Entonces, una mañana de 1973, Procol Harum sacaba su nuevo
disco y grababa su mejor canción, cambiando el sonido de la banda para siempre,
molestando a los seguidores que se convertirían en haters en poco tiempo,
porque cómo pueden traicionar el sonido del grupo de esa manera, con ese tema
que le da nombre al disco y que, para Él – siempre y solo para Él – era lo mejor
que podía existir: Grand hotel.
Cuántas veces había que intentar cambiar las cosas en direcciones extrañas. Por
ahí para sentirse un poco más vivo, por ahí por aburrimiento, por ahí para
tratar de sobrevivir a tanta superpoblación de internautas dispuestos a
publicar cada segundo de un día, como si fuese el último de la humanidad. Y
hasta aquí había llegado Él, con su traje de otro tiempo y esas ganas de
tirarse en la vereda de Castelli y Francia a tomarse una birra, como siempre lo
había hecho en el pasado del barrio Rivadavia, cuando era más cómodo socializar
y cruzar miradas con personas, y no tanto con dispositivos electrónicos que
llegaban en contenedores que no eran nada virtuales, que tenían un peso y una
fuerza en la realidad, tan terrible como las fábricas donde se hacinaba a
personas para que…claro, Él y yo estemos compartiendo este texto en una de
tantas redes sociales, o en más de una, con suerte. No sabía bien si Whats app
era considerada una red social. Como fuera, se había clavado los auriculares y
había estado la tarde al sol, tomando la birra, escuchando Grand hotel de
Procol Harum. No podía dejar de dar vueltas con ese valsesito psicodélico, tipo
calesita, que arremetía en una parte de la canción. No se imaginaba tanto el
hotel, porque no le gustaban para nada esos lugares de tránsito, donde las
camas siempre parecían embajadas con poca onda, donde el baño era un territorio
tan extraño y frío como un desierto en la Antártida. Pero se esforzó por, al
menos, empatizar un poco con las comidas fastuosas y los desayunos all
inclusive, calculados para llenar a la gente con solo mirarlos, porque siempre
se tardaba más en ver todo lo que había en las mesas para servirse que en
sentarse a tomar, por lo menos, un café con una medialuna. Y ya le entraba el
hambre, pero no tenía a mano el barbijo. Se cagó en la nueva normalidad que traía
más protocolos que la vieja anormalidad, donde podía pasar la birra de labio en
labio sin temor a matar a nadie. El virus sería como un veneno mortal que todos
podemos tener, y que todos podemos compartir. Algo así como la posibilidad que
nos dan las redes sociales…y ya estaba cansado de las comparaciones pelotudas.
Se sintió un pelotudo, entonces me hizo sentir mal a mí también. Volvió a la
música, a esa anécdota del disco de Procol Harum, la renuncia a último momento
del guitarrista Dave Ball, cuya cabeza fuera removida y reemplazada en la foto
de portada. En su lugar, la nueva cara del nuevo integrante de la banda Mick
Grabham. Pensó en Mick estando en un cuerpo que no era el suyo, en la entrada
de ese hotel que de tan blanco parecía más irreal que su propia cabeza, y volvía
la calesita a girar y la birra ayudada por el sol de la tarde, un sol de
primaverano que calentaba unidireccionalmente…Se estaba empezando a quemar una
sola parte de la cara, pero no le preocupaba. Lo que sí estaba mal era toda esa
gente que pasaba en un auto leyendo mensajes de Whats app mientras manejaba.
Porque no existe nada más importante que leer un mensaje sin importancia, y
después pasarse un rato tratando de justificar el error que podría haber
causado un accidente peor que el de contestar un mensaje sin importancia con
otro mensaje sin importancia, y así hasta que llegó a la gran verdad de la
tarde: esa manera de actuar tenía que ser el peor de los virus imaginables. Y
tan malo era, que nadie podía detectar los trastornos que ocasionaba. Y tanto
peor, a nadie se le había ocurrido que era una enfermedad, terminal, enviar
mensajes por redes sociales a toda hora. Y, ¡por el Gran hotel! Él también
estaba contagiado, y por lo tanto yo también, y vos que estás leyendo un blog
al que llegaste por esa misma vía. ¿Qué carajos tenemos que hacer viendo la
actualización de un estado, que no es más que la demostración de que una
persona no está, porque donde está es en algún lugar con wi-fi gratis,
acariciando una pantalla para sacar una foto más, que no le va a importar a
nadie, porque vemos tantas fotos por día, tantas actualizaciones, tantas
deformaciones de grandísimos textos que ya nada de eso parece tener sentido. ¿Y
del otro lado, qué? Del otro lado de la birra en una vereda del barrio
Rivadavia, ¿quién podía interesarse por su imagen y por su texto, más de dos o
tres segundos? Como poner una frase por acá: “la realidad no existe más, porque
se la compró alguien por Mercado pago / libre mercado online / pago cualquier
bosta / etc pagos”. Esperar dos o tres segundos, repito, y después…ya pasó. No tenía
que olvidarse más del barbijo, porque la cerveza en algún momento se termina y
no tenía cargado el celular para mandar un mensaje a los delivery, que ahora
eran multinacionales y que se llamaban distinto, más cheto, pero que explotaban
cada vez peor a sus empleades, porque eso sí, respetaban la diversidad sexual.
Todes explotades de la misma manera, con las mismas reglas, igual de
desamparades, con las mismas cajitas y las mismas camperas…¡Qué linda tarde la
que se le estaba escurriendo de los ojos! La pena que sentía era la misma del
principio, la de no haber estado nunca en un Grand hotel, con los Procol Harum, dando vueltas entre paredes de
marfil y desayunos continentales, en calesitas sonoras que lo harían olvidar
que necesitaba despertarse, ponerse el barbijo y volver a exponer su corazón en
vaya a saber qué próximo emprendimiento multinacional de explotación humana.
***********Y el tema al que hago referencia es este, versión en vivo, vaaaaarios años después:
***************Las trampas del tiempo**********Humildemente, Juan Scardanelli********************Atiendo por mail, porque mandarse mensajes para leer con tranquilidad y buena onda es mucho mejor: juanmanuelpenino@yahoo.com.ar*******************
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