ignoré y el apetito voraz por las otras pasiones inconclusas, por los caminos
alternativos que ya resigné. Pierdo la capacidad de escribir, no puedo imaginar
historias por fuera de esa, la de la lectura. Mi rostro yace surcado por las
huellas de inútiles rastros que se van desvaneciendo. ¿Vale la pena tirarse a
ese precipicio? No lo sé, no es exactamente lo que me pregunto. Sólo leo, y
leo, porque la vida y el tiempo son de la misma especie, todas cosas que no
pedí, pero que están ahí. Y si están, tengo que usarlas, ¿no? “lo que está y no
se usa nos fulminará”, decía el flaco en un temazo. ¿Entonces, por qué no leer
a muerte? No tengo la respuesta para eso. Imagino que es la forma de aceptarse
en el mundo, de tocarlo, de imaginarlo. La mejor manera de no terminar
suicidado o hablando con las baldosas de cualquier vereda del barrio Rivadavia,
un sábado a la noche. ¿Quién puede interesarse por alguien así? Nadie, ni
siquiera yo. ¿Debería evitar tanto silencio, el camino a la desgracia
materializada? Tal vez la lectura es una de las formas de la tranquilidad. Leo,
¿ejercicio para el cerebro? No, para nada. Odio los gimnasios de cualquier tipo
y la gente que se mira al espejo esperando una transformación de propaganda.
Pero leo y hay muchas cosas que se mueven, no siempre buenas. ¿Debería aprender
a distinguir, a frenar? No puedo, no me corresponde morir en la moral o
cualquiera de sus engendros. No soy censor ni sabio, sólo leo, leo profundo,
leo con el compromiso absoluto que sólo la lectura me puede generar. ¿Se es
mejor persona leyendo? No, ni de cerca. Se es buena persona siendo buena
persona, leer sólo ayuda a la lectura, a que apilar e interpretar signos sea
coherente, cohesivo, y que con eso se pueda hacer explotar el poder más
enquistado del universo. Y sí, que algo se derrame, que algo se pierda para
siempre. Leer es jugarse la vida por atreverse a sentar las bases para el día
de nuestra muerte. En la lectura uno es consciente de la muerte. O también nos
podemos alojar en uno de esos fantasmas, para así mostrarles de verdad, el
pasado y sus consecuencias en el futuro. Pero ya tengo la cara pálida y amarilla,
como Proust cuando lo retrató Man Ray. Estoy sentado sobre el polvo de nuestros
antepasados. Soy un futuro ciego, leo, sin línea temporal. Pero leo, todavía,
que es una manera de habitar el espacio, sin manera, sin espacio. Así de
extraño e inevitable. Leo. Un par de horas, quemar las naves de la razón, tomar
el sol con las manos y sentir la desnudez del mundo. No servir para nada más
que el tiempo, no amar más que a los efectos. Cae el velo del atardecer, no sé
cómo envejecí, pero me doy cuenta de que acá llega el final. No te digo que te
espero, porque sería ficción. Ya no estoy aquí. Ya no soy aquí. Lo que leés es
una estrella que se fue apagando hace un lustro, que manda señales que dejó de
emitir. No soy más en tu lectura. Estás solo, sola, y lo siento mucho. Espero
que no hayas envejecido tanto, que te puedas poner de pie y sentir el viento
del verano en tu cara. Y que lo sepas aprovechar. El derrame…
********Sobre el tema citado, Elementales leches:
************************Humildemente, quien dice YO esta semana**************************************La que viene, vemos********
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